lunes, 14 de noviembre de 2016

HISTORIAS DE VIDA...


Allá van Zully y sus 73 años radiantes rumbo a la clase de computación.
Siempre me llamó la atención su sonrisa. Zully es el monumento a la vecina jovial, la "mamá" de la perra salchicha más mimada del barrio, la mujer que no avanza dos pasos sin detenerse a charlar con el conocido de acá a la vuelta, la chica del edificio de al lado, la amiga de la otra cuadra.


Ella fue la que, durante una épica jornada de corte de luz y cuasi piquete vecinal, les trajo empanadas a los operarios que se desgañitaban por encontrar los cables averiados, no fuera a ser cosa que los pobres se quedaran sin cenar.
Zully es la dueña de la sonrisa más luminosa de las calles México, Loria y alrededores. Por eso no me sorprendí el día en que, con las risas de siempre, me contó que estaba un poco apurada, que no quería llegar tarde a la escuela Martina Silva de Gurruchaga, unas cuadras más allá, sobre la avenida Boedo. Que la esperaban sus compañeros y la profesora ("una genia, nos tiene una paciencia de locos"). Sí, varios años después de la jubilación, había vuelto a las aulas.
No me costó imaginarla en clase, meta tipeo y monitor, rodeada de alumnos de su edad o poco más, ingresando en los misterios de Internet y disfrutando como una adolescente.
Pero sí me sorprendí cuando, días después, me contó algunas cosas más. Supe que al menos dos veces en su vida -no una, dos- quiso bajar la persiana, decir adiós, terminar.
Dos veces en la vida Zully deseó, simple y llanamente, morir.
Una fue a mediados de la década del 70, cuando, tras un accidente automovilístico, su marido "faltó". De un día para otro, la chica nacida y criada en La Pampa, madre muy joven de tres niños, se descubrió en medio de la ciudad de Buenos Aires sola. Viuda.


"Ahí me di cuenta de que nunca hay que dejar de estudiar", me dice. Y vuelve a recordar esos días terribles, cuando el hombre que para ella "era todo" ya no estaba, la fiesta de egresadas del secundario quedaba muy atrás y un camión con acoplado estrellado contra un auto hacía trizas también el blando sueño de ser una feliz y convencional ama de casa.
Primero fue la bruma. Luego, encerrarse en su cuarto, llorar hasta quedar sin lágrimas. Y salir entera. Zully se arremangó, buscó trabajo, aprendió los códigos de una nueva vida. Remontó la cuesta sin mirar (o mirar poco) atrás.
La segunda vez fue el año pasado. Ya había empezado su adorado curso de computación. Una noche, al regresar de la escuela, recibió la acostumbrada llamada de su hija mayor. "¿Volviste del jardín?", sonó del otro lado del teléfono: así, entre cariñosa y risueña, había bautizado el regreso a las aulas de su mamá.
Hablaron un rato, se despidieron hasta la mañana siguiente. Pero el día después fue su otra hija la que se acercó a verla. Demudada, con ese sin palabras con que se dan ciertas noticias, se lo dijo. La hermana ya no estaba. Muerte súbita.
De golpe, Zully supo que nunca más volvería a escuchar un "¿volviste del jardín?" de labios del ser que la había convertido en madre por primera vez.
"No lo podía entender", cuenta ahora con el dolor temblando en cada palabra. Entonces, nuevamente: llorar todas las lágrimas, morder toda la furia, el desconcierto, la devastación. Aceptar el sinsentido, salir adelante.


Zully siguió viviendo. Volvió a sonreír. Regresó a clase. "Me falta todo por aprender", comenta. Me muestra la agenda con los nombres de sus compañeros de curso. Cuenta que, desde las máquinas de la escuela, habló con su hijo, que vive en los Estados Unidos. "¿Sabés qué? -me dice-. De una manera u otra, siempre hubo gente que me ayudó. Toda mi vida."
Se declara agradecida, tan agradecida. Y se la ve tan pletórica de lazos, tan cobijada en el amor. Tan sencillo y sabio que puede ser todo.

D. F. I.

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