lunes, 27 de febrero de 2023

DIOS Y EL MUNDO PROTEJAN A UCRANIA


El regreso a la guerra, un año después
— por Elisabetta Piqué
Es una cobertura totalmente distinta a la de hace un año. La primera vez me encontré en una capital bajo las bombas, a la que estaba llegando una columna de tanques que se extendía a lo largo de 40 kilómetros. Una Kiev asediada, que estaba a punto de caer en manos rusas, se había convertido en el centro de la atención mediática mundial.
Se palpaba el shock de la gente, que comenzó a huir en masa, en un éxodo de dimensiones bíblicas que jamás se había visto en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. La incertidumbre era absoluta y la convicción era que el gigante ruso aplastaría al “mosquito” ucraniano. En Kiev había que estar todo el tiempo refugiado en sótanos y búnkeres, y cuando se salía a la superficie el cielo estaba negro y todo olía a pólvora, a batalla. La adrenalina iba a mil.
La historia, al final, no salió como Vladimir Putin hubiera querido. Su adversario, Volodimir Zelensky, no iba a someterse a sus dictados. Kiev nunca llegó a ser capturada y los rusos, después de un mes de cruentas batallas en el norte –en las localidades de Bucha, Irpin, Hostomel–, debieron retirarse de la capital. Y concentrarse en avanzar en el sur, en Kherson y en el Donbass, el corazón industrial del sudeste de Ucrania, país que Putin cree que es parte de la Gran Rusia.
Un año después, viajar para el primer aniversario fue encontrar una realidad totalmente distinta en Kiev. Si hace un año se había vuelto una ciudad fantasma, militarizada, asustada, vacía, porque todo el mundo había huido, ahora ya no es así. Aunque vive con esa incertidumbre y tensión de una ciudad que esporádicamente es atacada con misiles, Kiev es una capital que ha revivido y, como el resto de la Ucrania que no se encuentra destruida, ha “normalizado” esta guerra sin final a la vista. Cuando suenan las sirenas antiaéreas –aunque las autoridades siguen llamando a la población a bajar a los refugios– nadie se inmuta. Aunque es verdad que hubo gente que en vísperas del primer aniversario decidió irse por temor a un ataque, ya desde hace meses la vida ha vuelto a ser casi “normal”, con restaurantes y teatros abiertos, aunque horarios por supuesto distintos porque aún rige el toque de queda.
“Llevate baterías y llevate linternas”, me aconsejaron mis amigos ucranianos, antes de partir. Un problema gravísimo, un año después, en efecto, son los cortes de luz debidos a la criminal destrucción, por parte de Putin, de infraestructuras vitales, de los sistemas energéticos, esenciales sobre todo en invierno.
Si ya me había llamado la atención la resiliencia de los ucranianos hace un año, ahora el impacto es aún mayor. Aunque se los notas cansados por una guerra que está dejando una destrucción pavorosa, ha destruido cientos de miles de hogares, familias y la economía, todos parecen aún más determinados a seguir en la lucha. El precio pagado para defender la libertad y la independencia ha sido demasiado alto como para hacer concesiones. Eso sería traicionar a quienes han dejado la vida por la patria, es la consigna general.
Así como hace un año me había llamado la atención que nadie se quejara, se lamentara, gritara contra los asesinos, reaccionara ante el horror de una guerra en la que claramente Rusia no se limitó a atacar objetivos militares, sino que se ensañó contra los civiles –destruyendo hospitales, escuelas, universidades, edificios residenciales, centros comerciales–, un año después encuentro esa misma resiliencia. Los ucranianos –cada uno con una historia a cuestas, cada uno con una herida–, lloran a sus muertos, lloran la destrucción, lloran al no saber qué podrá suceder en los próximos segundos, porque los misiles pueden caer en cualquier momento. Pero lo hacen con dignidad y compostura.
Hace un año llegué a un país bajo amenaza, pero que todavía no creía que la invasión fuera a concretarse. Esta vez sabía que iba a un territorio en guerra. Confieso que nunca vi la desolación que pude ver en el Donbass, donde ya casi no quedan civiles porque todos han escapado o han sido evacuados, donde retumban los estruendos de los combates y donde mueren a diario seres humanos. Los que se quedan son héroes que viven sin calefacción bajo temperaturas extremas, sin agua, en el infierno de los combates, pero que resisten, hasta con una sonrisa.
También quedé impresionada al llegar a Kherson, la única gran ciudad tomada por los rusos y liberada en noviembre pasado, otra ciudad casi fantasma, donde todos los días, desde el otro lado del río Dniper, los rusos disparan y matan a personas inocentes. Un día Elena, mi intérprete, llegó totalmente shockeada a la cita que teníamos en el arrasado aeropuerto de Kherson. Entonces oímos, como siempre, varias explosiones a lo lejos. Cuando llegó, unos minutos más tarde, alterada, nos contó que mientras manejaba su auto le cayó cerquísima una bomba de artillería. Sintió el movimiento del aire, el estruendo al lado, el terror. Y sintió la muerte muy cerca. En muchas partes de Ucrania, la muerte está agazapada y puede irrumpir en cualquier instante. 
Conmueve la dignidad de los ucranianos frente al horror de una guerra con la que intentan convivir

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