viernes, 25 de noviembre de 2016

LECTURA RECOMENDADA


Le traemos un adelanto exclusivo del nuevo libro “El intruso, mi vida en clave de intriga” del escritor británico Frederick Forsyth. El maestro del misterio internacional nos presenta la historia más fascinante de cuantas ha escrito: la suya.



Prefacio
Todos nos equivocamos, pero desencadenar la Tercera Guerra Mundial habría supuesto un error considerable. Hoy por hoy, sigo manteniendo que no fue del todo culpa mía. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos.
En el transcurso de mi vida, he escapado por los pelos de la ira de un traficante de armas en Hamburgo, he sido ametrallado por un MiG durante la guerra civil nigeriana y he aterrizado en Guinea-Bisáu durante un sangriento golpe de Estado. Me detuvo la Stasi, me agasajaron los israelíes, el IRA precipitó mi traslado repentino de Irlanda a Inglaterra, a lo que también contribuyó una atractiva agente de la policía secreta checa… (bueno, su intervención fue algo más íntima). Y eso solo para empezar.
Todo eso lo vi desde dentro. Pero, aun así, siempre me sentí como un intruso.
A decir verdad, nunca tuve la menor intención de ser escritor. Los largos períodos de soledad fueron al principio una circunstancia, luego una preferencia y al final una necesidad.
Al fin y al cabo, los escritores son criaturas raras, y más si intentan ganarse la vida escribiendo. Hay razones para ello.
La primera es que un escritor vive la mitad del tiempo en el interior de su cabeza. En ese diminuto espacio, mundos enteros se crean o se destruyen, es probable que ambas cosas. Cobran vida personas que trabajan, aman, luchan, mueren y se ven sustituidas. Las tramas se conciben, se desarrollan, se corrigen y dan fruto o se frustran. Es un mundo muy distinto del que tiene lugar al otro lado de la ventana. A los niños se les reprende cuando sueñan despiertos; para un escritor, es indispensable.
El resultado es una necesidad de largos períodos de paz y tranquilidad, a menudo en completo silencio (sin ni siquiera música suave), lo que hace de la soledad una necesidad absoluta, la primera de las razones que subyacen tras nuestra rareza.
Si piensas en ello, junto con la profesión de farero, casi desaparecida, la escritura es el único trabajo que debe abordarse en soledad. Otras profesiones permiten tener compañía. El capitán de una línea aérea cuenta con su tripulación; el actor, con el resto del reparto; el soldado, con sus compañeros, y el oficinista, con sus colegas reunidos en torno a la fuente de agua refrigerada. Solo el escritor cierra la puerta, desconecta el teléfono, baja las persianas y se retira a solas, a un mundo privado. El ser humano es un animal gregario y lo ha sido desde los tiempos de los cazadores y los recolectores. El ermitaño es poco común, singular y a veces raro.
De vez en cuando se ve a un escritor por ahí: bebiendo, comiendo, de fiesta; mostrándose afable, sociable, incluso feliz. Cuidado, eso es solo la mitad de él. La otra mitad del escritor permanece distante, observándolo, tomando notas. Esa es la segunda razón de su rareza: el distanciamiento compulsivo.
Detrás de su máscara, el escritor siempre está al acecho; no puede evitarlo. Observa y analiza el entorno, toma notas mentales, almacena detalles de la conversación y el comportamiento a su alrededor para usarlos más adelante. Los actores hacen lo mismo por las mismas razones, para usarlos más adelante. Pero el escritor solo cuenta con las palabras, más rigurosas que el plató o el escenario, donde hay colores, movimientos, gestos, expresiones faciales, accesorios y música.
La necesidad absoluta de largos períodos de soledad y el distanciamiento permanente de lo que Malraux denominó «la condición humana» explican por qué un escritor no puede acabar de encajar nunca. Formar parte de algo implica hacer revelaciones sobre uno mismo, mostrar conformidad, obedecer. Pero un escritor tiene que ser una persona solitaria y, por tanto, un intruso permanente.
