viernes, 23 de marzo de 2018

LA PÁGINA DE ALFREDO SERRA


Un artículo de Alfredo Serra que retrata la vida de un personaje fundamental en la historia del judaísmo: el rey Salomón.


Salomón (1015–931 Antes de Cristo) fue el tercer y último monarca del reino unido de Israel. Justo y sabio, ejerció el poder en el vasto territorio de la Mesopotamia, entre los ríos Éufrates y Tigris, durante casi cuatro décadas (965 a 928). Etcétera…
Con perdón de los lectores, esta ficha de manual escolar poco y nada dice sobre la colosal figura del rey Salomón… de quien poco y nada se sabe, excepto tres cosas: que sus juicios eran salomónicos (Perogrullo), que ordenó partir en dos a un bebé, y que tenía fabulosas minas… según las diez películas que desde 1909 se han filmado acerca de ese tema.
Por cierto, no falta el bromista de barrio –o del centro– que dice: “Era un tipo con muchas minas“, aludiendo al sexo femenino. Pues bien: no se equivoca. El lunfardo lo ayuda: Salomón, según la Biblia y otros remotos escritos, tuvo un harén de… ¡setecientas mujeres! Suficiente para construir el mito de su sobrehumana virilidad…
Dicho esto, entremos en su vida, su poder, sus luces y sus sombras.
Segundo hijo del rey David y de su mujer, Betsabé, ocupó el trono antes de la muerte de su padre para destronar a su hermanastro Adonías, que se proclamó rey y lo pagó muy caro: con su vida, por orden de Salomón.
En vidas semejantes, pasados tres mil años, la verdad, la leyenda y la fábula se mezclan en torbellino. Al parecer, en un sueño, Jehová apareció ante Salomón y le preguntó: “¿Qué quieres que te dé? Y dijo Salomón: “Jehová, mi Dios, soy muy joven y no sé cómo gobernar. Por eso, dame sabiduría“.
Y respondió Jehová: “Porque has pedido sabiduría y no larga vida ni riquezas, te daré más sabiduría que a cualquiera que haya vivido hasta ahora, y además te daré riquezas y gloria“.
Y así fue. Político nato, dividió su territorio en doce distritos, cada uno con su jefe: una concepción moderna…, reforzada por ciudades–granero para almacenar provisiones. Eran tiempos de feroces guerras y ávidas invasiones y conquistas, pero Salomón fue todo lo contrario de un rey belicoso.
En cambio, sí un sagaz diplomático que selló tratados de intercambio con estados vecinos. Es verdad histórica que uno de ellos le permitió recibir enormes cantidades de madera –los famosos cedros del Líbano– para sus fastuosas construcciones.
En cuanto a su pacifismo, no era ingenuo. Protegió todas las entradas a su reino con fuertes guarniciones: tropas, carros, caballería, muros. Y se lanzó a una monumental obra pública con mano de obra esclava, del mismo modo en que los faraones levantaron las pirámides con sangre del pueblo judío…

El reino contrató arquitectos, albañiles, carpinteros, expertos en metales –abundaban las minas de cobre y hierro– y desde Fenicia, los más lujosos materiales imaginables, con un fin supremo: terminar su obra magna; el Templo de Jerusalén, para albergar “por los siglos de los siglos” el Arca de la Alianza, que guarda en su corazón los rollos de la Ley de Moisés.
Pero ese frenesí que levantó palacios deslumbrantes y expandió el comercio hebreo como nunca antes (en algún punto del Mar Rojo sus naves cargaron más de catorce mil kilos de oro), tocó fondo.
Salomón, llamado ya “el más rico de los reyes“, que exportaba minerales a los reinos de Arabia y Etiopía a cambio de oro, plata, marfil y asnos, y cobraba impuestos a las caravanas de camellos, por primera vez perdió el equilibrio de sus arcas. Y también el rigor religioso y moral, quebrando el primer mandamiento de la Ley de Dios al permitir en su reino el culto y la adoración de ídolos… “y cayendo él mismo en la idolatría“, según algunos escritos.
Y algo peor… “En la cúspide de su poder, y a raíz de las muy comunes alianzas matrimoniales entre familias reales, Salomón tomó esposas de los moabitas, amonitas, edomitas, sidonios y heteos, y erigió un harén de setecientas, legales, y trescientas concubinas, y construyó altares para otros dioses extraños“.
Con funestas consecuencias tardías: el rey Roboam, su hijo, cuya madre fue Naamah, hija de un faraón, sufrió la rebelión de diez de las doce tribus hebreas, y la división del territorio en dos reinos: Israel al norte, y Judá al sur… De pronto, el rey más poderoso, más justo y más sabio, había caído en hechizos, supersticiones, esoterismo. Pero, se dice que después de un sueño temible, lo iluminó la luz de la culpa y el arrepentimiento.
Y le dictó su obra más conmovedora: el Eclesiastés y su frase madre: “Vanidad de vanidades, y todo es vanidad“.
(Recuerdo personal. Dos veces, en otras tantas entrevistas, Abelardo Castillo me dijo: “Cuando quiero conocer las últimas novedades… ¡leo el Eclesiastés!”)
La otra, y eterna, es El Cantar de los Cantares. Su argumento es simple. Dos amantes, un joven pastor y una sulamita, obligados a separarse, se buscan con desesperación, proclaman su amor en conmovedores versos, se encuentran, vuelven a separarse, con la esperanza de que el amor siempre triunfa.
Pero semejante simplicidad, por siglos, atravesó todo tipo de interpretaciones. Una –acaso la mayor– la juzga una metáfora de la unión de Dios con su pueblo.
En la imaginación colectiva, Salomón es tentacular. En el libro Las mil noches y una noche –su título correcto– varios cuentos juran que tenía dotes de Gran Hechicero: poder que le permitió no sólo levantar un imperio; también atrapar a los demonios del desierto, los ifrit, y encerrarlos en vasijas selladas por toda la eternidad.
Se lo nombra en la Biblia, la Torah, el Corán y la Leyenda Áurea, obra medieval sobre cuanto arcano se sospecha. De su sello, el hexagrama de la estrella de David, símbolo mayor del judaísmo y de la Sabiduría Divina, se dice que representa la unión de la conciencia con el inconsciente. Y va más allá: el vértice del triángulo que apunta hacia arriba alude a la sabiduría y a la divinidad, y su contrario hacia abajo, las tinieblas…
Y no es todo. Se dice que su anillo le fue dado, directamente, ¡por el arcángel Gabriel!
Y bien. ¿Cómo no repetir –¡una vez más!– su anécdota más famosa?
Dice así.
Dos mujeres se presentan ante Salomón. Las dos han dado a luz al mismo tiempo, pero uno de los recién nacidos ha muerto, ambas se declaran madre del que está vivo, y piden que el rey haga justicia.
Salomón ordena que el niño sea partido por la mitad con un golpe de espada, y que cada una reciba su mitad. La primera permanece indiferente.
La otra, desgarrada, grita: “¡No! ¡que se lo lleve ella!
Por supuesto, Salomón comprende que ésta es la verdadera madre, porque prefirió perderlo antes que verlo morir. Fue sabio y justo. Las dos virtudes que lo hicieron entrar en la historia como un personaje gigantesco. Y las que recuperó en los negros días de la ceguera. Del olvido de Jehová.

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