jueves, 7 de junio de 2018

PARA PENSARLO


Entre las ventajas de envejecer, está el privilegio de ir viendo cómo, casi sin darnos cuenta, el presente va convirtiéndose en pasado. Esta variedad de la percepción del tiempo es particularmente interesante cuando se refiere al arte. Los perfiles que eran nítidos empiezan a difuminarse, a veces a cambiar de signo, incluso extinguirse.
Me acuerdo bien, hace 20 años, de un poeta argentino que, en una lectura de poesía, tiraba besitos con las manos igual que lo hacía entonces un delantero del fútbol argentino. Eran los énfasis teatrales de la poesía argentina de los años 90, gestos alineados con sus supuestos: temas bajos y materiales bajos. De esa generación quedaron algunos libros inolvidables, los que menos adherían a esos signos de la época.
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¿Dije que envejecer nos confería el privilegio de ver cómo el presente se convierte en pasado? También nos regala el privilegio inverso: ver cómo, contra toda dialéctica histórica, el pasado se convierte en presente. El poeta futbolero era la parodia involuntaria de la pretensión vanguardista de disolver la distancia entre arte y vida. Esta semana, volvimos a escuchar una canción que parecía haber quedado donde tiramos los trastos viejos. La letra de esa canción dice: el arte debe incomodar. Esta idea le habría resultado un poco rara a un pintor de íconos bizantinos del siglo XII. Más bien, es una ambigua conquista de las vanguardias, que radicalizó después el arte contemporáneo. Las vanguardias pusieron la provocación en el lugar de la obra, en un giro que resultaba históricamente inevitable (todo lo que ocurre en la historia se nos revela como necesario). Pero ese canto de sirena del escándalo, propio de un período, conforma para muchos todavía una idea entera, y muy exigua, del arte, que comparten gestores, funcionarios y aventureros que se hacen pasar por artistas. Anything goes, todo vale, es la consigna relativista. Pero el arte no es relativista.
La provocación hace mucho ruido, pero dura muy poco, y, dado que cualquier intento de repetirla resulta estéril, se duplica la apuesta y se incurre en la ofensa religiosa, algo de lo que ya el cineasta Luis Buñuel había sacado a principios del siglo XX bastante provecho.
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La provocación, el efectismo, no es más que un efecto sin causa. El arte, en cambio, una causa sin efecto.
El arte, o digamos lo bello (cualquiera sean las máscaras que la belleza adopte), introduce una distancia siempre renovada. Cuando creemos acercarnos, lo bello vuelve a replegarse. Hay aquí una dimensión más profunda de la incomodidad, ese sentimiento desapacible que nos deparan (hablo por mí mismo) un quinteto de Schubert, un cuarteto de Beethoven, algunas piezas para orquesta de Helmut Lachenmann o una naturaleza muerta de Giorgio Morandi. El desasosiego proviene de que las obras (aun las antiobras) parecen anular por un momento la arbitrariedad del mundo. Nace además de que nunca terminamos de arrancarle a la obra su significado cabal, y es justamente esa perpetua condición elusiva aquello que las convierte en lo que son.
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El filósofo Roger Scruton
dio una explicación de esa lejanía: "El arte, tal como lo hemos conocido, se sitúa en el umbral de lo trascendental. Apunta más allá de este mundo de cosas accidentales e inconexas hacia otro reino, en el que la vida humana está dotada de una lógica emocional que hace que el sufrimiento sea noble y el amor valga la pena. Por consiguiente, nadie que esté atento a la belleza ignora el concepto de redención, de una trascendencia final del desorden mortal en un «reino de los fines». El arte sigue atestiguando los anhelos espirituales".
Pensándolo bien, desde de la perspectiva de Scruton, que escribió esas palabras hace apenas siete años, ¿quién incomoda más?: ¿los que se sirven del esnobismo para promocionarse a sí mismos y sustituir con la ofensa aquello de lo que espiritualmente carecen?, ¿o los anónimos pintores de íconos, que se ocultaron para siempre detrás de sus obras?

P. G.

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