De niño, yo estaba obsesionado con los aviones y no quería otra cosa que ser piloto. Pero incluso entonces, no deseaba formar parte de una tripulación. Yo quería pilotar monoplazas, lo que probablemente era una señal de advertencia, si alguien se hubiera fijado en ella. Aunque nadie lo hizo.
Tres factores contribuyeron a mi posterior aprecio del silencio en un mundo cada vez más ruidoso y de la soledad donde el mundo moderno exige abrirse paso a codazos entre la multitud. Para empezar, fui el primogénito y seguí siendo hijo único, y estos siempre son un poco distintos. Mis padres podrían haber tenido más hijos, pero estalló la guerra en 1939 y para cuando terminó ya era demasiado tarde para mi madre.
Así que pasé gran parte de mi primera infancia solo. Un niño a solas en su cuarto puede inventarse sus propios juegos y tener la seguridad de que se desarrollan según sus reglas y llegan a la conclusión que él desea. Se acostumbra a ganar según sus propias condiciones. Así surge la preferencia por la soledad.
El segundo factor de mi aislamiento lo ocasionó la Segunda Guerra Mundial en sí. Mi ciudad, Ashford, se hallaba muy cerca de la costa y del canal de la Mancha. En la otra orilla, a treinta y tres kilómetros escasos, estaba la Francia ocupada por los nazis. Durante algún tiempo, la poderosa Wehrmacht esperó al otro lado de esa franja de aguas grises la oportunidad de cruzarla e invadir, conquistar y ocupar Gran Bretaña. Los bombarderos de la Luftwaffe pasaban zumbando por el cielo para atacar Londres o, por temor a los cazas de la RAF (siglas en inglés de las Fuerzas Aéreas Británicas) que los aguardaban, daban media vuelta y lanzaban su carga en cualquier parte desde allí hasta Kent. Otros bombardeos tenían como objetivo destruir el gran nudo ferroviario de Ashford, a apenas quinientos metros de la casa de mi familia.
Como resultado de ello, durante la mayor parte de la guerra, muchos niños de Ashford fueron evacuados a casas de acogida 16 lejos de allí. Salvo por una breve salida durante el verano de 1940, yo pasé toda la guerra en Ashford y, de todos modos, no tenía con quien jugar. Tampoco me importaba. Este no es un relato en plan pobrecito de mí. El silencio y la soledad no se convirtieron en un azote, sino en mis queridos y viejos amigos.
El tercer factor fue el colegio privado (me refiero, claro, a un internado) al que me enviaron a los trece años. En la actualidad, la escuela de Tonbridge es una academia excelente, de trato humano, pero por aquel entonces tenía reputación de severa. La casa a la que fui asignado, Parkside, era la más brutal de todas, con una filosofía interna basada en el acoso y la vara.
Ante algo así, un chico no tiene más que tres opciones: capitular y convertirse en un pelota servil, plantar cara o replegarse al interior de un carapacho mental como una tortuga en su caparazón. Se puede sobrevivir, solo que no se disfruta. Yo sobreviví.
Recuerdo el concierto de despedida de diciembre de 1955, cuando los que se iban tenían que ponerse en pie y cantar «Carmen Tonbridgiensis», la canción de Tonbridge. Una de las frases dice «he sido expulsado del jardín, me espera el camino polvoriento». Fingí cantar sin emitir sonido alguno, consciente de que el «jardín» había sido una cárcel monástica donde no había recibido ningún cariño y «el camino polvoriento» era una carretera amplia y soleada que me llevaría hacia una gran diversión y muchas aventuras.
Entonces ¿por qué, con el tiempo, me hice escritor? Fue pura chiripa. Yo no quería escribir, sino viajar por el mundo. Quería verlo todo, desde las nieves del Ártico hasta las arenas del Sahara, de las junglas de Asia a las llanuras de África. Como no tenía ahorros propios, opté por el trabajo que pensé que me permitiría hacerlo.
Cuando yo era adolescente mi padre leía el Daily Express, por entonces un periódico de gran formato propiedad de lord Beaverbrook y dirigido por Arthur Christiansen. Los dos se enorgullecían enormemente de su cobertura internacional. A la hora del desayuno, me ponía al lado de mi padre y me fijaba en 17 los titulares y en los sitios desde donde estaban firmadas y fechadas las noticias. Singapur, Beirut, Moscú. ¿Dónde se hallaban esos lugares? ¿Cómo eran?
