miércoles, 1 de junio de 2022

OLIVOSGATE


La vergüenza y la culpa

Diana Sperling

¿ Qué hace que ciertos episodios retornen, una y otra vez, a la consideración pública? ¿A qué se debe su persistencia, más allá del momento y la circunstancia puntual de lo sucedido? Algunos dirán que es la intención aviesa de los medios que fogonean la noticia, y tal vez haya algo de cierto en eso. Pero también puede ser que la permanente actualidad de ciertos hechos tenga otros motivos. Para entenderlo es preciso ir más allá del árbol (la anécdota) que tapa el bosque (la estructura) y advertir que ese suceso pone sobre el tapete cuestiones de fondo que trascienden la fecha y el lugar de lo ocurrido. Que comprometen nuestra vida social, nuestros valores y nuestros lazos con la palabra y con el prójimo.
La fiesta de Olivos podría haber sido un “tropezón” más o menos intrascendente si no hubiera sido protagonizada por la más alta autoridad de la República, con la enorme envergadura simbólica que ello implica. Lo que profundiza la gravedad del hecho –ya de por sí muy serio– es la actuación posterior, los reiterados intentos de “zafar”, como un chico que ha cometido una travesura y siente temor ante la posibilidad del castigo de sus padres. Indignación, bronca, enojo fueron, y siguen siendo, las reacciones más inmediatas de la gente. Pero no solo de aquellos que padecieron un daño directo –la imposibilidad de despedir a un ser querido, la pérdida del trabajo, el descalabro que el prolongado encierro produjo en la convivencia familiar…–, sino de la ciudadanía en general. Para entender tan hondos dolores sirve remitirse a las antiguas tradiciones, los textos fundantes de nuestra cultura donde, a través de mitos y ritos, se establecen criterios nucleares para la vida en común que, lo sepamos o no, moldean nuestro pensamiento y nuestra sensibilidad.
Uno de esos mitos figura en la República de Platón: un pastor llamado Giges halla, en el fondo de un barranco, un cadáver que lleva un anillo de oro. Giges toma el anillo y se lo calza, feliz por la inesperada fortuna. Descubre, al poco tiempo, que al girar el anillo él se vuelve invisible. Protegido por esa condición, comete crímenes terribles y queda a salvo de ser descubierto y, por ende, castigado. Esa fábula es uno de los hitos que darán lugar, muchos siglos después, a la distinción entre las culturas de la culpa y las de la vergüenza. Ambos afectos se refieren a la relación del individuo con su falta y con los otros. Ruth Benedict, etnóloga inglesa, describe a las segundas como aquellas donde la sanción proviene de la mirada exterior, mientras que en las primeras el individuo experimenta en su interior la carga del delito cometido y la necesidad de una expiación acorde. Muy cuestionada por comentaristas posteriores, tal clasificación sin embargo ilumina aspectos esenciales de nuestra humanidad. Culpa y vergüenza, lejos de ser sentimientos por completo diferentes y separados, constituyen –en sujetos mínimamente sanos– dos aspectos de la responsabilidad. Quien ha delinquido teme la sanción social que conlleva que su acto se visibilice; pero el ocultamiento no debería bastar para aliviarlo de la carga, el remordimiento y el malestar que implican la conciencia de haber faltado no solo a la ley, sino básicamente al pacto social, a la confianza que sostiene la vida en común. La palabra “descuido” que eligió el Presidente para “explicar” el episodio parecería referirse, más que al hecho en sí, a su difusión. Como Giges, tal vez supuso que si nadie lo veía, el delito dejaba de existir. Ninguna culpa ahí, como si no existiera responsabilidad para con el prójimo, independientemente de la cámara que denuncia. Para colmo, su manera de intentar reparar el daño (que todavía no podemos dimensionar) es mediante un pago… con dinero.
Apelo a otra fuente antigua: la Torá (Pentateuco), y la tan distorsionada y mal entendida ley del Talión. “Ojo por ojo y diente por diente” aparece tres veces en el texto bíblico. Lejos de ser –como la vulgata buenista ha difundido– una expresión de venganza, se trata por el contrario de un criterio de justicia que sienta, en tiempos muy remotos, dos principios fundamentales: la proporcionalidad entre el crimen y el castigo, y la imposibilidad de “lavar” con dinero la culpa por un crimen (algo que estaba permitido en otros códigos, como el de Hammurabi). Ambos principios apuntan, en épocas de desigualdades sociales inconmensurables, a equiparar las posiciones, independientemente del poder y la riqueza de los involucrados. Tramos iniciales de lo que será el más preciado fundamento de la justicia, la igualdad ante la ley. El primero de esos principios intenta acotar el dominio de los amos sobre sus siervos: un hombre poderoso podía “escarmentar” a un esclavo, aun por una falta menor, cortándole un brazo o matando a sus hijos. El segundo principio, en la misma línea, evita que el adinerado quede a salvo del castigo que le corresponde mediante una “indemnización” –léase coima– que implica, siempre, una manipulación perversa de la justicia. Privilegio que el pobre no puede ejercer. Como se ve, un avance enorme que dejará huella y tendrá efectos en todos los sistemas jurídicos posteriores.
Llama la atención que el Presidente reclame un pago multimillonario a una dirigente de la oposición por haber ofendido –dice él– su honor. Pero que no advierta que es él mismo quien ha pisoteado esa virtud, imprescindible para todo humano y, mucho más, para quien debería ser modelo de conducta y guía de valores para la sociedad. Nadie puede quitarle al otro lo que el otro no tiene. •

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