martes, 23 de abril de 2019

SANTIAGO KOVADLOFF, NOS CUENTA


Demonizar al otro para reforzar las propias creencias

Santiago Kovadloff
El hombre desprejuiciado no es sino una abstracción; nadie lo encontrará por las calles de este mundo, y menos en el espejo
Conocí el prejuicio temprano: fui un "judío de mierda" a los doce años. La misma edad en que, mucho después y en los mismos términos, lo fue mi hijo para otro enceguecido. Lo mío ocurrió en un partido de fútbol de esos que por entonces los chicos jugábamos en un potrero de barrio. Impedí, sin cometer falta, el remate al arco de un adversario. Su reacción fue ese insulto. ¿De dónde lo había sacado?
El prejuicio se desconoce como prejuicio. Crea sus estereotipos y se afana en difundirlos. Si prospera, puede alcanzar incalculable relieve social. Pasa entonces, en la percepción colectiva, a ser una certeza. No requiere demostración.
El hombre prejuicioso rechaza toda aproximación crítica a sus creencias. Si no procediera así, su prejuicio no podría sobrevivir.
La rentabilidad psíquica del prejuicio para quien lo encarna consiste en que hace de él un vocero de lo indudable. Lo que estima verdadero deja con ello de ser una opinión y se convierte en un hecho objetivo. Palabra y cosa, de este modo, se homologan. Pronunciarse equivaldrá entonces a hacer oír la realidad
Musulmanes, judíos, o cristianos; negros, mujeres, indígenas, homosexuales, inmigrantes y refugiados, así como todo partidario de otra ideología que la propia, se convierten por obra del prejuicio en expresión de un mal que debe ser eliminado. Al combatir ese repertorio de "infamias", la suya pasa a ser misión de redentor. El odio y la prédica del bien serán complementarios.
Conviene ser cautos y no dejarnos llevar por la presunción de que podemos escapar al influjo del prejuicio por habernos liberado del que empobrecía nuestra percepción. Es ineludible el prejuicio como tal: forma parte de nuestra idiosincrasia. Entre las muchas cosas que fatalmente somos, somos también prejuiciosos. Y si es cierto que un hombre es libre en la medida en que sabe combatir sus propios prejuicios tanto como los ajenos, también lo es, y quizás más profundamente, en la medida en que sabe que el prejuicio como tal jamás lo abandona.
Es que el hombre desprejuiciado no es sino una abstracción. Nadie lo encontrará por las calles del mundo. Y menos aún al mirarse en el espejo. Creencias y prejuicios están más que entrelazados y ambos comulgan con los valores cuya supuesta universalidad suele ser reivindicada olvidando sus fronteras
Ahora bien: si no es posible liberarse del prejuicio, puesto que es uno con nosotros, sí lo es combatir su pretensión de equivaler a la verdad. La discusión, el debate, la controversia o el diálogo permiten desenmascarar las formas que en cada caso asume y atenuar al menos su efecto devastador.
El dogmatismo y la ideología no suelen ser más que dos de esas máscaras. Y lo son en la medida en que expresan repulsión por los matices que desvirtúan su pretendido alcance absoluto. Certeramente lo dice Hanna Arendt: "Si la función del prejuicio es preservar a quien juzga de exponerse abiertamente a lo real y tener que afrontarlo pensando, las cosmovisiones e ideologías cumplen tan bien esta misión que protegen de toda experiencia, ya que en ellas todo lo real está al parecer previsto de algún modo".
Una época malamente politizada es la que reemplaza o se empeña en reemplazar la confrontación de ideas y los posibles disensos que de ella resulten mediante la preeminencia de una voz autoritaria. Donde esto ocurre, el prejuicio y los intereses a él asociados siempre ganan la partida. Así se configuran los regímenes dictatoriales y así también los sujetos intolerantes y violentos, que se arrogan atributos de estadistas.
Lo que distingue a las democracias representativas y republicanas no es la seguridad de que en ellas se disuelve el prejuicio sino la convicción de que con ellas es como mejor se lo combate a lo largo de una lucha que no tiene fin.
No obstante, la preponderancia del prejuicio sobre la sensibilidad crítica no puede desconocerse por lamentable que eso resulte. Es que esta suele ser más exigente y por eso menos tolerable. El prejuicio sabe cambiar de piel para preservar su médula inalterada. Los totalitarismos de ayer no son los de hoy pero no por eso dejan de ser totalitarismos. Bien lo prueban los populismos de izquierda y derecha. Más allá del repertorio argumental que cada uno esgrime, confluyen en un mismo propósito e iguales procedimientos.
De modo que, combatido o acatado, el prejuicio no deja de evidenciar su perpetuo protagonismo. Se lo derrota mediante su denuncia pero también se lo recrea constantemente para restaurar su función amparadora. Su suelo más fértil son las coincidencias de cualquier índole entre quienes se muestran reacios a tolerar un pensamiento alternativo al suyo. O se sienten acosados por un hondo vacío personal y se pliegan a las creencias de un grupo o un partido por necesidad de pertenencia
