lunes, 17 de enero de 2022

SERGIO SUPPO Y SU ANÁLISIS


El cristinismo, de la impotencia a la radicalización
Sergio Suppo
Los miembros de la Corte Suprema durante la visita del ministro de Justicia, Martín Soria, en diciembre


El tiempo acrecienta la gravedad y también el ridículo de aquella reunión del 7 de diciembre de 2021 entre los cuatro ministros de la Corte Suprema y el ministro de Justicia de la Nación. Aquella mañana, Martín Soria agotó su media hora de fama con una perorata de agravios, chicanas y acusaciones.
La foto oficial que se difundió del encuentro muestra al funcionario sentado frente al cuarteto de jueces, más como un alumno que está a punto de ser examinado por un tribunal de profesores que como un enviado del poder político a formalizar una declaración de guerra.
Esa era la pretensión de Soria que, en nombre de la obediencia del Presidente e impulsado por la desesperación de la vicepresidenta, fue al Palacio de Tribunales como el embajador de un país a punto de disparar el primer cañonazo.
"Cristina Kirchner logra convertir en actos políticos la desesperación que le provoca su situación procesal"
El propio Soria se encargó de difundir su diatriba para que sus mandantes pudieran corroborar que había cumplido su misión. Los jueces callaron ante Soria, inmutables como estatuas. Y luego se encargaron de hacer tres cosas. Hicieron público esa misma tarde un fallo que condenó a la Nación a pagar una suma multimillonaria a la provincia de Santa Fe. Informaron que las palabras del ministro no habían requerido de respuesta ya que “no planteó ningún caso concreto”, según precisó el presidente de la Corte, Horacio Rosatti. Y, por último, el tribunal dio a conocer un informe con el que refutó las acusaciones de lentitud y demora en la resolución de las causas.
Un mes y medio después, aquel desafío devenido en paso de comedia italiana recupera todo su significado.



Algo le debe ser reconocido a Cristina Kirchner: logra convertir en actos políticos la desesperación que le provoca su situación procesal. Es más, su persistencia en desafiar los límites institucionales es un elemento visible aun a pesar del rechazo y las derrotas electorales que provoca el forzamiento de las normas.

La reunión de Soria tiene el valor de haber iniciado una secuencia. Si no es por las buenas, será por las malas, avisa el kirchnerismo, siempre sensible a las urgencias de su líder. El apoyo del viceministro de Justicia, Martín Mena, a una marcha convocada por Luis D’Elía para “echar a patadas” a los miembros de la Corte puede ser tomada como parte de una política que escala, otra vez, hacia territorios tenebrosos.
"Las formas democráticas son cada vez más incompatibles con las necesidades de impunidad que requiere el kirchnerismo"
Cristina ya no sabe cómo pedir que la Corte le haga caso. Y eso es precisamente lo que un tribunal no debe hacer, salvo que se insista en una deriva autoritaria compatible con las de los mejores amigos del kirchnerismo en el mundo. Y, para ser justos, de tanto arraigo en la cultura política de la Argentina, que alguna vez aceptó como un valor que los jueces de la Corte debían ser necesariamente afiliados al peronismo.
La vicepresidenta tiene una frustración y dos problemas. Creyó que con ganar las elecciones alcanzaba para borrar las causas judiciales en su contra, en particular las derivadas de las maniobras de corrupción bajo investigación y juzgamiento. No ocurrió con la intensidad que desea. Si esa línea de razonamiento resultara válida (no lo es, de hecho y derecho), en noviembre sufrió una extendida derrota electoral cuya extensión le quitó la capacidad de maniobra que tenía en el Senado. El otro problema deviene del anterior. Empezó a correr el reloj que marca el segundo tiempo del gobierno que maneja.
Las formas democráticas y la división de poderes son cada vez más incompatibles con las necesidades de impunidad que requiere el kirchnerismo. No es un dato nuevo. Es un dato que, lejos de borrarse, regresa siempre.
Cristina tiene problemas que sus amigos venezolanos, cubanos, rusos o chinos no tienen. Esas afinidades se explican con estas urgencias.
Entre la pared de sus viejos discursos republicanos y la necesidad de responder a quien lo puso en la presidencia, Alberto Fernández administra como puede las relaciones con el mundo de los “enemigos capitalistas”.
Otra vez, el Presidente manda albertistas a parlamentar con los Estados Unidos en busca de un acuerdo con el Fondo Monetario. Todo ocurre mientras el kirchnerismo poco menos que celebra el inminente fracaso de esas negociaciones.
La fantasía de la radicalización es algo más que eso. El kirchnerismo ha sido especialmente exitoso en destruir el valor de la moneda nacional, condición necesaria para aislar a los ciudadanos del resto del mundo. Los únicos que tienen dólares tanto en Cuba como en Venezuela son los burócratas del régimen o los empresarios amigos.
¿Exageración? Los números reflejan que el proceso de desenganche de las monedas está avanzado, lo mismo que el ajuste vía inflación para reducir a la insignificancia la capacidad de operación de personas y de empresas, cada vez más dependientes de la voluntad política de los funcionarios de turno.
Es todavía una discusión si todo ese desastre es hijo de la torpeza y de la incapacidad de los funcionarios económicos. Pero el nuevo “milagro” argentino, tal como lo describió el laureado padrino del ministro Martín Guzmán, bien podría ser parte de la ilusión del control del Estado de todos los resortes económicos, empezando por uno de sus elementos esenciales: el valor de la moneda y la volatilidad de los precios.
Sería la primera vez en la historia en la que un país se hunde en el autoritarismo porque sus jueces se obstinan en hacer su trabajo.

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