viernes, 22 de junio de 2018

MUCHOS CREEN QUE SON ABURRIDOS...NADA TAN LEJANO...ALIMENTO PARA EL ALMA

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La primera vez que fuimos a un museo cursábamos los últimos años de la escuela primaria. Mis compañeros y yo tuvimos suerte. En sexto grado éramos alumnos de una maestra que estudiaba historia del arte en las horas libres que le dejaban la preparación de las clases y las correcciones de nuestros trabajos prácticos. "¿Por qué nos da tanta tarea, señorita?", le preguntábamos. "Para que no se aburran", respondía invariablemente.
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Nunca había querido convertirse en pintora ni escultora, sino en una persona informada que pudiera "apreciar" las obras de arte en su contexto. Desde entonces, no hubo clase en la que no usáramos una de esas palabras de tres sílabas: "apreciar" y "contexto". De chicos nos asombraba que alguien aún tuviera deseos de estudiar y aprender en la edad adulta. ¿Le daban tarea para hacer en la casa? "Leer libros y visitar museos", decía con una sonrisa. La mitad de mis compañeros se había enamorado de ella y la otra mitad quería ser su amiga.
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Antes de esa primera salida escolar a un museo público, que nuestros padres autorizaron con firmas y para la que juntamos dinero en una caja-alcancía durante todo un mes, nuestra maestra preparó una especie de visita virtual en aquellos tiempos analógicos. Llegó una mañana con un proyector y una caja de diapositivas (una costumbre perimida que incluso solía reunir a las familias). De inmediato, apagamos las luces, cubrimos las ventanas del aula y, luego de convertir el pizarrón en una pantalla (algo que, en cierto modo, siempre había sido), tuvimos nuestro encuentro íntimo con las obras de arte. "Todas las pinturas comienzan con la palabra 'aquí'", escribió John Berger. Aunque estáticas, las pinturas de Martín Malharro, Raquel Forner y Eduardo Sívori viajaban desde el pasado y ocupaban un lugar entre nosotros.
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Se decidió que visitaríamos el Museo Nacional de Bellas Artes. Ilusionado, un compañero comentó que el Italpark estaba cerca. Bajamos del colectivo anaranjado que todos conocemos, con la leyenda escrita con pintura negra a los lados del vehículo: "Transporte escolar". Intrigados y en fila india, entramos en el museo ("el más importante del país", nos dijo la maestra) que, por unas horas, pasaba a ser una extensión de la escuela. En esa oportunidad se había programado una visita guiada totalmente "argentina", es decir que vimos pinturas de paisajes montañosos y arboledas, de ejércitos y malones en el desierto, retratos de militares que observaban de frente con seriedad y de damas del siglo XIX excesivamente vestidas. Según la guía del museo, la vestimenta era una excusa de los artistas para desplegar formas en la tela. En aquel recorrido, los desnudos femeninos habían sido estratégicamente evitados y al final, ante naturalezas muertas con frutas tentadoras y memento mori, empezamos a entender la noción de "género".
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Muchos pensamos que la escuela pública es una de las instituciones más importantes del país, si no la más importante de todas. Siempre asombra que haya resistido años de críticas y de desinterés, aun cuando esa falta de cuidado se haya disfrazado de proyectos fundacionales supuestamente innovadores. Incluso para quienes carecemos de imaginación novelesca, semejante capacidad de aguante la transforma en una figura heroica del devenir argentino. Como hacen las pinturas, las escuelas también crean un "aquí" inclusivo y revelador. El umbral de las obras de arte es el marco y el de las escuelas, el trabajo de mediación que hacen los docentes en representación de la sociedad, que puede ir cambiando de forma, pero al final sigue siendo la misma.
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Aquellas anécdotas que nuestra maestra de la primaria nos contaba sobre sus visitas a los museos porteños los domingos a la tarde podrían haber sido lecciones encubiertas de entusiasmo. Algo que al principio nos había parecido el símbolo patente del tedio fue adquiriendo, después de nuestra primera visita al museo, un encanto difícil de expresar y que estaba emparentado con la búsqueda de sentido. ¿Sentido de qué?
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En su primer libro, publicado en 1914, José Ortega y Gasset usó una metáfora referida al acto de mirar para definir esa búsqueda intangible: "Es amor a la verdad una curiosidad severa que hace del hombre entero pupila hambrienta de ver cosas, que saca al individuo de sus propios goznes y prejuicios y lo pone a arder en un entusiasmo visual". Lecciones como esas jamás se olvidan.

D. G.

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