miércoles, 17 de agosto de 2016

HISTORIAS DE VIDA; CAROL DUNLOP Y JULIO CORTÁZAR


Es un viaje de despedida. Sin saberlo, cuando parten desde París hacia Marsella, poco después del mediodía del 23 de mayo de 1982, en un viejo Volkswagen acondicionado para que los dos viajeros se aventuren a vivir en la autopista durante treinta y tres días, ajenos al paso del tiempo y a las urgencias del mundo, alimentándose con comidas frugales, embriagándose con el placer sensual de la lectura, observándolo todo con ojos lentos y minuciosos, durmiendo en estacionamientos y comiendo bajo las copas de los árboles, deslumbrados cada mañana con el modo en que se despereza la naturaleza o con el manso movimiento de las cosas -un rayo parpadea en el cielo como preludio a una tormenta demencial, una hoja se mece, una liebre salta imitando el vuelo de las mariposas: indicios en slow motion del paso sosegado del tiempo-, sin saberlo, ese mediodía Julio Cortázar y Carol Dunlop están iniciando su último viaje y escribiendo el último capítulo de un gran amor. Ella morirá pronto, seis meses después de haber regresado. Tenía 34 años y él, 68.


Dejaron testimonio de esa aventura amorosa en Los autonautas de la cosmopista (1983, en octubre será reeditado por Alfaguara). Es un libro de un raro optimismo en Cortázar, el diario de la madurez de un hombre enamorado. Cuando Carol muere, el autor de Rayuela le anuncia la noticia a su familia en Buenos Aires. "Se me fue como un hilito de agua entre los dedos el martes dos de este mes -escribe-. Se fue dulcemente, como era ella, y yo estuve a su lado hasta el fin, los dos solos en esa sala de hospital donde pasó dos meses, donde todo resultó inútil."


El viaje sucede en el auto al que Julio impone el nombre de Fafner o el Dragón. Lo ha llamado así -nos dice- en alusión a un personaje del ciclo de óperas wagneriano El anillo de los nibelungos, y lo describe como una especie de casa rodante o caracol donde es grato vivir, leer y escribir. Está equipado con un tanque de agua, un asiento que se hace cama, una radio, dos máquinas de escribir, libros y víveres destinados a una modesta supervivencia, además de una lámpara de butano y un calentador "gracias al cual una lata de conservas se convierte en almuerzo o cena mientras se escucha a Vivaldi o se escribe".
Las razones por las que han decidido emprender esa travesía son de orden existencial y poético. Con su lenguaje tan bellamente dado a la ironía, la pareja nos franquea el paso a una intimidad perezosa en la que se llaman amorosamente Lobo y Osita y con la que desafían al espacio y al tiempo: el lento devenir del viaje ocurre en los márgenes de la autopista, con sus detenciones inevitables en los parkings por razones de higiene o fatiga, mientras sobre la cinta de asfalto los autos pasan como ráfagas, un poco con ese vértigo de la vida diaria -agobiante, vacuo, inútil- del que han querido escapar.
En la embriagadora privacidad de la cabina aumentada por la penumbra de la noche, escriben, conversan, leen, emprenden ese otro viaje que es la introspección o gozan de un amor físico clandestino como dos adolescentes, apenas disimulados por cortinitas improvisadas que una vez arrancadas por los cuerpos fragorosos los dejan desnudos ante la mirada de los otros. En medio de los rituales que van puntuando el viaje, a veces los sorprende una epifanía ("media botella de rojo y luminoso borgoña acompañado por almendras saladas nos pone en un estado vecino al del satori"). 

Cortázar cuenta que, entre las razones por las que emprenden la travesía, está la de probarse que tienen armas contra lo tenebroso, "no sólo en sus grandes manifestaciones, sino también en sus expresiones más solapadas, la banalidad de las obligaciones cotidianas, esos compromisos que no significan nada en sí mismos, pero que en conjunto alejan cada vez más de ese centro donde cada uno espera vivir su vida".
De pronto se regalan una noche en un hotelito en procura de una comodidad que les asegura "la dulce trilogía del amor, el descanso y el sueño". Despiertan en lugares inesperados, extranjeros en un entorno que les es desconocido y junto a sonidos y objetos que les resultan extraños, y sin embargo tan cerca de sí mismos, forasteros gozosos en un mundo que no les pertenece y del que, no obstante, se adueñan como se adueña uno del cuerpo de la persona amada cuando lo reconoce con las primeras caricias, la lengua o el olfato.


En ese abrazo de los cuerpos, en el encuentro de esas dos almas y el sosiego de esa pasión postrera, se cifra el adiós de los enamorados.




Carol Dunlop, escritora y fotógrafa canadiense, fue la segunda mujer de Julio Cortázar. Activista y defensora de la lucha sandinista, amante de Nicaragua, apasionada de la vida, fue compañera incondicional de Julio, en todas las “rutas” que ambos recorrieron hasta que el 2 de noviembre de 1982 muere en París. Amantes los dos y defensores de las libertades en América Latina, habían vuelto de un viaje feliz a Nicaragua cuando ella recayó de una dolencia que creía superada y él, por entonces, ya estaba enfermo de leucemia aunque sin saberlo, según se desprende de algunas cartas de su mujer. Julio Cortázar muere dos años después, el 12 de febrero de 1984… en un día gélido y gris. 



El día era frío.

El día es así, frío, con ese helor que corta el aliento y los corazones. En Montparnasse, los amigos suben por la avenida hacia la rotonda donde el ángel de piedra recibe al cuervo que va marcando el camino en rápidos y cada vez más cortos vuelos. Allí en la última morada, sobre el féretro de ella, Julio reposa para siempre. Desde entonces está el cuervo, mensajero de los amigos que en Montparnasse descansan; va y viene de unos a otros en un vuelo de vida, que no de muerte.

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