viernes, 8 de junio de 2018

HABÍA UNA VEZ....

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Los memoriosos (¿los soñadores?) dicen que la arena, lenta y minuciosa, cubrió en el transcurso de una sola noche lo que el hombre había construido durante meses. No hay recuerdo preciso de ese entierro súbito, apenas el testimonio de quien creyó haber visto la espesa nube de polvo encubriendo primero el hotel que se erigía en la costa y sepultándolo después bajo la ciega montaña de arena. La mañana del día siguiente a la tormenta, cuando el sol volvió a resplandecer en ese paraje desierto y remoto, no hubo quien quisiera saber qué había sido del albergue inaugurado hacía apenas dos veranos. El Mar del Sud se había hundido como un molusco marino en la arena mojada. Otros lugareños, menos dados a la ensoñación, creen que en ese rincón desnudo, donde Dios había jugado a los dados y dejado un puñado de casas modestas esparcidas en la costa, a fines del siglo XIX, el edificio se fue cubriendo de arena lentamente, sin que los vecinos lo notaran.
Desde entonces, los hombres y las mujeres que fueron llegando a ese rincón extraviado de la costa atlántica escucharon las vagas murmuraciones de los lugareños. El Mar del Sud era un recuerdo vago primero, pero con el curso de los años fue apenas olvido. Cada tanto, el capricho de los vientos demenciales y las tormentas de arena hacían emerger objetos en la superficie: viejos utensilios, cacharros, ladrillos partidos, rastros del hundimiento que mantenían viva la imaginación de las generaciones más jóvenes.
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La empecinada labor de arqueólogos y especialistas en la conservación del patrimonio contribuyó a exhumar restos del Mar del Sud. La historia la cuenta otra vez el arquitecto Pablo Grigera, aunque, como corresponde a gente seria, lo hace sin los espejismos del romanticismo. A su empecinamiento se debe el descubrimiento que fue noticia en estos días, y también a la obstinación del cineasta Laureano Cravero, que como ocurre tantas veces siguió no hace mucho la huella trazada por su padre cuando jugaba en la playa: excavando la arena con manos de niño explorador, cada tanto descubría viejos cubiertos oxidados, pedacitos de porcelana, una falleba o ladrillos partidos. El pasado al alcance de la mano.
Una imaginación enfebrecida podría arriesgar que la zona cercana a Miramar está embrujada. Cerca de ese paraje está el esqueleto de dos pisos del Boulevard Atlántico, otro hotel de fines del siglo XIX, de arquitectura academicista y detalles italianizantes, cuyos esplendores fueron apagándose a manos de la desidia y la acción de los saqueadores. En diciembre de 1891 se hospedó allí, a la espera de que fueran concluidas las casas donde habrían de asentarse en Entre Ríos, un grupo de colonos judíos de Europa del Este que habían sido traídos en el vapor Pampa, gracias a la gestión del barón Hirsch. Eran 817 inmigrantes que huían de la persecución y los pogromos, pertenecientes a las primeras olas migratorias que llegaron al país. Al año siguiente, una epidemia de tifus dejó sin vida a veinticinco chicos, cuyos restos fueron sepultados cerca de la playa. Algunos huéspedes de imaginación encendida porfiaron luego en que en el vasto silencio de las madrugadas escuchaban junto al rumor del mar el de voces cuyo eco solo podía atribuírseles a fantasmas. Junto a ese cuento escalofriante se difundió otro cuya certeza jamás pudieron comprobar los historiadores: viejos pobladores de la zona juraron ante quien estuviera dispuesto a oírlos que una noche de los años cuarenta divisaron las pálidas luces vacilantes de lanchas o botes de goma, que traían a la costa a nazis que habían llegado en submarinos. Hay quienes dicen que en ese contingente improbable estaba Adolf Hitler.
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El pasado es memoria, pero la memoria es también sueño. Dos sentimientos pugnan en nuestro interior ante cada descubrimiento (de Troya a la ciudad sumergida de Shicheng): la excitación que trae acercarnos a la verdad y la decepción que provoca la ilusión que se desvanece. Es la derrota del romanticismo lo que nos duele.
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Junto a esos sentimientos está el de interrogación que inaugura pensar en el futuro. ¿Cómo seremos recordados? ¿Qué rastros quedarán de nuestro paso por el mundo? ¿Qué vestigios encontrará el obstinado arqueólogo del porvenir cuando exhume las piezas del pasado? ¿Quién nos recordará en ese mañana impensable, cien, doscientos, mil años después de ahora? Pero seamos una vez optimistas: tal vez no nos aguarde, fatalmente, el olvido.
V. H. G. 

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