miércoles, 29 de agosto de 2018
HABÍA UNA VEZ.....
Mi primera visita a Chiloé la hice en el año 1987 con mi gran amigo y compañero de viajes patagónicos Marcial Quiroga. Fue un viaje épico, luego de pasar por Puerto Montt cruzamos a la enorme isla, con paradas en Ancud y Castro para finalmente llegar a su punto más austral, que es el puerto de Quellón. Allí nos embarcamos en un lento transbordador, que tras 32 horas de viaje nos dejó en Puerto Chacabuco, donde dormimos un par de noches. Esa misma tarde, mientras navegábamos, pasó una procesión interminable de botecitos que era un entierro.
A la mañana, luego de descansar, un barquito nos llevó a una terma que tenía un lodo curador. De allí seguimos por tierra hasta Coyhaique para pasar a la Argentina por el hito 45.
Varias veces más regresé a esta magnífica isla usando siempre la misma ruta de entrada o salida.
Esta vez viajé a Castro, su capital, para entonces dirigirme por varios días a la isla de Lemuy y participar de una minga. Esta palabra envuelve un significado comunal y ancestral, ya que es un esfuerzo de todos los vecinos de un pueblo para ayudar a otro en una tarea específica. La minga más famosa es la que hacen para trasladar una casa de una isla a otra para una mudanza. En vez de vender la casa y comprarse otra, la casa es vaciada de sus contenidos y con la ayuda de palancas hechas con palos largos se eleva para colocarle debajo unos troncos verdes bastante gruesos que servirán de patines.
Luego, con la ayuda de dos yuntas de bueyes y cadenas, la casa es llevada arrastrándose lentamente hasta el mar, donde es botada al agua para ir navegando tirada por botes a su nueva locación. La historia dice que las razones de estas mudanzas edilicias eran por problemas de agua o simplemente porque algunos vecinos que tenían desavenencias con otros decidían mudarse en bloque. Y así, a veces, hasta 10 casas eran mudadas, una por una.
Haber participado de esta bella tarea desde el primer día me hizo sentir lo impersonal y fría que es la vida en las grandes ciudades y la verdadera fuerza de la solidaridad que se encuentra en pequeñas comunidades donde existen la lealtad y el respaldo al vecino. Se cree que esta región del país es la que más tradiciones preserva.
No es menor la mitología de Chiloé, que durante mi visita fue relatada extensivamente durante los almuerzos por Eufemia, una señora de setenta años que vio con su madre, cuando tenía solo ocho, el barco fantasma El Caleuche. Esta leyenda quizá fue tomada de la del navegante errante luego de la llegada al archipiélago de los corsarios neerlandeses en 1600: "Este corsario hizo un pacto con el diablo para navegar por los mares sin peligro de naufragios y en consecuencia fue castigado con trasegar los océanos para siempre sin jamás tocar tierra".
O la del barco esclavista que luego de arribar atrajo a los indígenas con música y fiestas a bordo para hacerlos cautivos.
La leyenda de El Caleuche dice que el barco al pasar tiene una música tan hipnotizadora que seduce a quien la escucha y lo arrastra a bordo, donde queda cautivo para siempre con la maldición de llevar una pierna sobre la espalda.
Eufemia me dijo que luego de ver pasar el barco con la música más encantadora, su madre le prohibió por un año contárselo a nadie ya que podía traer una maldición familiar. Este mito se extiende con largas ramificaciones con sirenas y negocios dudosos.
Terminada la minga los pobladores prepararon un enorme curanto de mejillones y almejas calentando las piedras en un pozo, primero de a poco para que no exploten.
Tomamos chicha y bailamos cuecas al son del acordeón y la guitarra.
Al volver a casa me sentí bendecido por este pueblo tan hermoso, por sus tierras y barcos. Quedarán para siempre conmigo sus voces de leyendas mitológicas.
F. M.
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