Días de descanso en una isla griega: allí tuve mi templo de luz, silencio y paz
Era verano y estaba en una pequeña isla en Grecia. Viajé para descansar, treinta días solo, un reencuentro con mi silencio buscando el abrazo de un mes coronado por pensamientos, escritura, lectura, costura y acuarelas.

Mi valija era la de un asceta, quizá solo desentonaban mis tres cuchillos, el rallador de queso y una cuchara de madera mediana que había tallado con varejón de sauce.
Tres camisas blancas idénticas, dos camisones del mismo color, un traje de baño viejo pero amado de algodón y dos pantalones. Un cajón de libros de poesías que subí dificultosamente desde el puerto con mi guitarra acústica, una barra muy grande de jabón blanco que fui trozando en pedazos y que usaba para todo: bañarme, lavar la ropa y el pelo. Poco tiempo antes me había detenido a comprar champú y crema de enjuague en una tienda. Al consultar con la vendedora qué comprar, miró mi pelo blanco, seco de amores e inviernos, y me dijo: "No tiene arreglo". Desde entonces uso jabón blanco en pasta. La ducha de agua fría se lleva bien con el verano y día tras día fui tomando la rutina de lavar mi ropa, que se secaba al sol con las brisas egeas.

La primera mañana, cuando me desperté, lo primero que vi fueron los dedos de mis pies que sobresalían por fuera de las sábanas. Se veían como yo: añosos, gruñones, pero contentos. Al pararme, mi cabeza llegó a la única pequeña ventana de la habitación que daba al mar, donde el sol dotaba al agua de un azul metileno. En el horizonte siempre se veían barcos; de noche, al dormirme, me parecía escuchar las antiguas canciones francesas cantadas por mi madre a capela con mi memoria de sus enormes floreros, sus acuarelas y lágrimas que lavaban sus pinturas con una pálida elegancia y luz.

En la pensión donde dormía todo era inmaculadamente simple, limpio y blanco; tenía un banquito para tocar la guitarra, una silla con una mesa reducida donde estaba mi cuaderno, lapicera y tintero, la cama y un velador apoyado en un estante donde además dormía una frazada de algodón grueso blanco usada, que compré en el único almacén. La usaba con la fresca del amanecer.

Paredes, techo, piso y baño pintados a la cal se unían entre sí con curvas, no había vértices, ángulos o lugares donde se juntara suciedad. Saliendo del cuarto había una terraza chica, con una glorieta de damas de noche. Quedaba sombreada hasta las tres de la tarde. Allí tenía una bacha vieja para lavar, una heladerita y una mesada de madera con una hornalla donde cocinaba. Mi alacena era una vasija de barro con aceite de oliva del pueblo, un perol de limones y una bolsa de arroz basmati.

Todos los días bajaba al puerto por pescado, queso feta, un tomate y ajos. Dos macetas grandes de la terraza me proveían de tomillo y orégano, ambos muy intensos, que perfumaban mi arroz.

De mañana me quedaba allí tomando café, con mi camisón blanco que llegaba casi hasta el piso y tostadas de pan pita con miel. Al mediodía almorzaba con vino Demestica, el mismo que tomaba en Mykonos cuando tenía 18 años.
Un pequeño portón en la calle daba a la escalera blanca que subía a la azotea, donde estaba mi cuarto. Allí pasaba mis días; era mi templo de luz, silencio y paz.
La última noche caminé por la isla durante horas, siguiendo los sinuosos senderos de las cabras. Al hacer la valija guardé con cuidado el último pedazo de jabón blanco.

Un pequeño portón en la calle daba a la escalera blanca que subía a la azotea, donde estaba mi cuarto. Allí pasaba mis días; era mi templo de luz, silencio y paz.

La última noche caminé por la isla durante horas, siguiendo los sinuosos senderos de las cabras. Al hacer la valija guardé con cuidado el último pedazo de jabón blanco.

Al subirme al barco, al amanecer, abrazado a mi guitarra, puse mis pies aún descalzos sobre el cajón de libros y escribí con tinta en mi cuaderno: gracias.
F. M.
F. M.
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