sábado, 30 de junio de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ.....GRACIAS JORGE BOTTO


La mujer abrió la ventana, cargó en brazos a su hija de siete años y la arrojó al vacío. Atrás, ella también se tiró de cabeza, cayó varios pisos y quedó destrozada en el patio interior del departamento de la planta baja.
Los vecinos llamaron a urgencias y Jorge Botto, el curtido chofer de ambulancias, recibió la orden de dejar todo y salir al instante.
Llegó en menos de dos minutos a la camioneta especialmente equipada y en compañía de una médica aguerrida, y salió arando las calles, atravesando como una exhalación ruidosa las avenidas para llegar, cuanto antes, a las coordenadas fatales: Cabildo y Lacroze.
Ya sabían lo que había ocurrido. Los choferes de la emergencia están acostumbrados a todo, pero la tragedia de un niño los desarma, les desgarra la tela de amianto que usan en el alma para que las desgracias no los atraviesen ni los calcinen.
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Botto llevaba el aliento contenido cuando penetró en el edificio y recibió la mala noticia: los dueños del departamento se habían ido de vacaciones, el portero no tenía las llaves y los vecinos veían desde las ventanas interiores los dos cuerpos descoyuntados en el patio inaccesible.
Salió corriendo y pidió desde su radio Motorola la intervención de los bomberos. Lo hizo con vehemencia. Esos minutos que mediaron entre el llamado y la llegada de la autobomba fueron desesperantes.
Finalmente, un bombero trajo un hacha y tiró abajo la puerta a fuerza de golpes. Botto cruzó el departamento vacío y salió al patio. Se dio cuenta de inmediato de que la madre estaba muerta, pero la médica revisó unos instantes a la niña y le dijo lo insospechable: respiraba.
Fue entonces cuando el chofer cargó cuidadosamente a la niña, caminó con ella varios metros con celeridad y a la vez con delicadeza extrema y la metió en la ambulancia. La médica se acomodó a su lado, él cerró las puertas de atrás, se puso frente al volante y se paró en el acelerador.
Reconoce que tenía un fierro en la boca del estómago y que anduvo en zigzag, atronando con la sirena, buscando los huecos y atajos entre el tránsito, en una carrera demencial, en una dramática lucha contra la ciudad para llegar a tiempo.
En la guardia constataron que la nena tenía fracturas múltiples, y un grupo de cirujanos y enfermeros del trauma se abocaron a ella con decisión. Botto, como cualquier chofer de emergencias, se separa inmediatamente de la víctima y se ocupa de otros asuntos.
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Da una vuelta de página para no involucrarse y para que el desenlace no le duela. Pero en este caso Botto anhelaba que se salvara, y por más que quería sacarse a la niña de la cabeza no podía.
Estuvo en vilo un tiempo, preguntando a cada rato: “¿Zafó, zafó?”. Hasta que, finalmente, le confirmaron que había zafado. Respiró aliviado por primera vez y recién entonces se dispuso a olvidarla.
Como se ve, no pudo hacerlo, porque me está contando estos tristes acontecimientos muchos años después, no bien le pregunto por sus experiencias más intensas. Y eso que tiene muchas. Jorge es un veterano retirado de las calles.
Ronda ahora los 67 años y hace ya un tiempo que no anda recogiendo accidentados, heridos, moribundos o directamente cadáveres de las aceras de Buenos Aires.
Aunque ésa fue su tarea central durante décadas. Me cuenta que dejó su lugar a los más jóvenes, pero que sigue manejando una Kangoo para el director médico del SAME: lo acompaña a todos lados.
***
Entró en esta peligrosa profesión en 1982, cuando desde la Dirección de Paseos pidió el pase al Cipec. Envidiaba siempre a los bomberos y a los médicos: le gustaba el rescate de personas.
Terminó en el Servicio de Atención Médica de Ambulancia. Allí trabajó primero en dos unidades que tenían, en la jerga, nombres más bien truculentos: Piojera y Morguera.
