martes, 27 de marzo de 2018

TEATRO RECOMENDADO


Los viajes en el tiempo existen. Desde luego que sí. A veces basta trasponer el umbral de algún lugar frecuentado hace mucho. Algo de eso me ocurrió días atrás: volver a pisar el
hall del Centro Cultural Ricardo Rojas-UBA, tomarme a las apuradas un café en el barcito y volver a respirar su viejo, conocido y nutritivo aire.
Pero no fue solo descubrir, bajo la epidermis actual, la otra piel que alguna vez tuve, esa que solía perderse en talleres, muestras y festivales en este y tantos otros espacios de lo público. El viaje fue doble, porque en la sala Batato Barea se presentaba Todo tendría sentido si no existiera la muerte, la obra teatral de Mariano Tenconi Blanco. Verla significó, entre otras cosas, tomarse un pasaje sin escalas al final de los años 80 (¡justo en esa sala, en ese centro cultural!). Porque entre las múltiples búsquedas de la obra está la de ubicarse en ese preciso marco temporal: los personajes hablan como se hablaba en los 80, visten como se vestía en aquel momento, no tienen computadoras en la casa, escuchan la música y utilizan los casetes y los videos que alguna vez fueron parte de la vida y hoy forman parte de esa galaxia muy, pero muy lejana en la que nuestros hijos no entienden que alguien pueda haber sobrevivido nunca jamás.
Desconozco la razón exacta de la elección de contexto para Todo tendría sentido... Aunque hay una pista: la historia que se cuenta solo podría haber sucedido en la era de los videocasetes, los videoclubes y la pornografía de circulación restringida (diametralmente distinta del acceso masivo, global, digital, falsamente amateur y regulado por absolutamente nadie o nada que rige en el presente). Porque de lo que se trata es del no tan imposible encuentro entre una maestra -normalista hasta en el último de sus gestos-, un actor porno y la dueña -entre dark y metalera- de un videoclub. Y de la no tan imposible filmación de un video porno guionado y protagonizado por la primorosa maestrita. Con un detalle clave: ella decide cruzar el Rubicón de semejante deseo el día en que le informan que padece una enfermedad terminal.
Lo que sobreviene es intenso, impredecible, desbordante. Tres horas de actuación exigida que se atraviesan con la emoción a punto de ebullición. Hay búsqueda, investigación, sondeos en las posibilidades de la puesta escénica. También melodrama, risas, breves improntas kitsch; algún golpe, directo y profundo, al corazón. Porque está esa recurrente pareja, la sexualidad y la muerte. Pero también están los lazos humanos, su inevitable imperfección, su imprescindible existencia. El espanto sin nombre de la agonía de un ser querido; la mirada, como asomándose con pánico y sin quererlo, a ese abismo quieto y callado que sobreviene al fin de la vida.




María, la recatada maestra, descubre cierto "porno para señoras" de la mano de la encargada del videoclub. En esas películas hay sexo. Y hay romance. Y hay más sexo. Y María decide -ella, que crio sola a una hija y que por años fue la diosa casta de las aulas sarmientinas- que no quiere morir sin ser parte, al menos una vez, de alguna de esas historias.
Es
desopilante ver a la maestra imaginar personajes que dirán que están en una casa "bonita" o presos de amores torturados antes de pasar a la acción. Y es disparatado pero también conmovedor ver a la maestra, caracterizada con peluca y vestido de destellos metálicos, interpretar su papel, el que escribió para sí misma, con las palabras -y las demandas- que nunca antes había osado pronunciar, atenta a los gestos y las frases del más eficaz y vulnerable de los actores porno.
Aunque el romance queda circunscripto a la fantasía escrita por María, entre los personajes circula el amor. Fraterno, amistoso, humano. Como un abrazo delicado y último. La certeza de que, ante lo cruel e incomprensible del mundo, solo quedan los lazos que nos construyen.

D. F. I.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.