Cómo transformar la locura en arte: el relato de Yayoi Kusama
Un libro revela facetas inquietantes de la artista japonesa internada en un psiquiátrico que produce obras millonarias y es celebrada con muestras en todo el mundo
Celina Chatruc
Las violetas comenzaron a hablarle un día de 1941, mientras ella dibujaba en los terrenos donde su familia recolectaba semillas para los invernaderos. Yayoi Kusama alzó la vista de su cuaderno y vio que las flores tenían expresiones faciales parecidas a las de los humanos. Las voces crecieron en número y en volumen, hasta que la aturdieron.
“¿Qué está pasando?”, se preguntaba aquella adolescente mientras corría aterrorizada hacia su casa, perseguida por un perro que también le hablaba. “Pálida y temblorosa, me hice un hueco en el interior de un armario y cerré la puerta, y solo entonces fui capaz de respirar”, recuerda la artista japonesa en La red infinita, autobiografía publicada este año por Ediciones B.
Aquella alucinación sería la primera de muchas, que Kusama transformó en arte. “Estaba en un mundo al margen –explica en el libro–, y dibujaba para poder documentar todo lo que veía allí”. Décadas más tarde se internaría en un psiquiátrico en Tokio, donde fundó su propio museo, en 2017. Desde ese encierro voluntario produjo obras como la calabaza gigante que pintó en 2013, y que en noviembre último se vendió en Christie’s por el equivalente a ocho millones de dólares.
Una cifra récord para la mujer que ahora, a los 93 años, puede ver cómo la Tate de Londres extiende hasta 2023 Infinity Mirror Rooms, su muestra de instalaciones inmersivas pioneras, ante la “abrumado“¡Qué ra demanda del público”. Durante 2021, esa muestra coincidió con una retrospectiva en el museo Gropius Bau, en Berlín, y con otra de esculturas en el Jardín Botánico de Nueva York. En 2013 protagonizó en Buenos Aires Obsesión infinita, exposición que se ubicó durante años como la más visitada del Malba.
Claro que no fue fácil llegar hasta este punto en su carrera. El “ambiente opresivo” en el que dice haber crecido Kusama estuvo marcado entre otras cosas por las constantes infidelidades de su padre –quien accedió a adoptar el apellido de su esposa al casarse– y el fuerte temperamento de su madre. Esta última no solo enviaba a la pequeña Yayoi a seguir a su padre a las casas de prostitución y los barrios de geishas para luego informarle, sino que además se opuso con uñas y dientes a que su hija desarrollara su vocación artística.
“A veces, cuando me descubría pintando, me volcaba la mesa o me arrancaba los lienzos y los tiraba a la basura”, recuerda sobre su progenitora, quien llegó a decirle que ojalá hubiera muerto. Eso fue cuando ganó fama global por las orgías que organizaba en Nueva York, a donde llegó tras ocho años de insistir en que la dejara salir de Japón.
La primera batalla ganada fue cuando su madre accedió, en 1948, a que Yayoi estudiara artes y oficios en Kioto. Durante casi dos años vivió en la casa de un poeta de haikus, donde se sintió atraída por el “sólido equilibrio espiritual” de las calabazas y comenzó a pintarlas en cuadros realistas. También fue decisiva en su carrera la revelación que tuvo poco después del final de la Segunda Guerra Mundial en una librería de viejo de Matsumoto, la ciudad donde nació. Encontró allí un libro dedicado a la obra de Georgia O’Keeffe, y sintió que la “madre del modernismo americano” podría ayudarla a concretar su sueño de vivir y crear en Estados Unidos. Así que le escribió una carta... y recibió una respuesta.
“Crear mi propio futuro”
La correspondencia continuó hasta que llegó a Seattle, en noviembre de 1957, sin saber hablar inglés. Llevaba dibujos, pinturas y kimonos para vender, y unos pocos miles de dólares escondidos en su vestido y sus zapatos. Un mes más tarde, la Dusanne Gallery presentaba su primera muestra individual en Estados Unidos. “Deseaba crear mi propio futuro –explica en el libro–. Quería iniciar una revolución, utilizar el arte para construir el tipo de sociedad que yo misma imaginaba. A la vez, mi obra era un medio para curarme de mi enfermedad psicosomática”.
