domingo, 26 de junio de 2022

EDITORIAL


Estamos mal, pero sin cambios estaremos peor
El discurso de Cristina Kirchner carece de respuesta para las preguntas más elementales y pretende desconocer las verdaderas razones de la inflación
Casi dos décadas de fatigas intelectuales para descifrar el sentido racional de los discursos de la señora Cristina Kirchner sugieren acotar el interés periodístico a lo que tengan de información pura y mitigar el entusiasmo por la enésima interpretación de lo que pretendió decir. Por más que esos discursos siempre exuden una invariable e inagotable mitomanía, siempre habrá quienes propendan a constatar si se trata de la misma persona de siempre y si ha evolucionado en un sentido o en otro.
El discurso que la vicepresidenta de la Nación pronunció el Día de la Bandera es idéntico, en lo esencial, a lo que ha dicho en infinidad de otras oportunidades, más allá de que en este caso haya habido un mandoble para quienes conducen las organizaciones piqueteras que ella alentó en otro tiempo y que ahora parecen responder menos de lo que esperaba a sus dictados. No hay motivos para sorprenderse: los beneficiarios profesionales de la política son habitualmente los primeros visionarios de la decadencia de los procesos políticos.
Habrá que seguir esa controversia: puede ser el síntoma de una nueva disociación en los estratos múltiples de un oficialismo en cuyos tropiezos la vicepresidenta ha gravitado tanto o más que el primer mandatario. A este tiende a protegerlo el aura de curiosa inimputabilidad de la que ha logrado impregnar a su figura la incapacidad para asumir compromisos que duren más de unas pocas horas.
La política ha agotado los instrumentos hermenéuticos para explicar la mitomanía de la vicepresidenta. Queda a sus adeptos el consuelo de desentrañar si hay respuestas y posibilidades de cambio, por vía de la psicología y de otras prácticas de naturaleza diferente de las que se aplican en la vida cívica. Pero el país todo, con los oficialistas, los opositores y los ciudadanos del común absortos y aunados en un temor compartido, observan el riesgo de que la precariedad económica, social y política de la actual situación se agrave en términos todavía más estruendosos.
El proyecto de impuesto a la llamada “renta inesperada”, gestado en la línea recta del Instituto Patria a la Casa Rosada, es el ejemplo vivo de que quienes gobiernan están orgánicamente incapacitados para hacerse cargo de la realidad. Lo prueba un trabajo de la Fundación Libertad y Progreso sobre datos de la American Tax Foundation. Por sobre el impuesto del 35% a las ganancias netas imponibles, los gobernantes pretenden aplicar, además, una alícuota del 15% a las empresas que hayan superado los 1000 millones de pesos.
Cristina Kirchner dice que hay países como Francia y Dinamarca que establecen gravámenes superiores a los de la Argentina. Puede ser cierto. ¿Pero, acaso, los empresarios de esos países trabajan en una atmósfera de sobresaltos diarios por la modificación de reglas como los que se padecen en la Argentina? ¿La seguridad física de esos empresarios y de sus trabajadores está jaqueada en mayor medida que aquí? ¿O en alguna región de esos países el Estado ha perdido el monopolio del uso de la fuerza y es contestado violentamente como lo han hecho estos días los forajidos que en nombre de supuestos pueblos originarios quemaron instalaciones públicas? La ciudadanía, atónita, ha tomado entretanto nota del izamiento de una bandera mapuche en la Universidad del Comahue.
¿Qué infraestructura propia de un Estado moderno brinda la Argentina a fin de facilitar la logística de sus empresas? ¿Es comparable esa infraestructura con la precariedad de comunicaciones que ha provocado hasta el despoblamiento de enormes espacios rurales del país?
El discurso de la vicepresidenta carece de respuesta racional para las preguntas más elementales. Si el costo de la energía que se importa en condiciones de encarecimiento brutal para el país pudiera neutralizarse –como en rigor se pudo en 2006 con saldos energéticos disponibles–, y aún más, llevarnos a ventas extraordinarias al mundo del gas de Vaca Muerta, ¿por qué no se ha hecho el gasoducto por el que clama la lógica más elemental y lo transportan allí donde sería distribuido con múltiples destinos? ¿Será porque no ha habido dinero suficiente para que el Estado actúe? Es probable, pero tampoco había recursos nacionales suficientes en el siglo XIX para articular el servicio ferroviario que modernizó el país. No había dinero, pero sí una confianza irreductible en la palabra de sus gobernantes. Estimularon así que capitales extranjeros eficientes se ofrecieran a realizar obras a cambio de concesiones para su aprovechamiento. En todas las épocas abundaron en esta tierra los improvisados cantores del “vivir con lo nuestro”, y así nos fue, a fuerza de macaneo.
Como la vicepresidenta es propensa a citar a los franceses, fue oportuno que un economista recordara estos días que cuando Francia dispuso un impuesto a las grandes fortunas recaudó 2600 millones de euros, pero 125.000 millones de euros se fugaron a destinos más seguros. ¿No lo hizo Néstor Kirchner, águila codiciosa, cuando era gobernador de Santa Cruz y cobró unos 500 millones de dólares por regalías que dieron vueltas por casinos financieros del mundo, asunto sobre cuya rendición final de cuentas campea aún más niebla que claridad?
La resistencia cristinista a aceptar las verdaderas razones de la inflación que agobia sigue en los trece que la caracterizan: negar importancia al exorbitante gasto público consolidado, que del 27% del PBI a comienzos de la era Kirchner ha pasado al 47%, o a las causales reales del deterioro del déficit fiscal. ¿Culpa del Covid y de la invasión no provocada de Ucrania por Rusia? Sí, han sido esos factores causales de que el mundo tiemble más hoy que años atrás. Pero el mundo tiembla por una inflación del 8%, mientras en la Argentina la inflación es diez veces más alta. ¿Cuántos países deben pagar intereses con el sobrecargo de un riesgo superior a los 2200 puntos, como el nuestro?
La Argentina se halla entre los diez países con mayor presión tributaria. Esa presión subió 12 puntos del PBI en las últimas dos décadas, y si lo recaudado no alcanza, es porque la economía negra acrecienta lo que se escurre por un barril sin fondo y porque el gasto descontrolado del Estado tampoco encuentra límite. Nada alcanza para quien dilapida; pruébenlo en los hogares.
La vicepresidenta habla de un “festival de importaciones”. Pero elude indagar qué relación tendría ese supuesto festival con el absurdo retraso en el valor del dólar oficial. De hecho, se ha señalado también que lo que más se importa es, precisamente, energía. Ha ignorado, además, que salvo casos excepcionales la industria moderna está integrada en el mundo según especializaciones. No solo los automóviles producidos aquí, con autopartes extranjeras que según los modelos componen entre el 60% y el 70% de las unidades; también, los electrodomésticos, y aunque parezca mentira, hasta las zapatillas. ¿Dónde suelen hacerse las suelas, dónde las capelladas de grandes marcas?
Estamos mal y podemos estar mucho peor. Pero la mentira y el relato descarado no han servido nunca, y menos hoy, para argumentar con responsabilidad sobre la marcha de la economía. Tampoco para convencer a jueces probos de que un país quebrado por la impunidad de la corrupción pública renuncia a un destino con grandeza.
La vicepresidenta habla de un “festival de importaciones”, pero no indaga sobre qué relación tendría este con el absurdo retraso del valor del dólar oficial
Un país quebrado por la impunidad de la corrupción pública renuncia a un destino de grandeza

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