martes, 1 de noviembre de 2022

AL MARGEN


La trampa mortal del país “ni-ni”
— por Héctor M. Guyot
La semana empezó con imágenes de las filas de aquellos que aspiraban al bono para indigentes frente a las sucursales de la Anses. En esas largas colas, que se repitieron en distintas ciudades del país, el frío de las estadísticas adquiría un rostro. O varios, ya que había desde jóvenes que ni trabajaban ni estudiaban hasta adultos que a duras penas sobrevivían con changas esporádicas, algunos de ellos con familia o personas a cargo. Aunque los igualaba el hecho de que no recibían ningún ingreso fijo, ni estatal ni privado, se percibía entre ellos distintas actitudes ante la adversidad. Muchos habían tenido un empleo o un oficio, y expresaban el sentimiento de humillación con el que se apuntaban a esa ayuda que, de obtenerla, no les alcanzaría para mucho. En contraste con gente mayor que salía a diario a buscar el mango, aunque más no fuera con el cartoneo, sorprendía la resignada pasividad de jóvenes sin actividad que, según declaraban, no estaban buscando trabajo. Jóvenes que asumían con naturalidad su condición de virtuales excluidos de todo y a los que esa cola parecía haberles dado, al menos durante esa mañana, un propósito.
En ellos se ve reflejado el drama de esa legión a los que un sistema perverso les ha sustraído la posibilidad de una vida con proyectos, de superación, una vida en que la perspectiva de un horizonte invita al desarrollo de las potencialidades que todo ser humano tiene. Tanto como la dádiva, la falta de futuro mata el contacto de la persona con sus propios deseos y la condena a la precariedad de un presente en el que apenas se sobrevive. A una vida que no es vida.
Los jóvenes “ni-ni”, a los que el lenguaje define por sus carencias y desprovistos de atributos, son el fruto amargo de décadas de un sistema político y económico que no solo los relegó a la pobreza, sino que les robó cuotas esenciales de autonomía para convertirlos en rehenes de quienes se benefician de él. La matriz corporativa de un Estado saqueado por la puja permanente de intereses no solo condenó a estos jóvenes a su condición actual. También les impide, a aquellos que lo intentan, progresar en base a su esfuerzo. Porque el sistema, sembrado de privilegios y medidas distorsivas en favor de una elite siempre próspera, ha destruido también la fuerza productiva del país. Mientras casi la mitad de la población recibe subsidios crecidos al calor del clientelismo, hoy se trabaja por sueldos de hambre.
Las distorsiones se profundizaron durante el kirchnerismo, etapa en que las elites desplegaron una voracidad sin precedente y el Estado se lumpenizó. La causa de los cuadernos, que involucra a políticos y empresarios, exhibe cómo los procedimientos siempre oscuros del corporativismo local derivaron en prácticas directamente mafiosas. Las luchas internas a balazo limpio y cuchillazos que por estos días protagoniza el sindicalismo muestran también hasta dónde son capaces de llegar los conocidos de siempre por preservar tajadas de una torta cada vez más exigua. Y todo, por supuesto, a costa del conjunto.
¿Cómo se desmonta un sistema que se ha fortalecido durante décadas? En la Argentina, cada distorsión beneficia un interés particular. Y, ya lo vivimos, cada intento de sanear la esfera pública afrontará ataques feroces revestidos de falsa retórica. “Toda la sociedad argentina se encuentra parcelada en grandes o pequeños territorios de privilegio. Dicho de otra forma: toda la sociedad se encuentra comprometida con el statu quo y todas las actividades deberían modificarse en alguna medida para que el progreso sea posible”, escribió Jorge Bustamante hace 35 años en La república corporativa, libro que acaba de reeditarse y cuya vigencia se ha acrecentado con el tiempo. Revertir la inercia no será fácil. Pero, si queremos salir de la trampa del país “ni-ni”, no parece haber otro camino. El mismo Estado que nos trajo hasta aquí tiene que desandar el recorrido. De lo contrario, el sistema se tragará cualquier proyecto político virtuoso.
Al margen de nuestro problema atávico, todo el mundo del trabajo se ve hoy sacudido por los cambios culturales que impone la revolución tecnológica. “Temo un mundo en que los trabajadores se vean obligados a hacer sus tareas de manera parecida a la de las máquinas”, dijo la filósofa estadounidense Shannon Vallor, que estudia las implicancias éticas de la tecnología digital. Tal vez ese futuro que avizora la experta no esté tan lejos. Acaso ya estemos inmersos en él, aunque sin el tiempo suficiente como para advertirlo, demandados por tareas que se desbordan sobre los necesarios espacios de ocio, descanso o introspección, hoy en franca retirada. Al calor de las pantallas, en la hiperconexión, el trabajo va camino de adueñarse de la totalidad de la vida, alienándonos en una productividad maquinal y sin sentido.
Pero este es un problema de los que tienen trabajo. De los que viven en el siglo XXI. La otra mitad, aquella dependiente de los planes, la que no encuentra o no busca trabajo, la de las colas frente a la Anses, padece de manera más brutal los males del país retrógrado que quedó varado en la mitad del siglo pasado y está cada vez más hundido.
La causa de los cuadernos, que juzga a políticos y empresarios, exhibe cómo los procedimientos oscuros del corporativismo local derivaron en prácticas mafiosas

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