martes, 17 de mayo de 2016

EN EL "ESPACIO MENTE ABIERTA"; LUCIANA VÁZQUEZ Y LA UNIVERSIDAD


Es necesario abrir un debate profundo sobre el sistema universitario argentino, un microcosmos anquilosado en viejas rutinas y condicionado en su rumbo por las pujas de la política partidaria



¿Por qué a gran parte de la sociedad argentina le resulta casi intolerable debatir sobre la realidad de la universidad pública y del sistema universitario en general y analizar sus logros y derrotas? ¿Por qué todo intento de revisar los principios del mundo universitario y de volver a pensar si son beneficiosos o no para los ciudadanos de hoy dispara una guerra de trincheras? La indignación, los escraches verbales y el silenciamiento forzado de cualquier argumento son la primera, y casi única, reacción. La imposibilidad de pensar.
¿Es tan perfecto nuestro sistema universitario que plantearse si no valdrían la pena cambios y mejoras resulta una osadía casi criminal? Mi respuesta es no, y sin embargo ese extraño antígeno que posee la Argentina en su ADN social rechaza de plano cualquier pregunta que ponga sobre la mesa, sin tapujos, los problemas serios que enfrenta nuestra universidad.
Por eso, primero, dos aclaraciones. Cuestionar el sistema universitario no es sinónimo automático de voluntad de arancelamiento y privatización educativa: una revisión en serio del sistema universitario alcanza asimismo a las universidades privadas, que también tienen problemas.
En el micromundo universitario, el poder de lobby de grupos de poder de todo tipo -vinculados con los partidos políticos, los credos, los gremios, las empresas- es grande y muchas veces pesa demasiado en las autorizaciones de funcionamiento que les da el Estado a través de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria, la Coneau. La Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo fue una de las universidades aprobadas por la Coneau y sabemos cómo terminó la historia.



Dudar de las bondades de la universidad pública argentina tampoco es sinónimo de exclusión de las mayorías vulnerables y de elitismo a secas. Y ahí llega la segunda aclaración, que es personal: soy hija de la educación pública, gratuita y abierta a todos. Valoro la consistencia intelectual, la cintura para conectar ideas y el espíritu crítico que existe en la universidad pública en su mejor versión. Esa cierta calle que da a sus graduados en el intercambio argumentativo y la construcción de conocimiento. Pero hay cosas que hoy no funcionan bien. Hay preguntas que merecen ser formuladas para abrir el debate.
¿Tiene sentido insistir en la apariencia del ingreso irrestricto cuando sólo el 35% de los ingresantes lo aprueba en tiempo y forma? ¿Tiene sentido machacar en la apariencia de la universidad pública abierta a todos los sectores cuando sólo se gradúa el 1% de los estudiantes que están en el 20% más pobre de la Argentina, contra un promedio de graduación del 10%? ¿Tiene sentido naturalizar el hecho de que el 44% de los estudiantes de universidades públicas no aprueban más de una materia por año?
¿No vale la pena preguntarse qué queda de la autonomía universitaria a casi cien años de su conquista y cuando muchas universidades nacionales y sus rectores están envueltos en manejos de fondos difíciles de explicar? Me refiero a los más de 500 millones de pesos que la gestión de Cristina Kirchner distribuyó discrecionalmente en los últimos 40 días de su gobierno en beneficio de universidades del conurbano cercanas ideológicamente al kirchnerismo.
¿Por qué países de altísima equidad social, como Finlandia, tienen un ingreso muy restrictivo a la universidad y la Argentina no? Cuando falta verdadera equidad social, ¿no resulta una estafa intentar devolver la igualdad de oportunidades en la puerta de una universidad que tarde o temprano expulsará a la mayoría de los menos beneficiados desde la cuna? Insisto: no estoy defendiendo el ideario del arancelamiento y del ingreso con examen de ingreso. Planteo que los resultados presentes obligan a pensar cuán verdaderos, en la práctica, son esos ideales. Y cuán interesantes o no son para una Argentina futura socialmente sustentable y justa y económicamente independiente.
El sistema universitario público es un tótem intocable. Una vaca sagrada: los premios que cada tanto obtienen algunos de los graduados refuerzan la idea de que el sistema público universitario marcha perfecto. Una impresión falsa: las excepciones no logran torcer realidades y estadísticas.
Sin embargo, pocos quieren discutir este panorama en días en que la universidad pública se ha vuelto el nuevo campo de batalla de posicionamiento político del kirchnerismo ante el macrismo. En el medio, los rectores juegan sus cartas.
El kirchnerismo encuentra un aliado incondicional en buena parte del sistema universitario que se benefició de sus recursos o coincide en su visión del mundo. El conflicto, acentuado por el tarifazo y las paritarias trabadas, es su oportunidad para reposicionar su relato y poder de fuego.
El panorama no es sencillo para el ministro de Educación, Esteban Bullrich: buena parte del mundillo universitario público le es esquivo al macrismo. Le sospechan una pasión privatizadora, antiingreso irrestricto y pro arancelamiento de la universidad.
Mi perspectiva es otra: el macrismo quiere "revolución educativa" en todos lados, pero no tanto en la universidad. Bullrich asegura que la calidad universitaria es buenísima sin tener dato confiable alguno que lo avale y pasa la pelota para otro lado. "El problema es de la secundaria", responde. Algo de cierto hay en ese argumento, pero la universidad tiene desafíos propios que Bullrich esquiva.



El laberinto de la autonomía, el peso específico de los rectores -verdaderos varones de cotos cerrados con cintura propia de caudillos del conurbano y capital simbólico de prestigio- y la cultura crítica de los claustros universitarios le resultan lejanos al equipo de Bullrich. Cuando quiso meterse con el sistema universitario, no le salió bien. Me refiero al nombramiento fallido de Juan Cruz Ávila para la Secretaría de Políticas Universitarias. El objetivo era sacudir un microcosmos anquilosado en rutinas que cada tanto muestran la punta del iceberg de la corrupción o los condicionamientos partidarios. Pero Ávila era demasiado ajeno al sistema.
Mientras tanto, los pesos pesados del sistema universitario se unen en defensa de sus prerrogativas. Horas después de verse con el presidente Macri y del anuncio de fondos extras, los rectores cruzaron la vereda para encontrarse con legisladores del Frente para la Victoria. De los brazos de Macri a los de Recalde y Abal Medina.
Entre esos rectores estaba el rector de la universidad más prestigiosa y grande del sistema, la UBA, Alberto Barbieri, hábil jugador de la política universitaria y de la otra: fue el candidato estrella del FPV para ocupar el cargo de ministro de Educación si Daniel Scioli llegaba a la presidencia.
En ese tablero de intereses coyunturales cruzados es difícil plantear preguntas de fondo sobre la universidad argentina. Pero es necesario volver a pensar todo el sistema. En el mundo de las ideas y el conocimiento no deberían existir vacas sagradas. En el mundo de las ideas, y eso es la universidad, las ideas no se repudian. Se debaten y se acuerdan para construir nuevas y mejores realidades.
Cuestionar la universidad argentina es ejercer la duda y el espíritu crítico que esa universidad enseña. Es buscar su mejora enriqueciendo la polémica, sin taponarla con la violencia del argumento ad hominem o la imputación ideológica contra el que piensa distinto.
Revisar los principios que rigen a las universidades públicas no es jugar a favor de su privatización, arancelamiento o restricción del ingreso. Es pensar en su mejora.

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