Una cifra récord para la mujer que ahora, a los 93 años, puede ver cómo la Tate de Londres extiende hasta 2023 Infinity Mirror Rooms, su muestra de instalaciones inmersivas pioneras, ante la “abrumado“¡Qué ra demanda del público”. Durante 2021, esa muestra coincidió con una retrospectiva en el museo Gropius Bau, en Berlín, y con otra de esculturas en el Jardín Botánico de Nueva York. En 2013 protagonizó en Buenos Aires Obsesión infinita, exposición que se ubicó durante años como la más visitada del Malba.
Claro que no fue fácil llegar hasta este punto en su carrera. El “ambiente opresivo” en el que dice haber crecido Kusama estuvo marcado entre otras cosas por las constantes infidelidades de su padre –quien accedió a adoptar el apellido de su esposa al casarse– y el fuerte temperamento de su madre. Esta última no solo enviaba a la pequeña Yayoi a seguir a su padre a las casas de prostitución y los barrios de geishas para luego informarle, sino que además se opuso con uñas y dientes a que su hija desarrollara su vocación artística.
“A veces, cuando me descubría pintando, me volcaba la mesa o me arrancaba los lienzos y los tiraba a la basura”, recuerda sobre su progenitora, quien llegó a decirle que ojalá hubiera muerto. Eso fue cuando ganó fama global por las orgías que organizaba en Nueva York, a donde llegó tras ocho años de insistir en que la dejara salir de Japón.
La primera batalla ganada fue cuando su madre accedió, en 1948, a que Yayoi estudiara artes y oficios en Kioto. Durante casi dos años vivió en la casa de un poeta de haikus, donde se sintió atraída por el “sólido equilibrio espiritual” de las calabazas y comenzó a pintarlas en cuadros realistas. También fue decisiva en su carrera la revelación que tuvo poco después del final de la Segunda Guerra Mundial en una librería de viejo de Matsumoto, la ciudad donde nació. Encontró allí un libro dedicado a la obra de Georgia O’Keeffe, y sintió que la “madre del modernismo americano” podría ayudarla a concretar su sueño de vivir y crear en Estados Unidos. Así que le escribió una carta... y recibió una respuesta.
“Crear mi propio futuro”
La correspondencia continuó hasta que llegó a Seattle, en noviembre de 1957, sin saber hablar inglés. Llevaba dibujos, pinturas y kimonos para vender, y unos pocos miles de dólares escondidos en su vestido y sus zapatos. Un mes más tarde, la Dusanne Gallery presentaba su primera muestra individual en Estados Unidos. “Deseaba crear mi propio futuro –explica en el libro–. Quería iniciar una revolución, utilizar el arte para construir el tipo de sociedad que yo misma imaginaba. A la vez, mi obra era un medio para curarme de mi enfermedad psicosomática”.
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Las alucinaciones, sin embargo, empeoraron al llegar a Nueva York. Una ciudad que parecía entonces “un infierno en la tierra”, ya que pronto conoció el insomnio, el frío y el hambre. “Yayoi, ¿estás bien?”, le preguntaban preocupados sus amigos, al verla pintar siempre lo mismo: comenzaba con las redes sobre una tela y continuaba sobre la mesa, el suelo y su propio cuerpo. En el hospital al que llegaba con frecuentes ataques de pánico le aconsejaron buscar ayuda psiquiátrica. “Pero lo que hice fue seguir pintando como una loca –reconoce–. Incluso comer pasó a un segundo plano”.
Cuando ya tenía la visa vencida, el esfuerzo comenzó a rendir sus frutos. Monocromo obsesivo se tituló la muestra individual con la que sorprendió a fines de 1959 en la Brata Gallery de Manhattan. Eran apenas cinco obras de gran formato, que representaban redes infinitas en blanco y negro, sin punto central fijo. “Estaba haciendo público un manifiesto –explica hoy– en el que afirmaba que todo –yo misma, los demás, el universo entero– iba a quedar obliterado por unas redes blancas de vaciedad que conectaban acumulaciones astronómicas de puntos”.
