viernes, 28 de enero de 2022

LA FARSA DEL RELATO KIRCHNERISTA


La atávica superstición argentina de negar los problemas
Escurridiza, infantilmente tratamos de no pagar costos; preferimos que la realidad, implacable en su dinámica, decida por nosotros

Marcelo Gioffré

La Argentina y los problemas...Alfredo Sábat

Injustamente olvidado, Marco Denevi fue uno de los grandes escritores argentinos. Siguiendo un mandato familiar estudió derecho y trabajó durante años en la Caja de Ahorro, hasta que repentinamente tomó la decisión, que meditó apenas dos días, de librarse de esa burocracia. Durante el primer año de emancipación sufrió penurias económicas, pero nadie se enteró. En esa decisión arriesgada fue un Gauguin, todo lo contrario del conservador argentino. Acertó: basta recordar que Ceremonia secreta llegó al cine protagonizada por Elizabeth Taylor y Mia Farrow, o que Rosaura a las diez hubiera recibido el premio al mejor guion del Festival de Cannes de no haber sido por el lobby italiano que torció la voluntad del jurado.
Su padre tenía la costumbre de plantar un árbol cada vez que nacía un hijo, en el fondo de la casa donde vivían. A Marco le tocó un laurel. “Mientras yo me volvía viejo mi laurel se volvía inmenso. A su sombra levanté mi cuarto de trabajo, lejos de la casa. Todas las mañanas acariciaba sus troncos rugosos, aspiraba su perfume. Yo sentía que el laurel me transmitía su fuerza tranquila”, me contó. Lo miraba mientras tocaba en el piano los tangos de Arolas. De a poco la casa se fue despoblando: hermanos y padres se fueron casando, independizando o muriendo. 
Después de haber vivido allí toda una vida, Marco descubrió que se había quedado solo. Dilató la mudanza todo lo que pudo. En esto sí cayó resueltamente en el conservadurismo. Pero la insistencia de algunos amigos terminó por convencerlo: la casa era demasiado grande para él y estaba lejos de los médicos a cuyos tratamientos debía asistir.
Se mudó a un departamento en el barrio de Belgrano, muy cerca de la avenida Cabildo, en una calle transversal. Corrían los años 90 y, por aquella época, yo dirigía una borrosa revista literaria. Una noche llamé a Denevi por teléfono para concertar una entrevista. Me pidió que escribiera las preguntas en un papel y se las mandara. Fui hasta el departamento con la esperanza de que me recibiera. No fue así. Cuando toqué el portero eléctrico me dijo que pasara, pero la puerta del departamento, que era allí mismo en la planta baja, permaneció cerrada. Esperé en vano que se abriera hasta que una voz resonó del otro lado, impartiendo una orden suave pero firme: “Deslice la hoja por debajo de la puerta”. Luego las respuestas llegaron también por escrito y por correo postal, mecanografiadas, con su firma.
El doble despojamiento del árbol y del piano, que no entraba en el departamento, fue para Denevi un certero tiro de gracia. No quería atender no solo porque no quería exhibir su decadencia física, sino porque no estaba en su hábitat, era un pez fuera del agua. En efecto, se fue marchitando y a los pocos meses murió.
La historia de nuestro país parece calcada del Denevi aferrado al laurel, el conservador que posterga los cambios hasta que la realidad lo sacude. No se puede pensar en la Argentina moderna sin la generación del 80; había, sin embargo, una entretela: se respetaban los períodos de renovación de autoridades, pero era un secreto a voces que detrás de las formalidades se escondía una realidad muy distinta. Como sostiene Natalio Botana, hasta el propio Juan Bautista Alberdi terminó rindiéndose pragmáticamente a un sistema ordenado en torno a gobiernos electores que controlaban la sucesión. Desde la mera violencia, pasando por el armado amañado del padrón y llegando a la votación de muertos o el cambio de las boletas en las urnas, la primera etapa fue grosera; la segunda, que algunos consideraron un progreso, fue la de la compra del voto: “¡No hay voto más libre que el voto que se vende!”, exclamó Carlos Pellegrini en la Cámara de Diputados.
Por más que el país prosperara bajo ese régimen, era imposible mantener un sistema que violaba la forma representativa de gobierno. La comodidad hizo que se fuera postergando la solución y recién en 1912, con la ley Sáenz Peña, se abordó la cuestión.
 Pero después del golpe de 1930 hubo una recaída en el fraude. Podríamos pensar en un lapso corto de 32 años o en un lapso largo de 65 años, durante los cuales el problema se fue agravando, hasta explotar del peor modo: con el peronismo sustituyendo el fraude oligárquico por el fraude populista.
Luego de la desaparición de ese inestable orden conservador, la vida política se organizó en torno a un tripartidismo viscoso: peronistas, radicales y militares. Un nuevo disparate en el cual descansó el imaginario político argentino durante varias décadas. El peronismo era abiertamente populista y el radicalismo, al menos en su vertiente yrigoyenista, también tenía modulaciones demagógicas, de modo tal que políticos y economistas conservadores encontraron su guarida precaria en lo que Robert Potash llamó el partido militar. Constituía un atajo inadmisible, pero era la propia sociedad civil la que, ante los primeros descontentos con el gobierno elegido democráticamente, convalidaba la ruptura golpeando las puertas de los cuarteles. Fue necesaria la masacre producida por la dictadura de Videla y la inverosímil Guerra de las Malvinas para que la sociedad despertara de sus ensueños autoritarios.
En los años 50 comenzó la inflación. Solo el estruendo de dos hiperinflaciones logró concientizar a la sociedad y en 1991 se implementó un plan riguroso que estabilizó la moneda durante una década. Ya fuera porque se expandió el gasto más de lo debido, porque hubo tres crisis internacionales, porque los precios de nuestras mercancías estaban muy bajos o porque no había prestamista de última instancia, el déficit se fue tornando infinanciable, pese a lo cual la sociedad se aferraba al tranquilizador statu quo, a punto tal que en las elecciones de 1999 ganó el candidato que se comprometió a mantenerlo. En 2001, y en medio de una feroz recesión y con varios bancos al borde de la quiebra, nos caímos (no salimos, nos caímos) de la convertibilidad de la peor manera: con default, corralito, confiscación de depósitos y licuación de deudas.


