viernes, 11 de noviembre de 2016

HISTORIAS DE VIDA...


Ese día descubrieron la melancolía. Tan tempranamente. Eran niños, apenas, pero supieron de una vez y para siempre que se mira el espejo de la infancia con un aleteo en el estómago y un nudo en la garganta. Es la arena que, aunque cerremos el puño con firmeza, no podemos retener en nuestra mano: cae fatalmente como en los relojes de arena.
Hace algunos años, una noche, uno de mis hijos debía ir a una fiesta de 15 junto con dos compañeros de la escuela secundaria. Subieron los tres al auto, saludé y conduje durante veinte minutos en silencio bajo una lluvia persistente. No había música en el auto -en esos días me acompañaba un disco de Simon & Garfunkel, pero una palabra en el comienzo me hizo preferir escucharlos -, de modo que me dediqué a atender despreocupadamente y sin intervenir la conversación. Uno de ellos evocó una escena de la infancia que habían compartido. En ese recuerdo tenían unos 8 o 9 años. Hablaba con una vehemencia y un énfasis ligeramente teatral que atraparon de inmediato la atención de los otros dos. Cuando concluyó el recuerdo, el que hablaba tuvo un estallido:


- ¡Qué tiempazos aquellos -soltó. Meneó la cabeza para acentuar el sentimiento de incredulidad, mientras los otros dos asentían. Se les había escapado una parte de sus vidas. Eran dueños de un futuro largo y venturoso, y sin embargo tan prematuramente tenían su propia nostalgia. Somos rehenes de aquello que fuimos. Nos miramos en el espejo del pasado sintiendo una punzada en el corazón.


Hace muchos años tuve la fortuna de entrevistar durante treinta minutos a Marcello Mastroianni. Era un hombre de 70 años y uno de los más grandes actores del cine italiano (y europeo) de la segunda mitad del siglo pasado. Lo encontré en una pausa del rodaje de De eso no se habla. Cuando le estreché la mano sentí un estremecimiento similar al que me ha sobrecogido cuando palpé los muros de alguna abadía europea de un tiempo remoto. Es un sentimiento de extraño cobijo el que me conmueve, como si estuviese hundiendo mi brazo en la tierra húmeda para alcanzar la última raíz de un árbol añoso.
Mastroianni se sentó en una de las dos sillas dispuestas en un solar trasero de la casa. Detrás colgaban unas sábanas blancas que cada tanto se mecían movidas por una brisa fresca y apacible. Hice una primera consulta sobre algún tema vinculado a su hija Chiara que había provocado cierto revuelo en los medios de prensa europeos. Torció la boca en señal de desaprobación:
-Mire -me dijo [no parecía dispuesto a disimular su molestia]-: me han hecho esa pregunta tantas veces en los últimos tiempos. Yo creo que usted puede ser más inteligente que eso y preguntarme algo que valga verdaderamente la pena. Se hizo un silencio. Yo vacilé entre las ganas de llorar y el repaso de su carrera en busca de un nombre que me rescatara de esa humillación. Hice mi siguiente pregunta no sin antes recordarle algunos de los grandes momentos de su carrera.
-Usted ha trabajado con los mejores -dije calmosamente, empezando a saborear mi pequeño triunfo-: De Sica, Visconti, Fellini, Scola, Monicelli, Antonioni... Sonrió apenas como si hubiese descubierto mi truco. Pero respondió ésa y las preguntas siguientes con mucha amabilidad. Nunca hay que olvidar que existe eso que solemos llamar vanidad.
La conversación fue llevándonos a territorios inesperados. En un momento, no recuerdo por qué razón, comenzó a hablar de los jóvenes. El mundo había empezado a quedarle demasiado lejos, a una distancia que sentía que ya no podía acortar -me confió-, solía no poder comprenderlo del todo e intentaba apaciguar ese dolor tibio refugiándose en el pasado. Hablaba muy tranquilamente, hasta que de pronto dio con alguna idea que encendió el volcán que llevaba adentro.
-¡Odio a los jóvenes! -Dio un grito pegándose con el puño en un muslo. Tardé unos segundos en saber si era la pequeña lección de histrionismo que un maestro le regala a un desconocido o si en verdad era sincero. Me pareció que las sábanas se agitaban sacudidas por una tempestad del Mediterráneo. Estaba contemplándose en el espejo de la juventud. Siguió adelante con la misma excitación:- Odio su derroche de vitalidad, su prepotencia, su libertad sin límites. ¡Odio a los jóvenes! Odio no ser ya como ellos. Odio no poder volver a serlo jamás. Me miró y esbozó una sonrisa. La furia había desaparecido.

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