viernes, 29 de noviembre de 2019

HABÍA UNA VEZ...,


El perfume seductor de la noche

Por el oficio de mi padre, que trabajaba como jefe de la planta impresora de un diario, en casa casi nunca se desayunó. Nos acostábamos tan tarde que la hora de salir de la cama llegaba a eso del mediodía, justo para el almuerzo.
Ya sé, suena muy fuera de lugar, pero es una práctica común en varias profesiones que requieren de un trasnochar excesivo. Además, amaba ir con él al diario, tarde, y todavía hoy el olor a tinta me trae reminiscencias de mi infancia.
Durante el período lectivo nos mandaban a dormir a las diez, a mi hermano y a mí, y nos íbamos a la cama a regañadientes. Al otro día nos preparaba el desusado desayuno una mamá somnolienta que, no habiendo nunca sufrido trastornos del sueño, nos enviaba al colegio y volvía a dormir. Hasta el mediodía.

En las vacaciones, nos desquitábamos y regresábamos a los que, en nuestra experiencia, eran los hábitos normales. Mamá, aliviada, podía olvidarse del despertador, artilugio infernal que odiaba con una vehemencia que comparto.
Luego, por cuestiones relacionadas con mi salud, me convertí en un madrugador pertinaz del que nadie sospecharía un pasado tan desviado de los horarios convencionales. Eso sí, continúo levantándome de un humor pésimo, que se va más o menos con el segundo café.

Estas circunstancias tan especiales me han otorgado un raro privilegio. Conozco todas las horas del día. Me di cuenta hace poco, cuando de pronto extrañé ese espacio de silencio lunar que se percibe pasada la medianoche. Durante muchos años fue el momento en que me sentaba a escribir, a veces hasta que empezaba a percibir a la inmensa Buenos Aires desperezarse, y esa hora ya tenía una complexión diferente. Antes, cerca de las cuatro, un zorzal gordo había deletreado sus arias vigorosas.

Todas las horas tienen su personalidad. En estos años, me enamoré de las mañanas. Desde el amanecer hasta que el día madura, hay, sobre todo en el campo, incontables matices que dependen de la estación, el viento o el clima. Pero la mañana tiene un rasgo único que me llamó mucho la atención en su momento. Te da ganas de hacer cosas.
Siempre supuse que era al revés, que lo mío era la noche. Pero no. El silencio nocturno es inspirador, eso es verdad. Pero el aire de la mañana parece tejido de unas moléculas que llenan los pulmones, pero también el espíritu. Confieso que jamás pensé que suscribiría una apología de las mañanas. Pero es también el tiempo de las aves, y mientras se me pasa el mal humor me siento a mirarlas durante un buen rato, y no pasa mucho hasta que me arrancan la primera sonrisa. 
Entonces, de pronto, todo cambia. Hay que prestarles atención, porque el mundo produce acostumbramiento y los milagros suelen pasar inadvertidos. Sin embargo, ahí está, es el mediodía, el equilibrista sonriente que muy pronto se despeña, sobre todo en verano, en el bochorno de la tarde, cuando, como en una paradoja radiante, todo parece detenerse. Es la noche en pleno día y los más sabios la honran, como corresponde, con una siesta.
Pero es también un período grávido. Como las sombras nocturnas, que engendran el amanecer, la callada tarde gesta dos de los instantes de mayor belleza que la naturaleza ha concebido, y ha concebido muchos. Uno es el momento inasible, la hebra de tiempo en la que el sol deja de quemar, se transfigura, se vuelve benévolo y parece firmar una tregua que los pájaros aprovechan para volver a mostrarse jubilosos.

Luego, el espectáculo hipnótico del ocaso. Quizá nos cautiva tanto porque sabemos que el planeta nos hunde en la noche inexorable, y antes de arrojarnos a las tinieblas se ocupa de ofrecer su mejor obra.

Solemos decir que entonces muere el día. Pero solo se va yendo la luz. Envueltos en el crepúsculo, otros seres inician su jornada, y el aire cambia de perfumes, hasta ponerse el último, el perfume seductor de la noche. Ese que, cada tanto, todavía echo un poco de menos.

A. T.

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