martes, 29 de noviembre de 2016

#NiUnaMenos.....FEMICIDIOS


La violencia criminal contra las mujeres es una plaga de género en la Argentina de hoy. Su carácter de epidemia social nos enfrenta ante un espejo monstruoso de nosotros mismos. Nadie queda afuera. El fracaso es de toda la comunidad. Pero es un espejo que nos negamos a mirar. Porque la única forma de mirarlo es tomar conciencia y generar cambios en nuestra micro realidad, donde el problema está agazapado, se multiplica y se convierte en tenebrosa costumbre. No alcanza con culpar a alguien más.


El legítimo reclamo por políticas públicas para lograr contención de las mujeres víctimas es imprescindible, pero resulta urgente que desde el plano individual, familiar y grupal podamos generar anticuerpos para ganarle a la inercia violenta que nos impregna en el minuto a minuto de nuestra vida diaria. En los últimos años, la violencia y no el diálogo, se ha convertido en un camino cada vez más elegido para la resolución de conflictos. Pasa en el tránsito, pasa en una discusión vecinal por la medianera o el comportamiento del perro, pasa entre compañeros de trabajo. Los tejidos comunitarios crujen y se desgarran desandando la idea de civilización y enalteciendo por momentos el embrutecimiento. Las leyes del más fuerte son aclamadas por el público que además se mofa del que intenta buenos modos. Los buenos modos, las formas, el cumplimiento de las normas, son de débiles. Ese regodeo de lo bárbaro, que también fue durante años modus vivendi en la política derramandose desde allí como un código de anti-convivencia, no sólo elimina al otro, sino que le niega su otredad en la expresión, en la diferencia, en las libertades. Curiosamente la ley del más fuerte no nos hace más fuertes sino más débiles, más primitivos, más víctimas de lo bestial, menos dueños del hombre o mujer que somos.



La acción criminal contra la mujer lamentablemente no puede asombrar. El “sexo débil” de la tradición patriarcal, la descendiente de Eva, la culpable de los pecados, la que se debía quemar por bruja, la que es responsable de ser violada porque llevaba minifalda, la que no puede reclamar porque “se hizo la putita entonces que se la banque”, la que se embaraza sola porque no se cuidó y si se embaraza no puede decidir sobre su cuerpo, la que si no tiene plata puede morir por un aborto mal hecho, la que no gana igual por ser mujer aunque ocupe el mismo cargo, la que si tiene éxito es porque “se encamó con alguien” aunque eso no sea cierto, la que si decide no ser madre es un monstruo, la que si es infiel no es una ganadora como los hombres que meten cuernos sino una atorranta… Esa mujer, la mujer, está condenada de antemano haga lo que haga. Entonces viene el hombre y ejecuta la sentencia. Y decide que si quiere la mata aunque ningún punto en esta cadena de prejuicios esté incluido en el código penal, aunque en Argentina no exista la pena de muerte, aunque deje a sus hijos sin madre.



Si el hombre, como persona, en vez de escalar a las cúspides del pensamiento de las que es capaz prefiere quedarse en las ciénagas de lo primitivo, no como un fenómeno excepcional sino como un hecho que al menos en la ejecución de femicidios se reitera cada 30 horas en Argentina, hay más de un culpable. Hay una cadena de responsabilidades aunque en ese momento todos griten al únisono reclamando “que se pudra toda la vida en la cárcel” el femicida. Hay una familia, una escuela, una comunidad, un estado que no sólo no lo formaron para respetar como un par y un sujeto de derechos a la mujer, sino que lo deformaron para convertirse en un femicida, que puede tratarla como su propiedad y deshacerse de ella en una zanja o en la basura.



Los golpeadores no vienen de Marte, ni de un repollo, vienen de nuestra sociedad. Son los hijos que criamos, los hermanos que apañamos, los alumnos a los que no les ponemos límites, los maridos ante los que nos denigramos porque no podemos ni reconocer la trampa en la que caímos. ¿Hombres? Los golpeadores no son hombres. “Un hombre se contiene”, diría Albert Camus. Los golpeadores deshonran a su género, no lo hacen más masculino. Porque golpear es de poco-hombre y ni los animales matan a su hembra. Ni animales son.
Somos una sociedad discapacitada para el amor si en su nombre terminamos matando lo que supuestamente amamos. Una forma de autodestruirnos como tantas otras que nos aquejan. Pero que requiere ya, nuestra acción concertada. Y no se trata de idealizar a la mujer. Se trata de no matarla por ser mujer. Se trata de tu madre, de tu hija, de tu hermana, de tu esposa. Se trata de los chicos sin madre y con padres que la asesinaron.


Nunca me pegó un hombre. Cierro los ojos e intento imaginar hasta dónde llega el dolor de una trompada que traspasa lo físico. Creo que no puedo porque me resisto siquiera a pensarlo. Pero desde chica crecí sabiendo que tenía que salir a la vida con una armadura emocional sólo por ser mujer. Y que la violencia tiene mil formas: que empieza con las palabras, que sigue con el acoso moral, que pone a prueba tu estómago y tu capacidad de nausea, que no te queda otra que aguantarlo para lograr ser alguien o algo. Y entonces me di cuenta que a mí también me pegaron. Que no hay mujer de este país que no esté golpeada por esta plaga. Que los golpes empiezan antes de los golpes.
Por favor. Por favor, lleguemos antes, de las próximas 30 horas.

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