domingo, 1 de mayo de 2022

DEBATES...EL SECTOR PRIVADO



Los líderes del sector privado ganan terreno en la arena política
Sergio Berensztein
La compra de Twitter por parte de Elon Musk, dueño de Tesla, el hombre más adinerado del mundo y uno de los principales exponentes de la revolución tecnológica, reabre los debates sobre la libertad de expresión y la regulación de los nuevos medios de comunicación masiva, en especial de las redes sociales. Pero, además, se convirtió en la punta del iceberg de un fenómeno que tiende a consolidarse y que casi define uno de los rasgos más singulares de esta nueva etapa en el desarrollo del capitalismo: la participación activa de líderes del sector privado en el debate político. Motivadas por la necesidad de responder a las partes interesadas con las que interactúan –consumidores, empleados o inversores– o forzadas por las circunstancias, las grandes empresas deben tomar decisiones estratégicas no siempre fáciles ni intuitivas que terminan teniendo una importante injerencia política.
Lo observamos en la actual puja en el estado de Florida entre el gobernador Ron De Santis, potencial presidenciable republicano, y nada menos que Disney. Desde 1967, el emporio de entretenimiento goza de un estatus regulatorio y tributario singular en una buena porción de la zona de Orlando: allí tenía delegada la autoridad para definir características del desarrollo urbano, obras de infraestructura y hasta el cobro de tasas. Recordemos que Disney convirtió una zona pantanosa ociosa en el impresionante y próspero destino turístico que es hoy, un atractivo para millones de visitantes de todo el planeta. Todo comenzó con un conflicto de valores: De Santis promovió una legislación que limita la educación en cuestiones de orientación sexual, fundamentalmente en relación con el universo Lgtbq+. Por su carácter restrictivo, esta norma se popularizó como “don’t say gay” (“no digas gay”). Disney se opuso no solo por una cuestión filosófica, sino también para proteger a sus empleados y enviar una señal a sus clientes: una forma de cuidar en simultáneo el talento y la reputación. La disputa llegó al punto de que De Santis amenazó con revocar los beneficios de la empresa en ese territorio. Florida es, por su tamaño y por la paridad que lo caracteriza, un estado crucial en las elecciones presidenciales. Este conflicto es expresión de un clivaje cultural muy profundo que estará presente tanto en la elección legislativa de noviembre próximo como en las presidenciales de 2024.
Algo similar había ocurrido en 2015 en Indiana, cuando el entonces gobernador Mike Pence, un líder conservador que luego sería vicepresidente de Donald Trump, impulsó una ley de “libertad religiosa” que incluía cláusulas que restringían el acceso al seguro de salud. Empresas de primera línea como Dow, Eli Lilly, Salesforce y Apple se opusieron a esa iniciativa. El caso llegó a la Corte Suprema, que le dio la razón a la comunidad Lgbtq estatal, que había hecho una intensa campaña de recaudación de fondos para financiar la defensa y diseminar el caso.
Fuentes muy confiables aseguran que el sector privado fue uno de los principales aportantes.
Mucho más general y visible fue la reacción de grandes corporaciones globales que decidieron repudiar la invasión de Rusia a Ucrania suspendiendo sus actividades tanto allí como en su aliado Bielorrusia. Algunas firmas alemanas y francesas mantuvieron una posición más prudente por la dependencia energética de sus países, pero incluso el sistema financiero en naciones históricamente neutrales como Suiza aplicó sanciones sin precedente a capitales rusos, llegando a congelar fondos soberanos.
Al ritmo que se politiza el rol de las corporaciones –enfatizado por el volumen y el tamaño que ganaron en los últimos años, lo que a menudo las pone en una situación de influencia mayor que la de muchos “países soberanos”–, lo hace el de sus líderes: la velocidad de la innovación y la aparición de negocios disruptivos basados en plataformas digitales desplazan cada vez más rápido las viejas fortunas para crear nuevos billonarios. Se estima que el 1% más acaudalado de los estadounidenses controla alrededor de un tercio de la riqueza de la nación, mientras que los hiperricos (el 0,01% que se ubica al tope de esa tabla) continúan aumentando su caudal. El poder creciente de este grupo generó señales de alarma: la izquierda tradicional del Partido Demócrata y algunos observadores independientes temen el advenimiento de un nuevo modelo de oligarquía, se espantan ante los peligros del capitalismo de amigos y hasta pregonan la oportunidad de generar nuevos impuestos para una distribución más justa de estos enormes excedentes de dinero, como hizo la senadora por Massachussets y exprecandidata presidencial Elizabeth Warren. El problema no termina en la acumulación de riqueza: estos actores se consolidan además como referentes en causas como el medio ambiente, el racismo y otras cuestiones de agenda contemporánea, con lo que ganan adhesiones sobre todo entre los consumidores/votantes más jóvenes, particularmente sensibles a estas temáticas. Eso profundiza los recelos de la política tradicional y las controversias con los segmentos más tradicionalistas, algunos de los cuales niegan, incluso, el cambio climático.
En medio de la confusión general y de las disputas políticas por la pandemia y mientras Trump atacaba al responsable de epidemiología de su gobierno, el prestigioso Anthony Fauci, emergió la figura de Bill Gates como un vocero confiable y respetado, a pesar de carecer de formación académica en la materia: el fundador de Microsoft se convirtió de buenas a primeras en “la” autoridad sobre el Covid-19, dentro y fuera de Estados Unidos. El desprestigio del espacio público por las peleas políticas allana el camino para que líderes del sector privado aumenten su influencia.
En un elogiado artículo reciente publicado en The Atlantic, el profesor de la Universidad de Nueva York Jonathan Haidt destaca que el milenio comenzó con la creencia de que las redes sociales serían una bendición para la democracia, que ningún dictador podría imponer su voluntad a una ciudadanía hiperconectada y que ningún régimen sería capaz de controlar la información. Dos décadas después, dice el autor, las redes debilitaron las tres fuerzas principales que unen colectivamente a las democracias exitosas: el capital social (la confianza), las instituciones fuertes y la cultura compartida. Además, fomentan el populismo, facilitan la propagación de fake news y, sobre todo, amplían la polarización. Las voces más intensas suelen ser las más extremas, aunque (por suerte) no siempre las mayoritarias.
Un estudio de More in Common detectó que de siete grupos que compartían creencias y comportamientos en EE.UU., el más caracterizado como de extrema izquierda, compuesto por el 8% de la población, tenía al 70% de sus integrantes activos en las redes. Lo seguía el ubicado más a la derecha, con una representación del 6% en el total de personas, de las cuales 56% habían compartido contenido político durante el año previo. Otra cualidad de las redes es que hacen relucir los aspectos más moralistas y menos reflexivos de los usuarios: el debate se vuelve maniqueo, pasional pero inútil, y con niveles de indignación masivos e impactantes, aun ante noticias menores que involucren a alguna figura pública.
Las propuestas de Haidt para revertir este escenario son endurecer las instituciones democráticas para que resistan la ira y la desconfianza crónicas, reformar las redes sociales para que sean menos corrosivas socialmente y preparar mejor a la próxima generación para que sean ciudadanos en esta nueva era. Es decir, más y mejor democracia adaptada a los desafíos de la época. •

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