Eso quiere decir que Jorge conducía una ambulancia que trabajaba levantando indigentes de las veredas y de la sombra de los puentes. Su misión era sencilla: rastrear la ciudad, ir metiendo en la ambulancia a los mendigos y llevarlos a los hospitales municipales.
Allí, a los menesterosos los higienizaban, los despiojaban, los atendían y los curaban. Eran, por lo general, alcohólicos con heridas agusanadas y piojos. Gente que se resistía incluso a ser beneficiada por el sistema médico. Botto tenía que persuadirlos y, a veces, subirlos de prepo.
Más tarde pasó a revistar en La Morguera. Allí lo enviaban a buscar restos mutilados o cadáveres enteros a hospitales y morgues y llevarlos a los cementerios para que fueran cremados.
Se trataba, invariablemente, de personas desconocidas, NN que nadie reclamaba. Botto se tomaba ese trabajo, digno de Boris Karloff, con humor negro, salvo cuando tenía también que ir a buscar ataúdes pequeños a maternidades públicas, y se le arrugaba el corazón.
Después, por suerte y pericia, pasó a ambulancias de traslado, y se fue capacitando en primeros auxilios, respiración, utilización de las paletas del cardiofibrilador, colocación de férulas y collares, entablillamiento en la vía pública y otras maniobras operativas.
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Las ambulancias no incluían, en aquellos tiempos, enfermeros para asistir al médico. Los enfermeros eran directamente los choferes. De manera que Botto hizo de todo a lo largo de sus interminables años de servicio.
“Ser chofer de ambulancia es una vocación -jura-. Y a mí me pasó algo que corre contra la lógica. Al principio me iba haciendo duro para sobrevivir, me formaba una coraza, pero con el tiempo me fui desprendiendo de ella y me fui sensibilizando.”
Recuerda desde esta sensibilidad el día en que los llamaron porque se estaba incendiando un colegio de niños discapacitados en Saavedra. Llegaron muy rápido, pero igualmente ya era tarde para todo.
Los chicos estaban carbonizados. Entraron en ese infierno y salieron trastornados y afligidos. Se sentaron afuera y, contra el mandato de la frialdad profesional, la médica que acompañaba a Botto lo tomó de la mano: los dos se pusieron a llorar sin consuelo.
Cada vez que volvía a casa Jorge miraba a sus dos hijas y recordaba a los niños muertos o agonizantes de ese día, a los bebes fallecidos en la cuna, a los chicos perdidos de este mundo cruel, y sentía escalofríos.
Evoca con una mínima sonrisa un extraño caso en el que el destino se apiadó de ellos. Fue cuando le ordenaron trasladar desde el hospital Pirovano hasta el Gutiérrez a un niño de 9 años que había perdido el conocimiento.
El chico estaba como dormido desde hacía dos días y en Terapia no podían despertarlo. La preocupación iba en aumento, y decidieron darle otro tratamiento en un hospital especializado. Botto cargó al niño y salió de madrugada.
Puso la sirena y, a pesar del ruido, un peatón que venía distraído y trasnochado cruzó la avenida Forest de un modo suicida, y el chofer de la ambulancia tuvo que hacer un giro para no atropellarlo. El movimiento fue demasiado brusco y, en el habitáculo trasero, el niño dormido cayó de la camilla.
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Cayó de la camilla y en ese momento despertó. Diez días después, el padre fue al hospital y empezó a buscar a Jorge Botto por todas partes para darle las gracias, como si el chofer hubiera producido intencionalmente una suerte de milagro.
Todavía recuerda el 31 de agosto de 1999, cuando a las nueve de la noche le avisaron que lo necesitaban en la zona del Aeroparque. Salió a toda velocidad, con la sirena puesta y con información errónea. Le decían que se había precipitado al río un pequeño aeroplano.
Cuando llegó a la Costanera descubrió que era un Boeing 737 de LAPA. A las 20.54 el avión había iniciado la carrera para despegar, se había salido de la pista, roto las vallas, cruzado la avenida y chocado con unas máquinas viales y un terraplén.
