Amo el silencio. Desde que recuerdo, desde niño, he dedicado muchas horas a estudiarlo. Quiero decir, a escucharlo. He descubierto que adopta mil formas y que es en realidad muy difícil encontrar siquiera un instante de verdadero, absoluto silencio. Sería ése, tal vez, un hallazgo aterrador.
A los veintipocos leí la novela El silenciero, que de inmediato se convirtió en una de mis favoritas. Me crucé varias veces con Antonio Di Benedetto en los pasillos , en los últimos años de su vida, pero nunca me atreví a decirle cuánto me había identificado con ese libro suyo. Ignoro si fue timidez o si me pareció más adecuado, en ese caso, guardar silencio y ofrecerle una sonrisa de admiración y gratitud.
No es ausencia de sonido. Ni es presencia de sonido. El silencio tiene su propia sustancia aterciopelada, y existe sólo en la medida en que escuchemos bien lejos y bien hondo. Es, pues, una paradoja.
Inevitablemente, la madrugada es el hábitat de los cazadores del silencio. Durante años me acosté muy tarde, práctica para nada inusual entre los que trabajamos en matutinos, y así, en mi cama, sumido en la calma del barrio, oía cómo la inmensa Buenos Aires se ponía en marcha. El levísimo rumor -tejido de pasos y motores y trenes y voces y barcos y sirenas- crecía palpable, pero informe, como el desperezarse de un leviatán, y ese murmullo creciente me arrullaba hasta que me dormía. Ocurría cada día, exactamente a las mismas horas. Cada día, excepto los domingos y feriados.

Hubo una mañana, sin embargo, en que noté que la ciudad no se despertaba. Desde mi cama, vi, a través de las persianas del antiguo caserón, que empezaba a clarear. Hacía rato que Buenos Aires tendría que haberse dejado oír. Salí al patio. Presté atención. Nada. Detrás de los escandalosos gorriones y de algún ladrido remoto no había nada. Fue un lunes o un miércoles o un jueves, pero sonaba como un domingo. Cuando entendí lo que pasaba, di un paso atrás, espantado. Era 2002 y atravesábamos lo más oscuro de la crisis que se había iniciado el año anterior. No era silencio. Era estado de coma.
Hace poco me mudé lejos de la ciudad. Verifiqué entonces una antigua sospecha. El silencio, como el tiempo, es relativo. En el aparentemente callado barrio porteño, el zumbido de las computadoras en mi estudio no llegaba a oírse. En mi nueva casa parece ensordecedor.
Fascinado, dediqué muchas horas a descifrar esta nueva clase de silencio, más profundo, hasta cierto punto insondable, pero de ninguna manera despoblado. Existe un sinnúmero de equívocos al respecto. Es cierto, en el campo hay menos ruido que en la ciudad. Pero ese silencio es más amplio y más puro. Es también sinfónico. En primavera, el orfeón monumental de las ranas arranca al crepúsculo. El croar lo impregna todo, sin fisuras, como una metáfora de la vida, y su tenacidad revela la dimensión cósmica de ese silencio.

En algún momento, hacia la medianoche, se produce una tregua. No dura mucho. Aquí y allá los teros persiguen sus recelos y, en el agua, chapotean coipos y peces. A eso de las 4, el zorzal se pone a deletrear su frase milenaria, una que los insomnes conocemos de memoria. Llenará el aire con su llamado insolente hasta las primeras luces, cuando el resto de los volátiles sumen sus voces de variedad incontable. Me imagino a veces que ese gran canto es como una ola mansa que recorre el planeta acompañando desde siempre la línea del amanecer.
En verano, a la hora del bochorno, antes de que lleguen las cigarras, cuando todo parece quieto y los gatos y los perros duermen sus siestas envidiables, me quedo inmóvil, casi sin respirar, cierro los ojos y trato de oírlo, de oír el silencio. Sé que está ahí, en alguna parte, en todas partes, detrás de los suspiros pausados y de la tenue brisa de las casuarinas, pero se me escapa. Descubro entonces, una vez más, por qué me atrae tanto. Porque -lo vio claro Yeats- el hombre ama y ama lo que desaparece.
A. T.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.