domingo, 9 de febrero de 2020

AUTOR Y LECTURA RECOMENDADA,

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Cuando Óscar contrató a Imelda toda la familia Monteverde se mostró sorprendida. "Es extraño que traigan a una muda" le había dicho Cristina a la nueva criada, frase que había repetido Lucrecia, su hermana menor, aunque con mucho más desprecio. Se lo mencionaban como mínimo una vez por semana, a veces con diversión, otras con el rostro lleno de malicia. El único que se había mantenido en silencio había sido Elias, el mayor de los tres hijos de Óscar. Las pocas veces que se cruzaban el joven la trataba con amabilidad, lo que hizo que le tomara afecto con rapidez.
Los primeros días en la mansión de los Monteverde habían sido complicados. Mantener el ritmo que imponían Óscar y su mujer Dalia era difícil. Las distancias que debía recorrer a diario para limpiar y dejar todo en orden eran enormes. Dalia era una mujer impaciente y estricta. Le daba órdenes que debían ser cumplidas de inmediato, no importaba si estaba ocupada con otra tarea. Hacer caso omiso de sus palabras o cometer un error hacían despertar la cólera de la señora Monteverde. Imelda lo había descubierto en su segundo día. Los dolores en su espalda tardaron en desaparecer. Las heridas dejaron su marca, recordándole que no debía hacer enfadar a la señora. El trato no era muy diferente al de otras familias. Lo que diferenciaba a Dalia no era su accionar, sino su expresión al aplicar el castigo físico. Lo disfrutaba.
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Imelda se encargaba de la limpieza de la casa y el cuidado de los chicos. Pero también tenía una labor especial. Cuando Elias estaba fuera del hogar debía buscar y quemar cualquier papel que encontrara en la habitación del muchacho. El joven los escondía siempre en diferentes lugares con la esperanza de que pudiesen sobrevivir, sin embargo Imelda los hallaba y los destruía. Eso le habían encomendado. La letra desprolija y la insistencia en su escritura despertaban la curiosidad de la criada, pero al no saber leer le era imposible saber lo que decían. Tan sólo atinó a identificar que las palabras del comienzo solían ser las mismas. Óscar le había mencionado que Elias era un chico con mucha imaginación pero sin ningún talento en la escritura. Era por eso que buscaban apagar su entusiasmo ante una idea que había muerto antes de comenzar.

Luego de dos meses el matrimonio le indicó a Imelda que irían de viaje durante el fin de semana. Le detallaron las labores a cumplir y repasaron el cronograma de los chicos, aunque ella ya lo conocía de memoria. Cuando partieron Imelda acompañó a Cristina a danza y a Lucrecia a sus clases de piano. Las niñas tardarían en volver por lo que pasaría el resto del día con Elías. Cuando fue a buscarlo lo encontró sentado en el escritorio de su cuarto, escribiendo un pergamino. Se quedó un momento parada en la puerta, observándolo. Hizo un pequeño golpe con sus zapatos para llamar su atención. Cuando el chico la miró Imelda tomó varias hojas de papel del bolsillo de su delantal y se las mostró. Estaban arrugadas, con varias manchas de agua, pero Elías pudo reconocer a la distancia su propia caligrafía. Invitó a la criada a pasar y agarró las hojas. Las miró en detalle.

—Es lo que escribí en la última semana, creí que las destruías—observó de manera inquisitiva a Imelda, como esperando una respuesta. Ella mantuvo la mirada sin hacer ningún gesto—. En cambio las guardaste.
Imelda asintió. Luego se quedó mirando las hojas.
—No sabes leer, ¿verdad?—la mujer meneaba la cabeza de un lado a otro.
Imelda se quedó viendo el rostro del chico llenándose de preocupación. Pensaba en silencio. Ella esperaba con paciencia, las manos entrelazadas sobre su delantal. Luego de unos minutos Elías se levantó y le pidió que lo siguiera. Caminaba rápido, era difícil seguir su ritmo. Llegaron a la entrada de la mansión. Abrió la puerta.
Vete—dijo Elías sin mirarla, sus ojos enfocaban el suelo. Ella no se movió—. ¡Largo de aquí!
Imelda sintió cómo se le encogía el corazón. El grito potente del chico la había asustado. En sus ojos podía vislumbrar un destello de furia.
—¡FUERA!

La mucama atravesó el umbral corriendo mientras las lágrimas recorrían su mejilla. Elías, el único al que apreciaba en aquella casa, la había echado como a un perro. Ni siquiera le había podido tomar sus pertenencias.
Un fuerte golpe en el vientre detuvo su carrera. Sintió cómo el dolor se expandió por todo su cuerpo. Tirada de espaldas en el suelo vio a Dalia, quien sostenía un trozo de madera con ambas manos.
—¿En verdad creíste que sería tan fácil?—escupió con asco—¿Acaso leíste las advertencias de Elías?—preguntó mirando en dirección a la mansión. Sin añadir nada más le asestó un golpe en la cabeza que la dejó inconsciente.
Imelda despertó entre jadeos. Al dolor del vientre y la cabeza se sumaba una fuerte presión en sus muñecas y tobillos. Forzando la vista pudo percibir a la tenue luz de las velas que se encontraba encadenada sobre una mesa. Se sintió desnuda. El frío de la piedra penetraba por su espalda. A su lado Dalia esbozaba una macabra sonrisa.
—Es raro que haya traído a una muda como tú, a él le gusta oírlas gritar.
Óscar recorrió con suavidad la pierna de Imelda. Presa del miedo, ella apenas percibió el roce. En la otra mano el señor Monteverde sostenía una varilla de hierro candente. Los pavorosos ojos de la criada se centraron en la punta anaranjada.
—Que lástima, ésta no va a suplicar—dijo dirigiéndose a su mujer—. Bueno, empecemos—añadió al tiempo que quemaba a Imelda con el hierro al rojo vivo.
J. N. Urbb
Escritor

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