miércoles, 1 de agosto de 2018

HISTORIA DE PASIÓN EN VENECIA


Ifigenia siempre había vivido en Venecia , en un pequeño departamento que le había dejado su madre cuando tenía apenas dieciocho años, era un tercer piso con techos no muy altos, construido especialmente para el personal de servicio del antiguo Palazzo. Todas las ventanas que daban a la isla de San Giorgio eran ovales y no muy grandes. Las de su habitación eran dos puertas que se abrían de par en par al balcón y daban a un estrecho canal que solamente era transitado por góndolas.
Tenía su cita. Finalmente, luego de tanta espera; palabras y meses de anticipación iban a poder sentarse juntos por primera vez. Se vistió casi de memoria con un vestido verde claro, unas zapatillas celestes de lona gastadas y una vincha negra ancha en el pelo. Al elegir su ropa lo hizo con extrema sencillez, cara lavada, se miró al espejo antes de salir y leyó en sus labios el estado de espera.
Antes del mediodía tomó el vaporetto hasta la isla de Torcello, donde almorzarían en la Locanda Cipriani. Llegó temprano y caminó por los campos sembrados de pequeños alcauciles locales que eran cosechados en primera floración y lograban una ternura y sabor muy apreciado entre los venecianos.
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La lluvia del día anterior había dejado un viento fresco, difícil de tener en el mes de julio. Al llegar a la Locanda, él ya estaba sentado debajo de las parras. Y cuando se abrazaron, revalidaron la tierna intuición que los había llevado al deseado encuentro.
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Almorzaron los alcauciles ligeramente hervidos y tostados a la plancha, unos spaghetti a la carbonara y finalmente una dorada al horno. Hablaban poco y cada vez que él le tocaba la pierna debajo del mantel, acariciándola muy suavemente, sentía que ya no podía sostenerse más. Su deseo era como una calma o la inagotable que la erizaba una y otra vez.
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Ya atardecía cuando tomaron el vaporetto de regreso a la ciudad. Caminaron en silencio hasta su casa, subieron las escaleras besándose en cada escalón
Al llegar a la puerta, ya estaba casi desnuda. Solo tenía puestas las cuatro vueltas del collar de perlas de su abuela que iban de menores a mayores.
Ifigenia, con gran esfuerzo, logró poner la llave en la cerradura y al atrancar la puerta detrás cerró los ojos mientras que él, a tientas, sin encontrar la cama, deambuló por el pasillo sentándose en una silla; encimados, adorados, empapados de amor. Poco tiempo después estaban en la cama arrugando las viejas sábanas de lino que fueron testigos de los embates de lujuria, éxtasis, sudor y cada una de las palabras que se dijeron.
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Ella sabía que al despertarse él ya no estaría, ya antes de quedarse dormida lo vio con los ojos muy abiertos, con una mirada indescifrable. El contorno de la cama y el piso estaba lleno de libros de poesía que habían leído y recitado en voz alta durante la larga noche.

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Al despertarse recorrió la casa buscando señales que le dijeran algo. Al no encontrarlas, se dispuso a lavar las sábanas, colgándolas sobre el canal para hacer público su amor y para que fuera el sol ahora quien las besara.
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Bajó corriendo la escalera y se fue al bar de la esquina, se sentó afuera con un café muy negro, desde allí las sabanas se veían en toda su extensión, flameando ofrecidas a la brisa de góndolas, llenas de besos de recuerdos, se movían como si todavía estuvieran en ellas los implacables meneos que la llevaron al repetido e interminable placer.
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Siempre había soñado con ser una cortesana veneciana renacentista. Y aquella noche, en el ático del palazzo, solo faltó el antifaz y las monedas de oro.
Él volvería.

F. M.

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