Mi padre, tan paciente y alentador como siempre, me llevaba al atlas familiar y me los señalaba. Luego a la Enciclopedia Collins, de veinticuatro volúmenes, que describía las ciudades, los países y a la gente que vivía allí. Y juré que un día los vería todos. Me convertiría en corresponsal en el extranjero. Y eso hice, y los vi.
Pero no se trataba de escribir, se trataba de viajar. No fue hasta los treinta y un años, de regreso de una guerra africana, y para variar sin blanca, sin trabajo ni posibilidad de encontrarlo, cuando se me ocurrió la idea de escribir una novela para saldar mis deudas. Era una idea descabellada.
Hay varias maneras de ganar dinero rápido pero, en una lista general, escribir una novela queda muy por debajo de robar un banco. El caso es que yo no lo sabía y supongo que debí de acertar en algo. Mi editor me dijo, para gran sorpresa mía, que parecía capaz de contar una historia. Y eso he hecho durante los últimos cuarenta y cinco años, sin dejar de viajar, ya no para informar de acontecimientos en el extranjero, sino con objeto de documentarme para la siguiente novela. Fue entonces cuando mi preferencia por la soledad y el distanciamiento pasaron a ser necesidades absolutas.


A los setenta y seis años, creo que sigo siendo en parte periodista, pues conservo las otras dos cualidades que debe tener un reportero: una curiosidad insaciable y un escepticismo obstinado. Muéstrame a un periodista que no se moleste en descubrir el porqué de algo y se crea lo que le dicen, y te mostraré a un mal reportero.
Un periodista nunca debería unirse a la clase dirigente, por tentadores que sean los halagos. Nuestro trabajo consiste en pedir cuentas al poder, no en asociarnos con él. En un mundo cada vez más obsesionado con los dioses del poder, el dinero y la fama, el periodista y el escritor deben guardar distancia, como un pájaro en una barandilla, observar el mundo, fijarse, sondear, a la gente, comentar cosas pero nunca sumarse. En resumen, deben convertirse en intrusos.
Durante años he soslayado las sugerencias de que escribiera una autobiografía. Y sigo haciéndolo. Esto no es una historia de mi vida y, desde luego, no es una autojustificación. Pero soy consciente de que he estado en muchos sitios y he visto muchas cosas: unas divertidas, otras espantosas, unas conmovedoras, otras aterradoras.
He sido bendecido con una suerte extraordinaria, e inexplicable, en la vida. Más veces de las que puedo contar, he salido de un aprieto o he obtenido ventaja gracias a un golpe de suerte. A diferencia de los quejicas de toda la prensa amarilla dominical, yo tuve unos padres maravillosos y una infancia feliz en los campos de Kent. Me las arreglé para satisfacer mis primeras ambiciones de volar y viajar y, mucho después, la de escribir historias. Esta última me ha granjeado suficiente éxito material para vivir de forma cómoda, que al fin y al cabo es lo que siempre quise.
He estado casado con dos mujeres hermosas, he criado a dos hijos estupendos, y hasta la fecha he disfrutado de fortaleza y buena salud. Por todo ello, siento un profundo agradecimiento, aunque no sé con seguridad hacia qué hado, fortuna o deidad. Quizá debería decidirme. Después de todo, es posible que pronto me reúna con Él.
Entre susurros
Mi padre nació en 1906 en Chatham, Kent, el primogénito de un suboficial de la Marina británica que a menudo se encontraba ausente. A los veinte años salió de la academia de formación del astillero para encontrarse con una economía que creaba un puesto de trabajo por cada diez jóvenes aspirantes. Los otros nueve estaban destinados a la cola del paro.
Había estudiado para ser ingeniero naval, pero se avecinaba la Gran Depresión y nadie quería construir barcos. La amenaza hitleriana no se había materializado y había más buques mercantes de los necesarios para transportar el producto industrial, cada vez menor. Después de cinco años ganándose la vida con poco más que trabajos esporádicos, mi padre siguió el consejo más popular de la época: «Vete a Oriente, joven». Solicitó y obtuvo un puesto para dirigir una plantación de caucho en Malasia.
