martes, 27 de febrero de 2018

HABÍA UNA VEZ....EL AMOR


Errante.
Pero mi amor siempre está.
Proscripto de fronteras, relegado a la marcha, al sigilo y las palabras.
Hace ya muchos años, me cuesta contarlos o saber certeramente cuándo comenzó. Sucede que duermo en diferentes sitios a lo largo del año, cambiando de lugares, países, casas, hoteles, cada tres o cuatro noches. En mis casas hay un lenguaje muy repetitivo, como si regara mis espacios con un aura de mí, un almizcle de vida que subyuga la levedad y cautiva todos mis sentidos haciéndome sentir en paz. Las acuarelas, mis lápices, mis costureros. Mi guitarra, mis libros, mis camisones. Mis objetos variados, elementales, fundamentales y deliciosos, son las deidades que rigen mi hacer.
Me construí una vida nómada, un entretejido de diligencias que me lleva a posarme entre aeropuertos y autos, caminando entre tumultos para llegar. ¿A dónde? Adonde exista algo posible. A veces es difícil vislumbrar lo probable. Mismo en las noches muy oscuras siempre hay un momento en que descubrimos una luz; tenue, lejana, insignificante. Me acerco una y otra vez, se apaga, se vuelve a encender, la espero, la miro por delante, por detrás. Le hablo, le pido que se quede, busco su aliento.
Dicen que los marineros tienen un amor en cada puerto. Yo, mis casas; son mis pasiones, tibias, nutritivas, silenciosas, porque están erguidas siempre en lugares remotos bajo la tutela del silencio de bosques, montañas, valles. Siempre buscando la voz antigua, primaria, primitiva de la naturaleza. Soy propenso a la distancia. Es esencial a mi constitución, a mis ficciones.
Muchas mañanas cuando me despierto abro las ventanas de par en par. Es una forma, con la primera luz, de ponerle fin a la noche. Mi cuarto al amanecer está siempre desordenado, guarda los trazos del día anterior, y cuando vuelvo a meterme en la cama con una taza de café veo los libros que me acompañaron la víspera, la ropa tirada en el piso, mi humidor de habanos, las películas que vi.
El olor de ella en las sábanas, la almohada, la bañadera; al pasar mi mano recojo en mis dedos el aceite de su piel acariciando el blanco enlozado aún tibio de aguas de la tina; una mezcla de damasco y melón muy maduro. Lo pongo en mis labios y mi mente discurre: deseo y amor. Y entonces pesa, porque se fue. " Donde hay una herida hay contenido" (Roland Barthes). Aquellas laceraciones que despejan lo banal y nos llevan a la reflexión.

Ella, que muchas veces me acompaña en mis caminos nómadas, siempre antes del amanecer se da un baño y se va. Como si no pudiera empezar el día conmigo o sencillamente sus pies debieran salir en busca de vida. Lo respeto, siempre festejé la libertad, es el cimiento más estable del amor, nos condiciona a una unión longeva.
La distancia siempre fue una medida acertada para llegar al verdadero núcleo del otro. Todas las semillas obsequiadas como ofrendas o símbolos del vínculo parecen germinar en la lejanía, como si además fueran abarcadas por una magia que contiene el mismo vértigo de la lujuria, la comprensión o el arrebato.
El acto de estar juntos florece entre abrazos y conversaciones, pero es en la profundidad de la mirada sola, remota y dispar donde puede crecer un arraigo inquebrantable.
Como en mi memoria: papa y carne. Son históricas amantes y cuando siento que ya llevan demasiado tiempo separadas vuelvo a reunirlas, ya que la papa siempre le concede al jugo de la carne con mullidez y dulzura un espacio perfecto de afinidad.
Tengo la suerte de conocer a ambas tan íntimamente por tenerlas como imbatibles soldados del sabor, en los más diversos escenarios de cocinas y mesas.
Estos son mis amores, vivimos en un palacio de gracia y sueños donde las medidas se confunden con los viajes del silencio.

F. M.

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