A las redes siguieron los lunares que se convertirían en un sello de su identidad artística, con los que cubrió su cuerpo desnudo y los de otros para fundir forma y fondo. Y a principios de la lisérgica década de 1960 se multiplicaron las formas fálicas en las “esculturas blandas” con las que comenzó a crear instalaciones. Según ella, tanto Claes Oldenburg como Andy Warhol se apropiaron de un par de ideas suyas.
es esto, Yayoi! ¡Es fantástico!”, asegura que comentó el rey del arte pop al ver el bote que había cubierto con penes de tela, presentado en un cuarto empapelado con 999 grandes fotografías de esa inquietante imagen. Años después, su famoso colega empapelaría el techo y las paredes de la galería Leo Castelli con pósteres serigrafiados con la cabeza de una vaca. “Se trataba de una clarísima apropiación o imitación de mi Thousand Boats Show”, escribe Kusama al referirse a aquella muestra de Warhol. “Éramos como los cabecillas de dos bandas rivales –agrega–, dos enemigos a bordo de un mismo barco”.
¿Por qué esa obsesión con los falos? Yayoi confiesa haber presenciado un acto sexual “cuando aún no había aprendido a caminar”, y desde entonces asoció el tema con algo sucio. “Comencé a hacer penes con el fin de curar mi sentimiento de asco hacia el sexo –explica–. Reproducir aquellos objetos una y otra vez era mi manera de vencer el miedo”. Un pánico similar provocado por alimentos “producidos por máquinas” derivó en la creación de obras cubiertas por macarrones.
En la segunda mitad de la década de 1960 realizó algunas de sus obras más célebres. Como Infinity Mirror Rooms: campo de falos (1965) y Endless Love Show (1966), en las cuales los espejos amplificaban la sensación de espacio infinito. Las superficies espejadas también impactaron en Narcissus Garden, acción que realizó en la Bienal de Venecia de 1966 sin haber sido invitada, con la ayuda clave del rosarino Lucio Fontana. Poco después llegaron los happenings con orgías en público, que llamaron la atención de los medios –y de la policía– y la convirtieron en una gurú para los hippies. Se presentó incluso como la “sacerdotisa de los lunares” cuando celebró una boda homosexual, en 1968.
El éxito llegó a tal punto que a fines de la década fundó compañías comerciales dedicadas a la producción de happenings, de la moda que ella misma diseñaba y fabricaba –estampadas con lunares, claro–, de filmaciones y de emprendimientos como el Nude Studio –donde se animaba al público “a desnudarse y pintarse los unos a los otros”–, el club homosexual KOK o la Kusama Sex Company, donde se celebraban fiestas de sexo grupal. “La mayoría de los participantes eran hombres de negocios”, asegura Kusama, que se limitaba a observar.
“Yo no tenía el menor interés en las drogas ni en el lesbianismo, ni de hecho en ninguna clase de sexo”, aclara la artista, que mantuvo una relación platónica con Joseph Cornell. “Mi papel consistía en ir dándole pequeños empujoncitos a la gente para llevarla a una revolución sexual, y hacerlo a base de proporcionarle un espacio y una oportunidad de disfrutar del sexo libre. Al posibilitar esos encuentros, yo actuaba más bien como productora y directora”.
Ya de regreso en Japón, en 1973, las alucinaciones regresaron con fuerza. Dos años más tarde se internó en forma voluntaria en un hospital de Tokio, frente al cual tiene su estudio. Por la noche se dedica a escribir. Ambas formas de expresión, dice, “ofrecen métodos para descubrir nuevos territorios de la mente”.
Las alucinaciones, sin embargo, empeoraron al llegar a Nueva York. Una ciudad que parecía entonces “un infierno en la tierra”, ya que pronto conoció el insomnio, el frío y el hambre. “Yayoi, ¿estás bien?”, le preguntaban preocupados sus amigos, al verla pintar siempre lo mismo: comenzaba con las redes sobre una tela y continuaba sobre la mesa, el suelo y su propio cuerpo. En el hospital al que llegaba con frecuentes ataques de pánico le aconsejaron buscar ayuda psiquiátrica. “Pero lo que hice fue seguir pintando como una loca –reconoce–. Incluso comer pasó a un segundo plano”.
