viernes, 1 de junio de 2018

LA OPINIÓN DE MIGUEL ESPECHE


MIGUEL ESPECHE

Los humanos, habitantes de ciudades forjadas de aceros y cementos, y asfaltadas al punto de que el agua de la lluvia rara vez toca la tierra dentro de su perímetro, tienen, sin embargo, su contacto con el mundo natural. Ese contacto son las mascotas.
Sí, es verdad, las mascotas existen también en zonas rurales, barrios suburbanos, pueblos de siesta y árboles, pero allá quizás la palabra "mascota" no resuenea tanto como en la gran urbe.
Facebook se llena de imágenes de perros y gatos, háamsteres y loros, iguanas y pájaros exóticos, entre otros animales cuyas fotos son compartidas mientras hacen de las suyas. Cuando hace frío, por ejemplo, se les tejen tricotas a los perros o a los gatos, mientras se duerme con ellos, a veces a costa de algunas trifulcas conyugales. El universo mascota toca hondo, genera afectos, permite proyectar mundos de relación que se hacen significativos para muchos que, por diversas causas, vuelcan en ese vínculo su propia interioridad.
Es real que muchos chicos aprenden de la vida (sobre todo afectiva) gracias a las mascotas. A su vez, se usa a los caballos para ayudar a quienes desde el autismo requieren de contacto con lo "real" del mundo animal y, en otro orden, muchas soledades dejan de ser tan duras cuando un perro o un gato andan por ahí, generando contacto y siendo un "otro" al que cuidar y con quien compartir los días.
Para muchos ese afecto que les cuesta compartir con otros humanos es más fácil vivirlo con las mascotas. Bueno. es verdad, no siempre se viven de esa manera a las mascotas, pero es innegable que es habitual ver personas que demuestran cariños efusivos con sus mascotas, siendo chúcaraos y hasta mezquinaos con el prójimo, el humano de al lado.
Un fenómeno ligado a esto último es que a veces a los pobres animales, anhelantes quizás de libertad, barro, olores propios y horizonte, se los humaniza y no se les permite vivir en paz su propia animalidad.
Se los quiere para depositar en ellos rasgos humanos que no tienen, y así las cosas se pueden complicar. De hecho, y como ejemplo de lo antedicho, es común ver, vencidos y resignados, a perros gordos de azúcares, abrigados por las antes mencionadas tricotas y anhelantes de ese pedacito de plaza que hoy les toca, mientras sus dueños los llaman con un cariño meloso que quizás ellos, los pobres cánidos, preferirían recibir en idioma perro de parte de un par.

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