domingo, 31 de julio de 2016

AHORA TAMBIÉN DISCUTIMOS EL COLOR DE PELO; ARGENTOS A MORIR

Pobre Messi. En momentos en que se ha convertido en el desvelo de los analistas y en que hasta las maestras le dedican cartas abiertas, lo último que debe querer es que todo el mundo hable de él. Pero así es este país, cruel y sentimental. Con algo de culpa, entonces, pido perdón de antemano por sumar otra voz al coro. Aunque hago un descargo: lo que me gustaría decirle a Messi es que desoiga sin excepción a todos los que hablamos de él. Que por favor no escuche a nadie. Ni siquiera a su padre. Si algo necesita en este momento, es prescindir de la opinión ajena.
La opinión de los otros sobre lo que somos o hacemos suele ser volátil y caprichosa. Además, puede venir contaminada de origen, formateada por la horma del zapato respectivo, cuando no envenenada. Y siempre es peligrosa: depende de cosas que no manejamos y puede acabar manejándonos. 

Pensemos en este caso. La historia habría sido otra si un pie izquierdo le hubiera entrado distinto a una pelota detenida: en lugar de haber terminado en la tribuna, desatando el pesar y la agonía, el balón se habría puesto a dormir en la red para despertar el delirio de un país que, con el triunfo, hubiera certificado su condición de excepcional, de predestinado, de elegido. Todos al Obelisco a canonizar al dios Messi y a sentirnos los mejores, arrogándonos como propios los méritos ajenos. Pero el botín del crack le dio muy abajo a la pelota y acabamos, como era previsible, exorcizando la derrota. ¿Cómo? Adjudicándosela al pecho frío de aquel que iba a salvarnos. No le perdonamos a Messi lo que a diario nos perdonamos a nosotros mismos.


En medio de tantos sinsabores, en medio de tantas derrotas y frustraciones de todo orden, el único consuelo que nos queda es pensarnos excepcionales. Creemos que lo somos, o queremos creerlo, y necesitamos pruebas para sostener y vivir el mito. Pero, como en verdad no lo somos, depositamos toda la responsabilidad en una sola persona. Si ganamos, todos somos Messi. Si no ganamos, si perdemos, lo señalamos con el dedo y le colgamos la culpa al cuello. Demasiado para cualquier ser humano. Y demasiado incluso para Messi, quien, más allá de su inmenso talento, quizá sea el menos excepcional entre todos los excepcionales. Si hasta parece, fuera de la cancha, uno de nosotros. Por eso mismo, por ser uno de nosotros, quizá se haya sentido demasiado solo el domingo ante la pelota detenida, frente al arco que custodiaba el arquero chileno.
De hecho, lo estaba. Alrededor de Messi -y de sus compañeros- no había nada. La industria del fútbol nacional se ha convertido en un agujero negro de violencia y corrupción. Éstos fueron años en los que el fútbol llegó a su más perversa asociación con la política para robar a manos llenas. 

Años en los que los barrabravas, en connivencia o al amparo del poder, han mutado en bandas delictivas ligadas al crimen y el narcotráfico. Además de goles, aquí el fútbol produce muertos. ¿Qué pretendíamos? ¿Que Messi convirtiera el penal para batir el parche de la fiesta? ¿Que de un plumazo -o de una caricia a una pelota- nos olvidáramos de la podredumbre que nos rodea? Un triunfo sobre Chile, además de una copa para la selección después de 23 años, nos habría dado también un pasaporte para seguir viviendo en la ficción o la ceguera. Nuestra especialidad.

Me hubiera gustado gritar el gol, claro. Pero Messi, el mejor de los nuestros, quizá nos haya hecho un favor. Dejemos de apostarlo todo a seres supuestamente excepcionales que un día llegan de la estratosfera o que nosotros mismos construimos para vestir las miserias de nuestra mediocridad. Dejemos de aspirar a la gloria en forma vicaria a través del iluminado de turno y aportemos por fin lo que tengamos de bueno para integrarnos, desde nuestro lugar, a esa trama de seres comunes y corrientes que con su afán cotidiano hacen habitable un país. Es una tarea menos épica pero quizá, por anónima y necesaria, más heroica. Y dejemos de encandilarnos con el éxito, que resulta fatuo o casual si no es fruto de un trabajo verdadero y un proceso sostenido."Se termina la selección para mí -dijo Messi-. Es lo mejor para todos."

 La frase delata que el ídolo está bajo el influjo de la esquizofrenia nacional. Me gustaría decirle que no piense en los demás. Que se quite ese peso de encima. Que tome distancia y haga la suya. Que mire el resultado del domingo desde su propia perspectiva. También, que lo ponga en su justo contexto. A fin de cuentas, el único éxito es perseverar. En aquello que uno decida. Por eso, Messi, no te amargues y no nos hagas caso: una sola persona no puede ni debe redimir los pecados de todo un país
H. M. G.

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