lunes, 20 de agosto de 2018

LECTURA RECOMENDADA,


Última correspondencia: el fin de una escritura milenaria
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En tiempos digitales, las cartas tienen fecha de vencimiento, y una larga historia; un libro la cuenta y, a la vez, extiende el certificado de defunción de un género literario
Pasó hace apenas unos días. Un amigo se va para siempre de Buenos Aires y le dice a su interlocutor: "Ahora vamos a tener que escribirnos". "Sí, claro -responde el otro-, te mando un mail en cuanto estés afuera". "No, no -insiste el primero-. Hablo de escribir cartas, no mails". Es muy probable que esa conversación, y la escena epistolar que preanuncia, sea una de las últimas de una historia milenaria, la de esa variedad de comunicación entre hombres (distantes, exiliados, amigos, enemigos, amados y odiados) que se convirtió en un auténtico género literario. ¿Quién guardará los mails? Casi nadie. La tecnología digital es más obsolescente que el papel. El papel, a la larga, dura más que "la nube".
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Es con ese diagnóstico terminal que, un poco irónicamente, empieza el historiador
Armando Petrucci, muerto el año pasado (uno estaría tentado de decir: muerto junto con el objeto de estudio), su libro Escribir cartas (Ampersand). "Ha tenido lugar un fenómeno que todos conocemos muy bien: en la actualidad la cantidad de cartas sobre papel que escribimos o leemos es infinitamente inferior a la cantidad de mensajes que transmitimos o nos son transmitidos por vía electrónica. La desaparición de las cartas tradicionalmente escritas a mano está, sin duda, próxima". ¿Cuán próxima está? No lo sabemos. Pero en todo caso lo suficientemente cercana para permitir mirar hacia atrás y contar la historia de un forma de la escritura que se practica de un modo secreto, anacrónico (nada más contemporáneo que lo anacrónico) y en soledad.
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Vayamos al origen. Según Petrucci, ese origen no es claro, pero pertenecen al mundo clásico; esto es, cronológicamente, a los siglos VI y IV a.C. Eran textos epistolares griegos con incisiones sobre pequeñas y delgadas láminas de plomo, por lo general enrolladas: escritos breves, pocas líneas, con las señas del destinatario en el reverso de la lámina.
La historia es intrincada, y tiene en Zenón un protagonista principal. Por su condición de hombre de confianza de Apolonio, recibió más cartas de las que escribió. Pero, después de todo, la historia de la correspondencia no está hecha solamente de remitentes, sino, más que nada, de destinatarios. Son ellos quienes guardan las cartas. Eran cartas que recibió hasta el 229 a.C. escritas con un cálamo vegetal cortado en uno de sus extremos a modo de pluma. Faltaba mucho para que Walter Benjamin se disculpara por escribir a máquina (máquina de escribir, claro) una carta que debería haber escrito en estilográfica. Cuánto tiempo pasó del cálamo cortado y, sin embargo, la estilográfica está más cerca de él que el teclado impersonal: toda carta que se precie debe registrar el temblor del pulso.
El temblor y la caligrafía. No sabemos realmente si "el estilo hace al nombre", pero su caligrafía (el estilo material de su escritura) lo revela. Quien vea (como se ven en el libro de Petrucci) la caligrafía de Petrarca o Miguel Ángel va a descubrir algo afín a sus poemas y pinturas. Sin las cartas, esa revelación no habría sido posible.
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Nada habría posible sin las cartas. ¿Quién fue el escritor mayor de cartas? San Pablo, no hay dudas. En su libro
El silencio de los libros, George Steiner lo define, con razón y sin rodeos, como uno de los escritores mayores de Occidente. El apóstol eligió la vía de la epístola para dar a conocer su menaje. Petrucci no lo menciona, y es una omisión considerable. Es inconcebible la influencia paulina en una época en la que no había sellos, ni sobres ni estampillas, conquistas todas que cambiaron para siempre el arte (y el testimonio y la confesión) de la correspondencia personal.
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Cuenta Petrucci que, el 8 de octubre de 1903,
Thomas Mann, uno de los mayores -si no el mayor- corresponsales del siglo XX (por sus diarios nos enteramos de que dedicaba todas sus mañanas a responder el epistolario, que custodiaba con el mismo celo que sus novelas), se quejó de los escritos en las postales de superficie satinada, donde la tinta siempre se corre.
En otra carta, dice lo siguiente: "¡Oh, tiempo de las cartas de entre tres y seis páginas, oh, tiempos en los cuales se profundizaba con las cartas, y en las cartas se profundizaba con las cartas, y en las cartas se probaba el propio talento y en las cartas se digerían y se daba forma a las propias experiencias! ¡Dónde, dónde se fueron!". Nadie sabe dónde se fueron. Pero es casi seguro de que no vuelven más, salvo en la pequeña secta de grafómanos que seguirán cambiando los cartuchos de sus estilográficas.


Escribir cartas. Una historia milenaria
Editorial Ampersand


P. G.

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