viernes, 1 de julio de 2016

ESCLAVAS


Ocurrió aquí nomás, en lo que actualmente es el parque Lezama. Allí, hace siglos, en poco ceremoniosas tarimas de madera, se vendían y compraban personas. El negrito simpático que muchos supieron ser en algún acto escolar -corcho quemado, disfraz de ocasión- era un esclavo.

Un niño vendido como mercancía, a veces separado de su madre como se separa a una vaca de su ternero. Ambos eran carne humana; bienes que se adquirían, se usaban, se amortizaban. Recordé el quiebre: el día en que, durante una clase de historia, un docente hizo trizas el blando imaginario que durante años había poblado cuadernos, figuritas y dibujos sobre la colonia. La esclavitud era eso, nos dijo: un niño arrancado de los brazos de la madre porque un cliente quería comprar sólo un cuerpo humano, no dos. Cuerpos con precio, juguetes de la oferta y la demanda.
El recuerdo de aquella clase me asaltó días atrás, y no precisamente al revisar materiales históricos. Acababa de ver una película que por estos días se exhibe en el Malba y que en absoluto se dedica a mirar al pasado. Dirigida por la española Mabel Lozano y filmada en Paraguay, Colombia, la Argentina y España, Chicas nuevas 24 horas no habla de grilletes, barcos negreros o subastas públicas de carne humana. Pero sí habla de esa variante de la esclavitud que nuestra época supo conseguir: la trata de personas.



Al comienzo del film, la actriz Ana Celentano, embutida en un impecable tailleur y con aires de coacher de empresa multinacional, se dirige a un grupo de hipotéticos emprendedores y les dice: "Les voy a mostrar las claves para montar un negocio que mueve 32 mil millones de dólares al año". Y así, entre la clase ficcional que imparte Celentano y los testimonios nada ficticios que las cámaras recogen en la Triple Frontera, en Madrid o el pueblo peruano de Madre de Dios, la directora traza un devastador mapa del tráfico de personas -más concretamente, el tráfico de niñas y mujeres destinadas al comercio sexual- que tiene lugar hoy, a toda hora, en cualquier lugar del planeta.
La clave en todo esto, parece decir la directora, es el dinero. Ganancias descomunales, ilegales, pero relativamente fáciles de lograr. Y una sociedad para la cual una mujer devenida en objeto sexual es algo tan perfectamente natural como lo era el africano convertido en esclavo para las buenas gentes del siglo XVI.


"Lo importante es captar y seleccionar la mercancía ideal", explica con sonrisa eficiente el personaje de Celentano mientras el montaje muestra imágenes de barrios pobres de Asunción del Paraguay, barriadas y mercados peruanos. "Hay que saber convertirla en un producto de consumo para satisfacer la demanda", continúa. El contrapunto de su actuación es la adolescente paraguaya que cuenta cómo su propia tía la hizo viajar a España, la encerró en un sótano y la entregó a una red de prostitución.

 O el policía peruano que describe la trama de corrupción -funcionarios, políticos, fuerzas de seguridad, empresarios y comerciantes- que permite la total impunidad del tráfico sexual de menores en su país y, al final de su relato, sin mirar a cámara, dice casi para sí mismo: "¿Te das cuenta por qué como policía, como padre, me siento asqueado?".


La clave es el dinero, insiste el film, y muestra cifras. Intermitentemente, al comienzo, al final o durante algún testimonio, aparecen estadísticas, números, cálculos. Los cinco millones de euros que generan las 35.000 menores explotadas en Colombia; los 2000 euros por noche que en España generan 40 servicios sexuales a 50 euros cada uno; los 30 euros que cobran los "captadores" por cada "materia prima", que, despojada de documentos, aislada y sometida a extenuantes condiciones de "producción", generará sumas y sumas de dinero de las que apenas le llegarán migajas.

 La película describe una enorme cadena económica: porque ganan quienes organizan el tráfico, pero también reciben beneficios taxistas, agentes de viajes, encargados de locales, empleados varios y, en el extremo más pobre de la cadena, los dueños de los míseros bares-prostíbulos que, ya no en Europa sino en América latina, florecen cerca de los lavaderos de oro, en las rutas, en los puertos. Todos ganan, menos ellas, las carnes de cañón: cuerpos de cotización variable y descarte fácil.
D. F. I. 

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