martes, 20 de febrero de 2018

LOS VALENTINES DE LANATA


San Valentín: el amor según Lanata
Leyó un articulo sobre el amor que publicó hace varios años en la revista “Ego”, de la cual fue creador y director.
Después de los veintipico, ya nadie tiene “novia”. El problema son las representaciones.

“Ella es”…
Entre mis lejanos treinta y los cada vez más malditamente cercanos cuarenta, he escuchado todo tipo de variantes para el incómodo momento de la presentación en sociedad.
-“Ella es mi chica…”
-“Ella es mi mujer…”
“Ella es ella…”
-“Ella se ofendió por lo que dije…”
-“Ella dice que no es de nadie, y menos de un cerdo machista como yo…”
Hay también quienes en ese momento tosen, o se agachan a buscar un papelito, o sólo sonríen y entonces la presentación deviene en mímica festiva, y uno le reza a San Marcel Marceau.
Olvidaba la variante semántica “progrefeministaigualitaria”, muy utilizada en estos casos:
-“Ella es mi pareja (puede pronunciarse “pareja” o “paraja”, con cierto énfasis en la jota y una ‘ae’ fonética).
Reconozco lo deliberado de la omisión: esa palabra siempre me sonó a documental de Animal Channel:
-“Ahora vemos como la joven pareja de primates parte hacia la sabana en busca de sustento…”
Nadie podría, tampoco, llamarla ‘prometida’, ya que, como todo el mundo sabe, una “prometida”, “aparta el carro”, entra a la casa y “abre la nevera” buscando una cerveza. En homenaje al buen gusto y a efectos del diálogo, permítaseme evitar los ejemplos del tipo “media naranja”, “mi mas que amiga”, “cuchi-cuchi” y otro tipo de onomatopeyas acompañadas del consiguiente codazo cómplice.
Pero, y entonces, ¿quién es ella?
Es probable que ese molesto escozor que produce la palabra novia en los tipos de mi generación (psicólogos abstenerse, ya dijimos) refiera a una especie de melancolía de rol, a lo que fuimos alguna vez, cuando fuimos novios.

Las confesiones
Hubo un tiempo en el que no sólo no sabíamos el significado de la palabra novios, sino que ni siquiera nos animábamos a pronunciarla en voz alta. Yo viví durante la primaria dos largos amores secretos y no fue sino hasta veinte años después cuando aquellas dos chicas se enteraron. De haberlo sabido entonces, me hubiera muerto de vergüenza: mi amor por cada una de ellas fue tan grande que ni mis amigos ni mi perro (con quien alguna vez hablé durante situaciones críticas, sentados los dos en la escalera) pudieron enterarse.
Yo estaba en el jardín y escribí el nombre de Alicia, mi enamorada, en una de las reglas que llevaba en mi valija. Quiso la fatalidad que un día me la olvidara en el pupitre y me acusaran de habérsela robado.Yo trataba de sobrevivir a la escuela primaria cuando una tarde cerré la puerta de la calle y me olvidé de sacar mi dedo meñique a tiempo. De mi mano brotaba tanta sangre que no cabía en mi tanto dolor ni tanto miedo, entonces caminé, calmado, hasta el espejo del patio, me miré a los ojos y miré mi mano y mi dedo sin uña, y sólo pude pensar si Carmen iba a quererme con un dedo de menos.
También por aquellos años di con la dirección exacta de una casa en la que Alicia había vivido, cerca del Parque Domínico. Caminé durante un invierno cinco o seis veces las treinta cuadras que me separaban de aquella casa, sólo para poder sentir que alguna vez había vivido allí aquella chica que ahora tenía nueve o diez años y vivía en otro lado.
Pero claro, todo aquello estaba demasiado lejos de cualquier noviazgo, aunque tuvieran en común la espera, esa angustia que se instala en el pecho, las constantes adivinanzas sobre el destino (“Si ahora se da vuelta va a quererme”; “Si hoy es martes, si son las siete de la tarde, si quedamos en este bar. ¿Se habrá confundido? ¿Espero otra media hora?”; “Me parece a mi o me dio ese beso muy cerca de la boca?”; “¿Lo hago ahora o lo digo ahora?). En aquellos años estábamos convencidos de que el primer beso se daba con la boca y pasó mucho tiempo hasta que supiéramos que el primer beso se daba con los ojos. Si en aquellos años, por accidente, la mano de ella rozaba la mano nuestra, el calor podías sentirse y entonces ese accidente se transformaba en anécdota.
Pero aquellas novias eran secretas, y no había entonces amor posible y teníamos la única ventaja de no andar preguntándonos estas cosas.
Valentín ama a Julia