En la actualidad resultaría raro enviar al otro extremo del mundo a un hombre joven que no habla una palabra de malayo y no conoce Oriente en absoluto para que se encargue de miles de acres de plantación y una ingente mano de obra malaya y china. Pero corrían los días del imperio, cuando semejantes retos eran de lo más normal.
Así pues, hizo las maletas, se despidió de sus padres y se embarcó hacia Singapur. Aprendió malayo, los entresijos de la gestión de una hacienda y de la producción del caucho, y dirigió la propiedad durante cinco años. Todos los días le escribía una carta de amor a la chica con la que había estado «paseando», como llamaban entonces a salir con alguien, y ella le respondía.
El siguiente transatlántico de Inglaterra a Singapur llevaría la remesa de cartas de toda la semana, que llegaban a la hacienda de Johore por río en la barcaza semanal.
La vida era solitaria, aislada, iluminada una vez a la semana por el viaje en moto al sur a través de la jungla, hasta la carretera general, donde cruzaba la calzada elevada y llegaba a Changi para disfrutar de una velada social en el club de hacendados. Su hacienda era una inmensa extensión de gomeros plantados en lí- neas paralelas y rodeados de jungla, donde habitaban tigres, panteras negras y la muy temida hamadríade o cobra real. No tenía coche porque el camino hasta la carretera principal, unos quince kilómetros a través de la jungla, era un sendero estrecho y sinuoso de grava de laterita roja, de modo que iba en moto.
Luego estaba el poblado en el que vivían los obreros chinos con sus esposas y familias. Y, como en cualquier pueblo, había algún que otro artesano, un carnicero, un panadero, un herrero y demás.
Aguardó cuatro años, hasta que fue evidente que no había futuro en ello. El valor del caucho se había desplomado. Todavía no había empezado el rearme europeo, pero los nuevos productos sintéticos acaparaban cada vez más el mercado. Pidieron a los directores de las plantaciones que se rebajaran el sueldo un veinte por ciento como condición para conservar el puesto. En el caso de los solteros debían elegir entre enviar a buscar a sus prometidas o volver a Inglaterra. Hacia 1935, mi padre estaba dudando entre las dos opciones cuando ocurrió algo.
Una noche su sirviente lo despertó con una petición.
—Tuan, está fuera el carpintero del poblado. Le ruega que salga. Por lo general, la rutina de mi padre consistía en levantarse a las cinco, recorrer la hacienda durante dos horas y luego sentarse en la galería para celebrar la recepción matinal, en la que atendía peticiones y quejas o dirimía disputas. Como madrugaba tanto, se acostaba a las nueve de la noche y la petición se le hizo a las diez. Estaba a punto de decir «Por la mañana» cuando pensó que, si no podía esperar, quizá se tratase de algo grave.
—Que pase —dijo.
El sirviente titubeó.
—No quiere entrar, tuan. No es digno.
Mi padre se levantó, abrió la puerta mosquitera y salió a la galería. Fuera, la noche tropical era como cálido terciopelo y los mosquitos, voraces. En un remanso de luz delante de la galería se encontraba el carpintero, un japonés, el único del poblado. Mi padre sabía que tenía esposa e hijo y que no se relacionaban con nadie. El hombre hizo una profunda reverencia.
—Es mi hijo, tuan. El niño está muy enfermo. Temo por su vida.
Mi padre pidió unas linternas y fueron al pueblo. El niño tenía unos diez años y sufría fuertes dolores de estómago. Su madre, con semblante angustiado, estaba en cuclillas en un rincón.


Mi padre no era médico, ni siquiera paramédico, pero gracias a un curso obligatorio de primeros auxilios y a un puñado de libros sobre medicina poseía los conocimientos suficientes para reconocer una apendicitis aguda. Reinaba una oscuridad absoluta, era casi medianoche. El hospital de Changi se hallaba a ciento veinte kilómetros de distancia, pero mi padre sabía que si la apendicitis derivaba a una peritonitis, resultaría mortal.