Ese día murieron sesenta y cinco hombres y mujeres, pero tuvieron heridas graves y leves más de treinta personas. Jorge vio allí gente quemada, herida, mutilada y muerta.
También, pasajeros doloridos o alucinados. Estuvo toda esa noche maldita yendo y viniendo, cargando primero a personas con quemaduras y, al final, las bolsas llenas para las morgues.
***
Los conductores de ambulancia no se salvan, por supuesto, de las balaceras. Botto me cuenta que un domingo los mandaron a Núñez. Llegaron rápido y sobre la calle Lidoro Quinteros todavía se estaban disparando.
Cinco tipos habían querido entrar por la fuerza en la casa de Eduardo Menem y los custodios habían respondido a los tiros. Un sargento murió y un cabo salió herido de esa noche.
“Los choferes estuvimos siempre expuestos a esas eventualidades -me dice-. Un compañero fue a hacer un auxilio en Alvarez Thomas y salió un hombre armado y le tiró con una escopeta. Se salvó por un pelo, pero, imaginate, quedó golpeado emocionalmente.”
Botto está retirado desde hace unos años de esos peligros, pero se preocupa por los choferes actuales del SAME. Viajan ahora con un enfermero a bordo, pero la calle se volvió mucho más riesgosa que nunca.
Antes Botto entraba despreocupadamente en las villas; hoy, ingresar en ellas sin custodia de un patrullero equivale a convertirse en un blanco móvil.
Los choferes actuales son víctimas de asaltos, les roban en medio de la confusión de la emergencia los elementos médicos y les recriminan a los gritos y a veces a golpes de puño que lleguen tarde en una ciudad con un sistema de salud colapsado.
Asevera el viejo trajinador de las noches y las urgencias que “los muchachos no son héroes, pero cuando por primera vez se sientan al volante de una ambulancia cambian y se vuelven distintos.
Esto es una vocación profunda. Todos rinden por encima de lo que les piden. Y no laburan ni por la plata ni por el placer, sino por la vocación de servicio. Hacen mil auxilios diarios”.
Y en ocasiones llegan temprano donde no pasa nada, porque aunque parezca increíble hay una legión de bromistas pesados que marcan el 107 y juran que dos colectivos chocaron en determinada esquina o que hay un herido grave en un barrio lejano.
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La radiooperadora no tiene forma de chequear si se trata de un chiste o de una tragedia de proporciones, entonces las ambulancias salen y salen sin saber con certeza qué les espera en la jungla.
“Hace dos meses, un paciente que traían en una ambulancia se brotó, le pegó una trompada al chofer y otra al enfermero, abrió la puerta y empujó a un médico del Argerich -dice Botto, para graficar-. El médico cayó del coche andando, y hubo que reducir al paciente. Y, después, llamar a otra ambulancia para socorrer al médico, que había quedado maltrecho.”
El hombre que no podía ver morir a los niños tiene ahora un nieto pequeño, que es capaz de convencerlo de cualquier cosa. Jorge fue operado hace un tiempo de la columna y entonces pasa más tiempo con su familia, después de tantos años de ausencia por causa noble.

RELATÓ JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
De vez en cuando recuerda los gritos de un padre pidiéndole que salve a su hijo, o el dolor de un paciente que lo observa con mirada nublada. En ocasiones se despierta de una pesadilla y se sienta en la cama con la falsa pero vívida sensación de que lo han llamado para un auxilio y que debe salir corriendo.
Pero siente un amor tan grande por aquella vieja y salvaje vocación que parece echarla de menos. Parece, por un momento, como si Jorge Botto anhelara ponerse detrás de un volante, prender la sirena y llegar puntualmente a un lugar de Buenos Aires.
Tal vez lo que extrañe no sea conducir una ambulancia y rescatar a alguien, sino simplemente volver a ser joven. O todo lo contrario: quizá salvar vidas sea una droga dura imposible de abandonar. Ni siquiera en el otoño de los hombres.

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