Cuando ya tenía la visa vencida, el esfuerzo comenzó a rendir sus frutos. Monocromo obsesivo se tituló la muestra individual con la que sorprendió a fines de 1959 en la Brata Gallery de Manhattan. Eran apenas cinco obras de gran formato, que representaban redes infinitas en blanco y negro, sin punto central fijo. “Estaba haciendo público un manifiesto –explica hoy– en el que afirmaba que todo –yo misma, los demás, el universo entero– iba a quedar obliterado por unas redes blancas de vaciedad que conectaban acumulaciones astronómicas de puntos”.
A las redes siguieron los lunares que se convertirían en un sello de su identidad artística, con los que cubrió su cuerpo desnudo y los de otros para fundir forma y fondo. Y a principios de la lisérgica década de 1960 se multiplicaron las formas fálicas en las “esculturas blandas” con las que comenzó a crear instalaciones. Según ella, tanto Claes Oldenburg como Andy Warhol se apropiaron de un par de ideas suyas.
es esto, Yayoi! ¡Es fantástico!”, asegura que comentó el rey del arte pop al ver el bote que había cubierto con penes de tela, presentado en un cuarto empapelado con 999 grandes fotografías de esa inquietante imagen. Años después, su famoso colega empapelaría el techo y las paredes de la galería Leo Castelli con pósteres serigrafiados con la cabeza de una vaca. “Se trataba de una clarísima apropiación o imitación de mi Thousand Boats Show”, escribe Kusama al referirse a aquella muestra de Warhol. “Éramos como los cabecillas de dos bandas rivales –agrega–, dos enemigos a bordo de un mismo barco”.
¿Por qué esa obsesión con los falos? Yayoi confiesa haber presenciado un acto sexual “cuando aún no había aprendido a caminar”, y desde entonces asoció el tema con algo sucio. “Comencé a hacer penes con el fin de curar mi sentimiento de asco hacia el sexo –explica–. Reproducir aquellos objetos una y otra vez era mi manera de vencer el miedo”. Un pánico similar provocado por alimentos “producidos por máquinas” derivó en la creación de obras cubiertas por macarrones.
En la segunda mitad de la década de 1960 realizó algunas de sus obras más célebres. Como Infinity Mirror Rooms: campo de falos (1965) y Endless Love Show (1966), en las cuales los espejos amplificaban la sensación de espacio infinito. Las superficies espejadas también impactaron en Narcissus Garden, acción que realizó en la Bienal de Venecia de 1966 sin haber sido invitada, con la ayuda clave del rosarino Lucio Fontana. Poco después llegaron los happenings con orgías en público, que llamaron la atención de los medios –y de la policía– y la convirtieron en una gurú para los hippies. Se presentó incluso como la “sacerdotisa de los lunares” cuando celebró una boda homosexual, en 1968.
El éxito llegó a tal punto que a fines de la década fundó compañías comerciales dedicadas a la producción de happenings, de la moda que ella misma diseñaba y fabricaba –estampadas con lunares, claro–, de filmaciones y de emprendimientos como el Nude Studio –donde se animaba al público “a desnudarse y pintarse los unos a los otros”–, el club homosexual KOK o la Kusama Sex Company, donde se celebraban fiestas de sexo grupal. “La mayoría de los participantes eran hombres de negocios”, asegura Kusama, que se limitaba a observar.
“Yo no tenía el menor interés en las drogas ni en el lesbianismo, ni de hecho en ninguna clase de sexo”, aclara la artista, que mantuvo una relación platónica con Joseph Cornell. “Mi papel consistía en ir dándole pequeños empujoncitos a la gente para llevarla a una revolución sexual, y hacerlo a base de proporcionarle un espacio y una oportunidad de disfrutar del sexo libre. Al posibilitar esos encuentros, yo actuaba más bien como productora y directora”.
Ya de regreso en Japón, en 1973, las alucinaciones regresaron con fuerza. Dos años más tarde se internó en forma voluntaria en un hospital de Tokio, frente al cual tiene su estudio. Por la noche se dedica a escribir. Ambas formas de expresión, dice, “ofrecen métodos para descubrir nuevos territorios de la mente”.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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