sábado, 22 de febrero de 2020

PROBÁ COMER EN "EL PUENTECITO"...DESPUÉS NOS CONTÁS


Secretos del bodegón que lleva casi 150 años en la misma esquina de Barracas
El Puentecito funciona desde 1873 en Luján y Vieytes; platos suculentos, sabrosos y a buen precio, la impronta
El Puentecito fue antes pulpería y taberna
En su lecho de muerte, el padre de Fernando Hermida le legó la atención de su bodegón. “Me dio la orden de seguir. Todo lo que hago es por él, que amó este lugar”, confiesa emocionado uno de los propietarios de El Puentecito, el restaurante de la ciudad que más años lleva en el mismo lugar.
Desde 1750, la esquina de Luján y Vieytes, en Barracas, ha tenido las puertas abiertas. Fue posta de caballos, pulpería, taberna y, desde el 20 de noviembre de 1873, un comedor que se forjó bajo los códigos que los inmigrantes le impusieron cada vez que se sentaron a comer: platos abundantes, suculentos, sabrosos y a buen precio.
Más antiguo que El Puentecito solo es el El Imparcial, que data de 1860, pero se mudó en 1933 a la esquina de Salta e Yrigoyen.

“Acá se viene a comer, nos tomamos muy en serio esto”, afirma Hermida, de 56 años. Las especialidades de El Puentecito, en un menú de 100 platos, son la tira de asado de un 1,20 metros, la paella y la tortilla española.
Muchas historias flotan entre las 50 mesas de este templo de la comida y el sabor porteño. En un momento de su larga historia, El Puentecito fue hotel. Allí se hospedó Hipólito Yrigoyen; en uno de sus balcones dio su último discurso antes de ser presidente en 1916, y la noche anterior cenó en el bodegón. Alfredo Palacios solía pronunciarse en sus mesas para los vecinos, cuando esta esquina bullía de gente.
“Barracas en ese entonces era un barrio de grandes fábricas, y en cada una de ellas trabajaban cientos de personas. Todas venían a comer acá”, cuenta Hermida. Raúl Alfonsín fue uno de los clientes fieles: aun siendo presidente se acercaba a comer. Su mesa todavía se recuerda, como también la del escultor Julio César Vergottini y la que una vez ocupó Guy Williams, el actor que hizo del Zorro.

“Tenemos un récord difícil de igualar”, anticipa. En una de las mesas, un cliente –Carlos Fernández, de 70 años– fue a almorzar. Se hizo larga la sobremesa, merendó, pasó la tarde y cenó. El convite se prolongó durante toda la noche, desayunó, continuó compartiendo anécdotas y platos; luego volvió a almorzar y a usar la sobremesa para seguir degustando la interminable lista de platos del menú. Tomó otra merienda y, al caer la noche, finalmente se fue. Conclusión: pasó 30 horas comiendo. “Creemos que es un récord Guinness”, afirma Hermida.
La esquina donde está El Puentecito tiene una ubicación que en el pasado era estratégica: está a 100 metros del Riachuelo. Allí estaba el puente Gálvez (hoy, el puente Pueyrredón viejo), de madera, que construyó el estanciero que tenía sus tierras en la actual Avellaneda. “Cobraba peaje por gaucho, carreta y caballo. Entonces, el Riachuelo era poco profundo; a los indios les cobraban el mismo valor que a un caballo”, cuenta Hermida.
Desde la posta salían las carretas que iban a La Plata, Chascomús y al sur. Donde hoy está el bodegón se hacía recambio de caballos y de gauchos, que continuaban viaje.
El Puentecito debe su nombre a la calle que hoy es Luján, por donde se entraba a la pulpería (aún hoy, 147 años después, se entra por la misma vereda): un viejo puentecito de madera que cruzaba un pequeño arroyo a pocas cuadras fue el origen. Hasta que se construyó el actual puente Pueyrredón, todas las líneas de tranvías y colectivos pasaban por el bodegón. “Hasta 2010 estábamos abiertos las 24 horas, todos los días. Luego la noche ya no fue la misma: la gente dejó de salir”, confirma Hermida.
Los cambios de hábitos del consumidor atravesaron aquí todas las épocas. “Ahora está de moda la cerveza, pero nadie sabe tirarla, eso es un arte”, dice. Su padre, que trabajó hasta 1958 en la pizzería Roma, en la calle Lavalle, “tiraba cerveza”. Su método lo llevó al bodegón: abría un porrón de cerveza bien fría y la servía en un vaso, luego la trasvasaba a otro, así dos o tres veces, y solo entonces la tomaba. “Con el trasvasado pierde poder alcohólico, pero no el sabor. Podías tomarte dos litros que no te pasaba nada”, dice Hermida. Aquel año, Fernando padre compró El Puentecito.
Hoy, los dueños son seis socios. Las distintas generaciones que lo tuvieron dejaron su impronta, pero los Hermida le dieron el alma. Entre familiares y colegas gastronómicos lograron crear una cofradía que salvó al bodegón del cierre en la década del 60. En 2006, una enfermedad detuvo la fuerza de Fernando padre.

“Sigo la línea de mi viejo: la abundancia. Todos los platos son abundantes. Acá no hay nada marcado: si sabés comer, sabés esperar. No tenemos microondas ni ocho cuartos. Si me pedís un conejo, será por lo menos 35 minutos de espera. Si te pica mucho el bagre, te traigo algunas rabas”, resume Hermida.
El salón de El Puentecito es inmenso e impecable. Decenas de fotos de todas las personalidades que lo han visitado y objetos que remiten a La Coruña, colecciones de sifones de soda y recuerdos decoran las paredes. Las banderas de España y la Argentina dan la bienvenida. Los platos principales se muestran en un recuadro. “Estoy en contra de la estética del abandono y la suciedad; podés tener un bodegón limpio. Acá servimos comida, no tenemos un taller mecánico. Tenés que encontrar el salón limpio y lo cocina brillante. Lo que te metés en la boca es lo que pasa atrás”, afirma.
En el bodegón trabajan dos cocineros: uno desde hace 38 años. “No podés cambiar. La provoleta que probaste hace 30 años tiene que ser igual a la que probás hoy”, concluye.

L. V.

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