martes, 28 de febrero de 2023

LA PARTE Y EL TODO


La crisis del supremacismo moral
El uso partidario de los derechos humanos da señales de resquebrajarse Por Sergio Suppo

Entre las crisis que se suceden como las vueltas de una espiral sobre su eje, hay una que refleja un especial desequilibrio. Expuesto y desgastado, se resquebraja el supremacismo moral que el kirchnerismo impuso al resto de la sociedad al mimetizarse con las víctimas de la dictadura.
Fue un fenómeno construido por unos pocos, pero aceptado en silencio por muchos desde hace 20 años.
El martes pasado, unas pocas palabras evocaron el negocio que manchó la lucha por el esclarecimiento de los crímenes contra los derechos humanos.
En un universo de frases sorprendentes que marcan el día a día de la política, Estela de Carlotto apuntó una advertencia que rompió los niveles de desconcierto. La presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo hizo público su rechazo de que el acto recordatorio del último golpe de Estado, el próximo 24 de marzo, sea utilizado como trampolín de la campaña en favor de la candidatura presidencial de Cristina Kirchner.
“No podemos mezclar las cosas con un tema netamente político actual”, dijo Carlotto. Se refería a la falsa proscripción de la vicepresidenta que el kirchnerismo se empeña en denunciar, como parte de la construcción de una nueva épica que termine con otra candidatura.
En la misma declaración, Carlotto hizo una salvedad acorde con la incondicionalidad hacia el kirchnerismo que caracteriza la actuación de su organización. Dijo que en el tradicional documento del 24 de marzo seguramente se incluirían referencias a la situación judicial de la vicepresidenta. Nada nuevo ni sorprendente. Son tan invariables los elogios a sus benefactores como contundentes los ataques a los adversarios del kirchnerismo.
El uso partidario del 24 de marzo seguirá siendo invariable más allá de la formal aclaración de La Cámpora de que esta vez no será para defender a Cristina de sus problemas judiciales.
Allá lejos, en 2001, hubo una oferta de cooptación similar por parte del efímero Adolfo Rodríguez Saá. Este no pudo, por falta de tiempo, poner en práctica su acuerdo con las Madres y Abuelas; de lo contrario, tal vez hoy estaríamos en presencia de otro adalid de la defensa de los derechos humanos. En cambio, en 2003 fueron los Kirchner quienes, al consumar sus promesas de generosos subsidios y miles de puestos de trabajo, obtuvieron el certificado moral de un flamante pasado de lucha que nunca habían tenido en Santa Cruz, ni en el llano ni como gobernantes.
Al precio de ignorar que durante la restauración democrática el presidente Raúl Alfonsín enfrentó al partido militar cuando este todavía tenía poder y habilitó el juzgamiento de los comandantes, los Kirchner construyeron su propia epopeya sobre una historia personal inventada, al derogar las ya perimidas leyes de obediencia debida y punto final, dictadas por el Congreso tras los alzamientos carapintadas, y al eliminar el indulto otorgado por Carlos Menem. Eso permitió el enjuiciamiento y la condena a los responsables de la represión, ya sin los riesgos de reacciones carapintadas que sufrieron los presidentes Alfonsín y Carlos Menem.
El canje fue muy provechoso tanto para los nuevos jefes del peronismo como para los dirigentes de las asociaciones de Madres y Abuelas y sus familias y allegados, que obtuvieron millonarios beneficios a cambio de la incondicionalidad requerida por el kirchnerismo.
El matrimonio y sus seguidores adquirieron por la bendición de estas agrupaciones un estatus que todavía les permite seguir subidos a un banquito imaginario desde el que hacen notar al resto de sus conciudadanos que pertenecen a un grupo especial de argentinos y que tienen, por lo tanto, derechos especiales. Estos son, nada menos, el de imponer un discurso único sobre los acontecimientos del pasado y el de clasificar a las personas en buenos o malos, según adhieran o no a esos planteos maniqueos.
Reflexiones y autocríticas desde la propia izquierda que cuestionaron las atrocidades cometidas por los grupos guerrilleros fueron canceladas y sus autores, desacreditados.
El infierno les es asignado a quienes cuestionan la violencia de los setenta, a los que refutan la legitimidad de la lucha armada y a los que objetan la falta de juicio y castigo a quienes pusieron bombas, mataron o secuestraron.
Desde esa perspectiva, el resto de los mortales, aquellos que no tuvieron la desgracia de sufrir la represión, pertenecen a una especie de plebe que debe repetir el discurso único y cancelatorio bajo la explícita amenaza de ser considerado un cómplice de la represión o un represor propiamente dicho.
Emblemáticas madres de desaparecidos y relevantes familiares de asesinados han sido excomulgados del reino con la misma virulencia con la que fue cancelado el fiscal Julio César Strassera, el hombre que acusó a los comandantes en el juicio de 1985.
Y así fue como el reclamo de un derecho universal se convirtió en un recurso partidario, y los opositores al kirchnerismo se convirtieron de inmediato en sinónimos de Videla y Massera.
Dos efectos son visibles y aceptados con naturalidad: Por una parte, la defensa de los derechos humanos en tiempo real, de quienes sufren hoy, está sumergida por la monotemática agenda de los hechos registrados hace más de 40 años. Lo segundo es que la ayuda está siempre condicionada a un requisito de incondicionalidad.
Así, para el kirchnerismo, hay pueblos originarios “buenos” como los autopercibidos mapuches; y pueblos originarios “malos”, tal el caso de los que habitan en Formosa.
En nombre de causas revolucionarias habitualmente emparentadas con la izquierda, el kirchnerismo usó y usa los derechos humanos para naturalizar prácticas propias de las monarquías totalitarias, según las cuales la relevancia de cada persona está determinada por ser hijo de un rey o un noble importante.
Si en los setenta las organizaciones de superficie de los grupos terroristas enseñaban a sus militantes a glorificar a los combatientes, en el siglo XXI, varias generaciones después y con cada vez menos sobrevivientes de aquellos trágicos días, tiene un valor especial para escalar en la nomenclatura kirchnerista tener algún apellido famoso en esos años. El tiempo desmigaja ese encumbramiento hereditario a medida que cada uno debe valerse por sí mismo y no por los padecimientos o logros de los ancestros.
Por supuesto, quienes han osado no sumarse a las filas del oficialismo no gozan de los beneficios del supremacismo moral y, por lo tanto, han sido desconocidos como víctimas. Ya no importa haber sido esto o aquello en el pasado; vale más la incondicionalidad con la que se adhiera hoy al kirchnerismo.
Nada sería tan grave si las consecuencias de este supremacismo moral no estuvieran dando lugar como reacción al negacionismo de la tragedia o, peor, a la reivindicación de las violaciones de los derechos humanos. Se trata de un peligroso juego de extremos que impide conocer qué pasó en aquellos años, para incorporarlo a la historia y no volver a repetirlos. Nunca más

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