Pidió que le llevaran la moto con el depósito lleno. El carpintero se sirvió de la amplia faja de su esposa, el obi, para sujetar al niño al asiento, a la espalda de mi padre, que a continuación se puso en marcha. Me contó que fue un trayecto infernal, pues todos los depredadores acechan por la noche. Tardó casi una hora en llegar a la carretera principal por el sendero lleno de baches y luego fue hacia el sur en busca de la calzada elevada.
Estaba a punto de romper el alba, horas después, cuando entró en el patio del hospital general de Changi, pidiendo a gritos que alguien le ayudara. Apareció el personal de enfermería y se llevaron al niño en camilla. Por suerte, un médico británico salía de su turno de noche pero echó un vistazo al niño y lo trasladó de inmediato al quirófano.
El doctor se reunió con mi padre para almorzar en el comedor y le dijo que había llegado justo a tiempo. El apéndice había estado a punto de reventar con resultados probablemente letales, pero el niño viviría y en esos momentos estaba dormido. Le devolvió el obi.
Tras repostar combustible, mi padre regresó a la plantación para tranquilizar a los padres, impasibles pero ojerosos, y ponerse al día con el trabajo atrasado. Quince días después, la barcaza llevó río arriba el paquete del correo, las provisiones habituales y a un niño japonés con una sonrisa tímida y una cicatriz.
Cuatro días más tarde, el carpintero apareció de nuevo, esta vez a la luz del día. Esperaba cerca del bungalow cuando mi padre volvía del almacén de látex para cenar. El hombre mantuvo la cabeza gacha mientras hablaba.
—Tuan, mi hijo vivirá. En mi cultura, cuando un hombre debe a otro lo que yo le debo a usted, tiene que ofrecerle lo más valioso que posee. Pero soy pobre y no tengo nada que ofrecerle, salvo una cosa. Consejo. —Entonces levantó la cabeza y miró a mi padre a la cara fijamente—. Váyase de Malasia, tuan. Si aprecia su vida, váyase de Malasia.
Hasta el fin de sus días, en 1991, mi padre nunca llegó a saber si esas palabras impulsaron su decisión o tan solo la respaldaron, pero al año siguiente, en 1936, en lugar de enviar en busca de su prometida, dimitió y regresó a casa. Las fuerzas imperiales japonesas invadieron Malasia en 1941. En 1945, de todos sus contemporáneos en los campos no volvió a casa ni uno solo.
La invasión japonesa de Malasia no tuvo nada de espontáneo. Fue planeada de forma meticulosa y las fuerzas imperiales arrasaron la península como una marea incontenible. Las tropas británicas y australianas se precipitaron a subir por la espina dorsal de la colonia para guarnecer puntos de defensa a lo largo de las carreteras principales que iban al sur. Pero los japoneses no llegaron por allí.
De las plantaciones de caucho salieron multitud de agentes durmientes, infiltrados años antes. Los japoneses, montados en centenares de bicicletas, se dirigieron al sur por diminutos senderos desconocidos que atravesaban la jungla, guiados por esos agentes. Otros llegaron por mar, saltaron a la costa y avanzaron hacia el interior guiados por las lámparas parpadeantes colocadas por compatriotas que se conocían la costa y todas las ensenadas.
Los británicos y los australianos se vieron burlados una y otra vez por los japoneses, que aparecían a sus espaldas, y en gran número, siempre guiados por los agentes. Todo acabó en cuestión de días y la fortaleza en principio inexpugnable de Singapur fue tomada por el lado de tierra, pues sus inmensos cañones apuntaban hacia el mar.
Cuando era niño, pero lo bastante mayor para entenderlo, mi padre me contó esa historia y juró que era totalmente cierta y que había ocurrido casi siete años antes de la invasión de diciembre de 1941. Pero nunca tuvo la seguridad de que el carpintero del pueblo fuera uno de esos agentes, solo de que si lo hubieran apresado él también habría muerto.
Así pues, quizá unos susurros de un carpintero agradecido me permitieron venir a este mundo. Desde 1945 se ha culpado a los japoneses de muchas cosas, pero no de esto, ¿verdad?

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