El nuevo siglo nos bendijo con la soja a precios siderales, pero en lugar de usar ese beneficio inesperado para un proyecto progresista a largo plazo se dilapidó en dádivas a los desocupados, subsidios a los servicios públicos, jubilaciones a personas que nunca habían aportado y un aumento exponencial de la plantilla de empleados estatales. Ese incremento del gasto público, que sirvió para fidelizar una clientela electoral primero y como red de contención social después, rápidamente se reveló insostenible. El método populista está agotado y es la médula del drama actual. Continúa, aun agonizante, porque todos los actores están muy cómodos: los “planeros” gozan de un mínimo ingreso sin trabajar; los dirigentes sociales manejan cajas enormes; el Gobierno manipula votos y amortigua el riesgo de estallidos; los empresarios se aseguran el pago del Estado, y los usuarios reciben la luz, el gas o el transporte casi gratis. Jorge Fernández Díaz señaló con agudeza en este diario: “Como nadie ha extendido un certificado de defunción todos seguimos adelante –la gallina decapitada que corre unos metros más– sin aceptar la obvia realidad, que tarde o temprano nos despertará a los gritos”.

Hay una atávica superstición argentina: negar los problemas. Escurridiza, infantilmente tratamos de no pagar costos. Preferimos que la realidad, implacable en su dinámica, decida por nosotros. Lo que en algún momento había aflorado con la forma de una solución muta y se convierte en problema, pero cierta ceguera nostálgica nos impide admitirlo. Bajo una tenaz disposición cultural para la hecatombe, preferimos ir cantando –una vez tras otra– hacia el abismo.

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