Doscientos setenta años después de Cristo la historia del noviazgo también fue el fruto de un secreto. En ese año, el emperador romano Claudio II publicó un edicto prohibiendo el matrimonio en Roma: la expansión del Imperio demandaba mas y mas soldados y ningún recién casado quería dejar a su familia para marchar a la guerra.
Valentín, el obispo cristiano de Interamma comenzó a casar parejas en secreto. Aquella iglesia clandestina, en la que nace el símbolo de los peces dibujados en las catacumbas, cargaba con la obligación legal de adorar a los doce dioses romanos y los ciudadanos que se acercaban a ella eran castigados con la muerte. Claudio ordenó el arresto de Valentín condenándolo a sufrir tres penas: el tormento, el apedreo y la decapitación. El Obispo sufrió las dos primeras haciendo homenaje al origen de su nombre: Valentín deriva de “valens”, palabra latina que refiere a la fuerza y el vigor.
Esperó la llegada de su hora en prisión cuando un carcelero se acercó a la celda con una chica ciega a la que presentó como su hija. Se llamaba Julia y Valentín le enseñó aritmética, religión e historia de Roma durante algunas semanas. Cuenta la leyenda que entonces Julia le preguntó a Valentín si Dios escuchaba las oraciones de todas las personas. Él le dijo que sí, y la chica le confesó entonces que ella pedía, cada mañana y cada noche, recuperar la vista y poder contemplar todo lo que el sacerdote le había enseñado. Julia recuperó la vista y pudo leer la carta que el Obispo le había dejado en la víspera de su muerte: “De tu Valentín”, decía la firma de su enamorado, el 14 de febrero del año 270. Fue enterrado en la actual iglesia Praxedes, en Roma.
En el año 496, el Papa Gelasio proclamó a San Valentín como patrono de los enamorados. La fiesta dejaba atrás una vieja costumbre romana en homenaje al Dios Lupercus: en la segunda semana de febrero se mezclaban en una caja los nombres de todas las adolescentes del lugar y los jóvenes sacaban al azar cada uno de ellos. El sorteo de las parejas ya había llegado también a los primeros pobladores de Inglaterra y Escocia, aunque en ese caso las oportunidades corrían parejas: también las chicas podían sacar su papel con el nombre del enamorado sorpresa. Gelasio decide que la fiesta de los novios, hasta entonces celebrada el 15 de febrero, se adelante un día, coincidiendo con la muerte del Santo. Los jóvenes que acudían al sorteo bautizan “mi Valentín” o “mi Valentina” a quien le ha tocado en suerte.
En el siglo XVI los pequeños papeles del sorteo se transforman en inmensas tarjetas de saludo dibujadas a mano, las “valentinas”, con su correspondiente Cupido, el querubín armado con flechas empapadas de una poción amorosa.

Recién el 14 de febrero de 1969 el calendario romano incluyó al día de San Valentín en la lista de fiestas oficiales. Para ese entonces ya habían pasado 56 años desde que Rodolfo Alfonso Raffaello Filiberto Guglielmi nacido en Castellaneta, Italia, llegara a Nueva York convertido en Rodolfo Valentino, Rudy, el Sheik, el primer seductor del cine, aquel sitio que los novios usaban para acariciarse en la penumbra de las butacas o para soñar en la pantalla. Y habían pasado también algunas décadas (cuatro, en verdad) del día en queAl Capone y Frank NItti decidieron eliminar a su competidor George Bugs Morán en la Matanza de San Valentín.
Desde entonces, aquel mártir cristiano que amaba el amor consagrándolo en secreto sufre la letanía del merchandising: para citar sólo un ejemplo, 750 millones de dólares se gastarán esta semana en España durante los festejos de San Valentín. Al sur del mundo esta fiesta llega un poco tarde, mezclada en el viento que atrajo a las relaciones carnales, Halloween y las series de humor liviano.
El día justo para que nosotros, los vergonzosos, tengamos la valentía de reconocer que tener novia no es una propiedad del diccionario, ni de las generaciones, sino del corazón. Valentía, después de todo, también debe provenir de Valentín.

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