martes, 28 de agosto de 2018

PARA PENSARLO....


Son los últimos acordes y ya lo estoy poniendo de nuevo. Afuera, tras los vidrios del auto, la ciudad se desliza repentinamente mansa (hay sol, es domingo, se respira tregua). Adentro, la voz profunda de Patti Smith me acompaña.
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Será por lo melodioso. Por la cadencia. Por cierta sencillez. Escucho "Peaceable Kingdom" una vez, y otra, y otra. "Maybe one day we'll be strong enough/to build it back again". La letra tiene un dejo melancólico; la música, el efecto de una pócima curativa. Me descubro sonriendo, ajena al tránsito. La voz de Patti me acuna. Antes de que el semáforo vire al verde, busco el tema una vez más.
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Por allí leí que no es puro deleite musical el que a algunos nos lleva a sumergirnos, cada tanto y sin demasiadas razones, en la escucha repetida de una misma canción. Algo del niño interior andaría dando vueltas; ese que allá lejos y hace tiempo pedía, una y mil veces, el mismo relato del mismo cuento y ahora nos pide, una y mil veces, que vuelvan a sonar los mismos acordes, la misma frase, el mismo ritmo.
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La explicación la leí en un libro que, justamente, habla mucho de niños. Y de adultos. Se llama Más crianza y menos terapia, lo escribió el psicoanalista Luciano Lutereau y, me digo, no es raro que lo recuerde justo ahora que voy a buscar a mi hijo a un cumpleaños. Quizá tampoco sea extraño que la voz de Patti Smith resuene dentro del auto tan bien, y tan agridulce y tan armoniosa. Mientras habla, ay, de la lluvia, de los sentimientos encontrados, de lo que se pierde y de lo que hace que, ante ciertos mojones de la vida, sepamos que "nunca seremos los mismos".
Cuando abordé el libro de Lutereau, lo hice con la ansiedad del que busca una fórmula mágica. Venía con algunos traspiés domésticos y quería un talismán para la angustia, un rótulo tranquilizador, una hoja de ruta ordenadora.
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Pero no, nadie es de manual. Y el texto que tenía entre manos, si bien era ágil y accesible, no era un libro de autoayuda. Así y todo -más bien, por eso mismo-, me ayudó. "Buena parte de las funciones parentales no consisten en hacer lo que hay que hacer, sino en poder leer los propios tropiezos y transformarlos", leí en Más crianza, menos terapia. Entonces, algo empezó a estar mejor.
Me gustó la visión de la paternidad y la maternidad que plantea el autor; me quedé pensando en que esto de criar no es cuestión de teorías, sino de ofrecerse entero. Con la parte de errores, carencias y desconcierto que implica semejante cosa.
Me identifiqué -y me enojé- con algunos de los casos que menciona en el libro. Me descubrí pensando cuestiones propias -no solo ligadas al lejano tiempo de la infancia- mientras avanzaba en ese texto que, suponía, me iba ayudar a entender mejor a mi hijo.
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Ante todo, agradecí que me recordara el sentido único y efímero de la niñez. "Pedimos a los niños que se adapten a nuestro cansancio, a nuestra demanda de que se dejen alimentar de manera prolija y ordenada, que se bañen sin rodeos; en definitiva, esperamos que realicen de manera eficiente las más diversas actividades, cuando el mundo de la infancia avanza en sentido contrario al de la utilidad y la ganancia de tiempo", escribe Lutereau, y destaca eso tan obvio y tan olvidado: un chico no es un adulto en miniatura; un pibe no es un cachorro amaestrable; un niño no es un dispositivo inventado para responder a nuestras expectativas. El territorio de la infancia es zona con lenguaje, temporalidad y lógica propios; internarse por allí tiene algo de viaje a otro planeta, de ingreso en la dimensión desconocida. Una pequeña maravilla con el tiempo contado, titilando por entre el fárrago de todos los días.
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Voy a buscar a mi hijo, escucho por milésima vez la canción de Patti Smith, le hago un guiño a mi niñita interior. Si crecer no es cuestión de adaptarse, sino de "aprender a jugar con la realidad y transformarla", habrá que seguir aprendiendo.

D. F. I.

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