martes, 26 de junio de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ


Como en todo gran museo, hay un recorrido para cada sensibilidad en el Louvre. Quienes tenemos una mirada épica de la vida y del arte, y nos interesan los dramas históricos y heroicos, el Louvre puede ser por momentos una antología lujosa de esas hazañas, derrotas, traiciones, aventuras y epopeyas. La primera evidencia la constituyen esos relieves que cantan la épica en la parte baja del museo.
Louvre
Uno en particular llama la atención: allí están Alejandro Magno y sus ayudantes de campo frente a Diógenes, que permanece tercamente sentado. Alejandro reconoce al filósofo de la extrema austeridad. Y, magnificente, le ofrece lo que quiera.
La respuesta de Diógenes es irónica: sólo quiere que su majestad salga del sol, puesto que el emperador lo está tapando. Esos dos hombres encarnan a muchos otros a lo largo de la historia de la Humanidad: el conquistador a quien nada le basta, y el asceta que nada necesita. Seguimos hoy mismo encarnando esas dos actitudes vitales, y a veces dudando entre una y otra.
Luego aparece una escultura que contiene un detalle insólito: un pequeño sireno. El saber popular conoce las formas de una sirena, pero muy poco o nada de su versión masculina. Un niño, ya no con una cola de pez sino con dos: una por cada pierna.
El arte de la escultura exige siempre pensar, como pensaba Miguel Angel, que el escultor frente al granito informe y todavía intocado imagina primero la figura que quiere y luego trata de quitar de esa masa el excedente. A eso se reduce este arte al excelso.
Porque pintar es poner, y esculpir es sacar. Cuando uno ve de cerca una gran estatua o un busto nota los increíbles e inspirados detalles, y el trabajo psicológico que le imprimen a la obra, sobre todo en las expresiones y posturas de los personajes.
En ese patio del Louvre hay un cazador que somete a un jabalí con una lanza: su perro de presa muerde a la bestia con ojos ferozmente asesinos y cebados.
La mirada de ese perro es vivaz y escalofriante. Más adelante, Hércules descansa sobre laureles, acodado en su garrote, que tiene ensartada la cabeza y la piel de un león
Por ese camino me encuentro con Pierre Puget. Y su escultura de Milos de Crotone, un atleta que ganó 13 veces los juegos olímpicos y que, a la manera de Houdini, se propone una última hazaña: se hace encadenar a un árbol con el desafío de liberarse de esos pesados eslabones antes de que los lobos lo despedacen. Pero no lo logra.
Y en la estatua aparece devorado por una fiera, que lo ataca por la espalda. Es un hombre comido vivo, un hombre que se confió en su fama. Esa confianza te devora y te lleva a la perdición. Puge lo esculpió en 1683, pero esa lección la tenemos que recordar día a día.
Cuando subimos unas escalinatas, vemos una frase repetida de la Antígona de Anouille: “Es el rey. Él juega el juego difícil de conducir a los hombres”.
Es una frase acerca de la política, específicamente sobre el don del liderazgo. Un líder juzga a los hombres para conducirlos, y ésa es su principal tarea. Cuando no sabe juzgarlos, suele conducirlos a una crisis.
Vemos de paso la corona y la espada de Carlo Magno: oro, plata dorada, rubíes y perlas. Y nos topamos con la tumba de Philippe Pot, un aristócrata que premeditó los ornamentos con los que quería ser enterrado. Mandó hacer una escultura fúnebre para que contuviera su féretro.
Encima duerme un caballero con armadura, que representa al propio Phillippe, y a los costados marchan y sostienen la estructura, seis hombres con capas, capuchas y escudos de sello de armas.
Encontrarse semejante construcción dentro de un nicho ya sería fuerte; en el Louvre y fuera de contexto, es una experiencia umbría y asombrosa. Por esa senda del arte funerario, nos cruzamos con “La Mort de Saint-Innocent”.
Un esqueleto verdaderamente siniestro, que porta un escudo, que representaba la parca, y que custodiaba el cementerio de las Santos Inocentes en 1530. Más adelante, encontraremos “Los funerales del amor”, un título genial.
Es una obra atribuida a Henri Lerambert, producida cincuenta años más tarde: en 1580. Se trata de una imagen muy significativa. Cupido, el dios del amor, ha muerto, y un grupo de ángeles enlutados cargan con su cadáver. Máxima y desoladora alegoría del desamor.
Un tema clásico de la historia del arte es Diana, la cazadora. Esa amazona libre y autosuficiente, imagen de una mujer valerosa, tal vez la primera feminista de la Historia, hoy sería seguramente censurada.

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Diana está matando a un ciervo, imagen cruenta para la actual civilización, muy colonizada por Disney. En cualquier momento, las ultras y los gendarmes de lo políticamente correcto terminarán cargándose por paradoja a Diana, tal vez por su oficio de cazadora, que por otra parte era una función básica del hombre primitivo, oficio que llevamos inscripto en nuestro genoma.
Quienes quieren prohibir el arte en nombre de una nueva sensibilidad buenista parecen ignorar que la historia no puede ser juzgada desde el presente y con valores elementales y poco pensados de hoy.
Y si terminaran por prohibir esas imágenes inconvenientes, estaríamos al borde de una nueva Inquisición, siempre en nombre de las buenas causas. Es natural que analfabetos funcionales y por opción piensen así. Lo más indignante es que sean acompañados frecuentemente por ciertos pensadores.
Esto produce a veces estupefacción. Y hace acordar a “El opio de los intelectuales”, aquel libro que probaba la tendencia intelectual a las salidas autoritarias.
La mirada Disney sobre los animales me parece también una paradoja: cualquiera que conoce la Naturaleza sabe que es cruel sin la necesidad de la intervención humana. La vieja idea hippie de la Naturaleza como madre benigna y sabia era naif y equivocada. Vean un rato Animal Planet y se darán cuenta.

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