Vargas Llosa retrata un “Quijote” de América que enloquece al escribir un libro
En su nueva novela, Le dedico mi silencio, el premio Nobel narra una historia ambientada en su Perú natal con un protagonista que soñó un país unido por la música
Con Le dedico mi silencio, el premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa hace un doble gesto literario: regresa a la novela y, al mismo tiempo, se despide del género que tanto ha transitado y que le valió el galardón internacional más prestigioso.
La despedida no es metafórica: el propio autor reconoció que el título que Alfaguara publicará simultáneamente en todos los territorios de habla hispana la semana próxima es su última incursión en la ficción. Ahora, anunció, se concentrará en los ensayos y ya prepara uno sobre Jean Paul Sartre, a quien considera un maestro. Claro que la decisión no implica un retiro de la literatura, confirmaron a desde
su entorno.
Ambientada en su Perú natal, a principios de la década de los noventa, en plena ofensiva terrorista de Sendero Luminoso, Le dedico mi silencio narra la historia de un hombre que soñó un país unido por la música y enloquece al proponerse escribir un libro perfecto que cuente esa hazaña. En su estructura confluyen técnicas de la ficción y el ensayo al abordar un tema que obsesiona al autor desde hace años: la utopía, en este caso, de una utopía cultural con la música peruana como núcleo y pretexto. El protagonista, Toño Azpilcueta, es una especie de Quijote del continente americano.

Escribe el Nobel: “Toño Azpilcueta era un erudito en la música criolla –toda ella, la costeña, la serrana y hasta la amazónica–, a la que había dedicado su vida. El único reconocimiento que había obtenido, dinero no, por descontado, era HAMADRID.– berse convertido, sobre todo desde la muerte del profesor Morones, el gran puneño, en el mejor conocedor de música peruana que existía en el país”. Y luego agrega: “Después de la muerte del profesor Morones, él se convirtió en el ‘intelectual’ que más sabía (y más escribía) sobre la música y los bailes que componían el folclore nacional”.
Sobre el final del primer capítulo (un adelanto exclusivo de lanacion. com), Toño hace un descubrimiento que le cambia, literalmente, la vida: se llama Lalo Molfino y es “el mejor guitarrista del Perú y acaso del mundo”.
Así, el “Quijote” americano empieza a soñar con la música criolla como el mejor (o, tal vez, el único) camino para provocar una revolución social, de derribar prejuicios y barreras raciales para unir al país (fracturado y asolado por la violencia terrorista) en un abrazo fraterno y mestizo. Y se propone también escribir un libro para contar la historia de la música criolla y del descubrimiento de ese músico extraordinario.
Así empieza Le dedico mi silencio
Fragmento del primer capítulo, que puede leerse entero en lanacion.com
“¿Para qué lo habría llamado ese miembro de la élite intelectual del Perú, José Durand Flores? Le habían dado el recado en la pulpería de su amigo Collau, que era también un quiosco de revistas y periódicos, y él llamó a su vez pero nadie contestó el teléfono. Collau ledijoqueelavisolohabíarecibido su hija Mariquita, de pocos años, y que quizás no había entendido los números; ya volverían a telefonear. Entonces comenzaron a perturbar a Toño esos animalitos obscenos que, decía él, lo perseguían desde su más tierna infancia.
¿Para qué lo había llamado? No lo conocía personalmente, pero Toño Azpilcueta sabía quién era José Durand Flores. Un escritor reconocido, es decir, alguien a quien Toño admiraba y detestaba a la vez pues estaba allá arriba y era mencionado con los adjetivos de ‘ilustre letrado’ y ‘célebre crítico’, los acostumbrados elogios que tan fácilmente se ganaban los intelectuales que en este país pertenecían a eso que Toño Azpilcueta denominaba ‘la élite’. ¿Qué había hecho hasta ahora ese personaje? Había vivido en México, por supuesto, y nada menos que Alfonso Reyes, ensayista, poeta, erudito, diplomático y director del Colegio de México, le había prologado su célebre antología
Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes, que le editaron allá. Se decía que era un experto en el Inca Garcilaso de la Vega, cuya biblioteca había alcanzado a reproducir en su casa o en algún archivo universitario. Era bastante, por supuesto, pero tampoco mucho, y, a fin de cuentas, casi nada. Volvió a llamar y tampoco le contestaron. Ahora, ellos, los roedores, estaban ahí y seguían moviéndose por todo su cuerpo, como cada vez que se sentía excitado, nervioso o impaciente”.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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