lunes, 22 de abril de 2019

MANUSCRITOS,


La soportable levedad del ser

Héctor M. Guyot
La vida tiene dos claves: el drama y la comedia. Por eso la humanidad se divide en dos clases de personas: las que tienden al llanto y las que se inclinan por la risa. Ante la misma circunstancia, unas y otras reaccionan de modo opuesto, señal de que la realidad, acaso en la más absoluta de las indiferencias, se adapta sin queja al ojo de quien la mira. ¿Y qué hay, en el ojo de quien mira, que determina una u otra clave? Imposible saberlo. Todo lo que podemos comprobar es que, sea por temperamento, espíritu, educación o naturaleza, el hecho por el que algunos se clavan los puñales hasta desangrarse provoca en otros una sonrisa franca o irónica que aligera el peso del ser.
A veces la distancia entre la risa y el llanto es corta y sutil. Se puede reír y llorar al mismo tiempo. Es decir, estar triste y alegre a la vez, en una síntesis gozosa. Este sentimiento que contradice los principios de la lógica debería tener un nombre específico, porque es real y verdadero. Hasta ahora no lo tiene, pero si quiere saber de qué hablo pruebe con un libro de Chejov o un tema de bossa en la voz y la guitarra de João Gilberto.
Buena parte de las personas oscilamos entre el drama y la comedia. Un equilibrio precario, como todo equilibrio, pero que quizá le haga justicia a la paleta de colores con la que se viste la vida. Para nosotros, hay días grises y otros de pleno sol. Aunque nunca sabemos si habrá cielo despejado o nublado cuando salimos de la cama, porque se trata de un dato impredecible que no llega con el pronóstico del servicio meteorológico.
Para esos días de nubosidad variable, que se espesan aún más por lo que hay que soportar en un país como este (que el fugado comediante Samid dijera que entró en pánico y se tomó unos días de vacaciones, por ejemplo), siempre hay un antídoto eficaz elaborado precisamente por aquellos que saben vibrar en clave de comedia. A ellos mi eterno agradecimiento por aliviar el peso que a veces se acumula en nuestros hombros. Por eso me conmovió, en medio de las fatigas del día, enterarme el jueves de que se han cumplido treinta años del estreno de Cuando Harry conoció a Sally, la película de Rob Reiner con guion de la gran Nora Ephron.
Primero, me sorprendió que treinta años pudieran haber pasado como un suspiro. Me parece que fue anteayer cuando la vi por primera vez, en una sala de barrio que ya no existe: allí donde se proyectaban sueños en pantalla grande hoy se levanta un banco. En aquel Cinema Paradiso de mi infancia y juventud vi muchas películas, pero de ninguna me acuerdo tanto como de esta. Sobre los títulos finales, cuando se encendieron las luces, me sentí reconciliado con la vida. ¿Qué más se le puede pedir a una película?
La comedia es abandonarse confiado al soplo del destino, que sabe adónde llevarnos, y es también habitar mientras dure esa zona hospitalaria de la existencia donde los problemas y hasta los mismos cuerpos pierden peso. Cuando la comedia es arte, contamina con su ligereza la densidad de la vida real, que así se transforma y muestra su otra cara. A mi padre le gustaba mucho Qué bello es vivir, el clásico de Frank Capra. Una película que me produjo efectos muy parecidos a Cuando Harry conoció a Sally.
Hay que decir que detrás de la película de Reiner estaban la inteligencia y la sensibilidad de Nora Ephron, quien después dirigió comedias que también están a la altura de las mejores, como Sleepless in Seattle (traducida, perdón, como Sintonía de amor) y Tienes un email, ambas con la extraordinaria Meg Ryan (protagonista junto a Billy Cristal de Cuando Harry...) y Tom Hanks. Otra comedia de Ryan capaz de iluminar un cielo muy nublado es French Kiss( Quiero decirte que te amo, perdón), con Kevin Kline. Sin duda, cada cual tendrá su comedia favorita para días así.
Treinta años después, y gracias a la nota que María Fernanda Mugica y Natalia Trzenko firmaron hace unos días en este diario, me entero de que la idea original de Cuando Harry... fue inspirada de algún modo por Escenas de la vida conyugal, de Ingmar Bergman. No me sorprendió en lo más mínimo. Ambas películas siguen las idas y venidas de una pareja a lo largo del tiempo. Una en clave de comedia; la otra, en clave de drama. Una termina inequívocamente bien y la otra... como debe terminar. En verdad, Escenas... concluye en Saraband, su secuela. Allí, en un final memorable, cargado de dramatismo, el maestro sueco les da cabida a la sonrisa, la paradoja y la posibilidad de la mutua compañía, aun en medio de la soledad. Algo de todo eso también tiene Cuando Harry conoció a Sally, acaso una comedia con un dejo chejoviano. Para reír y llorar.

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