El paso del tiempo, las transformaciones colectivas, desgastan la funcionalidad de las creencias que dan sustento a los valores de una época. Cuando se reniega de ese desgaste y se le da la espalda para aferrarse, como si no se marchitara, a lo que empieza a languidecer, el prejuicio que parecía agonizar se fortalece. Donde esto sucede, la decadencia tiene lugar, se la reconozca o no.
Es evidente, entonces, que el campo de los valores está expuesto a incesantes relecturas, a veces simultáneas, no pocas sucesivas, algunas convergentes y otras antagónicas. Pero siempre inevitables para bien o para mal. Esta formidable diversidad puede verse reprimida por la intolerancia pero no se querrá suprimirla donde importe el derecho a la interpretación.
Demos un paso más, nuevamente con Hannah Arendt: "Sin prejuicios ningún hombre puede vivir porque una vida desprovista de prejuicios exigiría una atención sobrehumana, una constante disposición imposible de conseguir, a dejarse afectar en cada momento por toda la realidad como si cada día fuera el primero o el del juicio final."
De modo que el prejuicio, aun en sus versiones más inocentes, es siempre funcional: nos ayuda a sobrevivir pues inscribe nuestra vida en un horizonte de sentido. Al recortar la realidad según sus necesidades de comprensión e infundirle con ella alguna forma de inteligibilidad, el prejuicio permite creer que esa realidad resulta abarcable y, en esa misma medida, previsible. A veces ese discernimiento no dura más que un momento, a veces se prolonga toda una vida y a veces se extiende, socialmente hablando, a lo largo de un ciclo histórico completo.
Hay otros órdenes más allá de los mencionados donde también puede verificarse la prosperidad del prejuicio.
Un buen maestro sabe enfrentarse a los prejuicios con los que sus alumnos, más de una vez, reaccionan ante una enseñanza que afecta la consistencia de alguna de sus convicciones. Pero si, por un lado, ese maestro los provoca y desafía, por otro los invita cálidamente a reconsiderar lo que estiman indudable. ¿Quién no recuerda lo mucho que le debe al maestro que con sus preguntas infundió una libertad inusitada a su pensamiento? Uno de los míos fue el de latín en el colegio secundario. "Trate de no tener toda la razón", me decía.
Un maestro cabal enseña a aprender. Y aprender a aprender es, posiblemente, el legado más fecundo que puede brindarse a quien se está educando pues impide el asidero en una certeza que se quiere última e inamovible.
Posiblemente fue Sócrates, en este sentido, el primero en ingresar a la historia de la pedagogía occidental. El primero en emprender sistemáticamente la lucha contra el prejuicio propio y ajeno, en bien de Atenas y de sus compatriotas. Lo notable de su conducta es que partió siempre de una convicción hasta entonces más que infrecuente. Para saber si tenía razón, Sócrates se atrevió a poner en tela de juicio, primeramente, la consistencia de sus propias opiniones. Siempre las confrontaba con otras. A tal punto llegó su rigor en la denuncia del prejuicio que terminó condenado por subversivo e inducido al suicidio por el Estado, cómplice de las prácticas que él combatía.
Muchos otros después de Sócrates procedieron de igual modo y sufrieron, en más de un caso, su misma suerte.
Por último, ¿cómo no hacerle lugar al humor en la denuncia del prejuicio? Los chistes, Freud ya lo sabía, no arrojan menos verdad sobre él que la historia y la filosofía. A tal punto abundan los buenos ejemplos que cuesta privilegiar uno sobre otros. Me consuelo no obstante pensando que el elegido es de una elocuencia contundente.
Viaja a París un argentino que desconoce el idioma francés. Un amigo, con quien se reúne antes de partir, le advierte que no serán pocas las dificultades que encontrará por ignorarlo. El viajero estima que no y para ilustrar su convicción recurre, pronunciándolas pésimamente, a las tres palabras francesas que su memoria retiene, subrayando que esas y todas las demás son parecidas a sus equivalentes en castellano: "Que al pan le dice pen, que al vino le dice van; que al viento le dicen vent. ¡Y todo - asegura- es así!".
Semanas más tarde y ya de regreso, se reencuentra con el amigo. Ante su mirada expectante no duda en reiterarle que no ha tenido tropiezos con el idioma. "Como te dije: al vino le dicen van; al viento le dicen vent; al pan le dicen pen". Pero, súbitamente indignado, concluye: "Ahora bien, llamar fromaje (así, con j) a una cosa que se ve por todos lados que es un queso, ¡es algo que no se puede creer!".

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