miércoles, 1 de agosto de 2018

INTERNACIONALES...LA OPINIÓN DE SERGIO BERENSZTEIN,


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Sergio Berensztein

El G-20 se reúne en Buenos Aires y Christine Lagarde nos visitó nuevamente estos días. Desde el acuerdo que la Argentina firmó con el FMI, su presencia casi familiar adquiere ahora otras connotaciones. Cumplir con las condiciones pactadas con el Fondo genera una fuerte tensión en todo el sistema político. En el exterior surgen interrogantes respecto de la cuestión de la gobernabilidad, incluyendo la fortaleza y sustentabilidad de Cambiemos. ¿Cómo impactará la austeridad fiscal en la dinámica electoral? ¿Qué posibilidades reales hay de un retorno populista? La figura de Cristina Fernández de Kirchner genera escozor en la comunidad de negocios, dentro y fuera del país. "Si regresan al poder, me tengo que ir de la Argentina", reconoció, abatido, uno de los principales empresarios nacionales.
Esta mezcla de desilusión e incertidumbre no es en absoluto un fenómeno local. En las últimas semanas, la comunidad internacional quedó conmocionada por el periplo europeo de Donald Trump, decidido a demoler el (des)orden de posguerra que su país, como líder indiscutido de la Alianza Atlántica, había pacientemente edificado con pilares fundacionales como la promoción del libre comercio, el apoyo a los procesos de democratización y la contención/disuasión de conflictos entre (y en el interior de) países inestables que violaran los principios humanitarios fundamentales.
La lamentable e inédita performance de Trump, que se vio por primera vez obligado a admitir un error luego de la escandalosa conferencia de prensa conjunta con Vladimir Putin, pone de manifiesto que los días de gloria de la "nación indispensable" se han acabado tal vez para siempre. Ese concepto, acuñado por Madeleine Albright, entonces secretaria de Estado de Bill Clinton, apuntaba a la capacidad de los Estados Unidos para conducir los destinos del mundo casi a su antojo. Parecía que la globalización constituía un fenómeno imparable. Y que la hegemonía norteamericana sería incuestionable por mucho tiempo.
Poco quedó de ese romántico espejismo kantiano: solo una multiplicidad de organismos internacionales que continúan inercialmente con su rutinario reunionismo. Hoy el mundo está gobernado por la cruda, casi brutal, política del poder, y cada país debe procurarse su propia seguridad en un contexto de reglas cambiantes y recursos escasos. De la sorpresa inicial hemos pasado a la desconfianza permanente; y la cooperación, antes dominante al menos como principio, se ha vuelto contingente, acotada, casi efímera.
Washington actúa en el plano internacional como un poder secundario, de acuerdo con dos principios elementales: la seguridad y el bienestar económico de los estadounidenses, America First. El supuesto, al menos cuestionable, es que ambos pueden garantizarse al margen, o incluso ignorando, lo que ocurre fronteras afuera. Trump cree que la globalización fue un pésimo negocio para su país. Así, los europeos se habrían aprovechado en términos militares; los chinos, en los económicos, y los mexicanos, en los migratorios. Pero soplan vientos de cambio y los estadounidenses, al menos hasta las elecciones de noviembre, ya no parecen dispuestos a desempeñar el papel de "hegemón benigno": ser el sostén económico y militar del orden liberal internacional de posguerra. Detrás de esa decisión hay también un default en términos ideológicos y morales.
Durante el encuentro del G-7 de junio pasado en Quebec, Trump afirmó que hará "lo que sea necesario" para que Estados Unidos logre relaciones comerciales "justas" con otros países. Es la primera vez que un imperio se siente víctima: los días en que las demás naciones se aprovechaban de su país "se han acabado".
En la reciente cumbre de la OTAN, su discurso fue similar, esta vez enfocado en cuestiones de defensa. Su presupuesto para 2018 es de 2700 millones de dólares. En los últimos veinte años, la contribución de los EE.UU. subió del 58 al 72%. Angela Merkel argumenta que, más allá de lo estrictamente militar, en términos de la ayuda al desarrollo (vital para mejorar la seguridad global), su país dedica el 0,7% del PBI versus el 0,2% que invirtió Washington.
Detrás de la discusión presupuestaria, yace el debate de fondo sobre el futuro de la OTAN. El miedo europeo ya se había manifestado en la cumbre de mayo de 2017, cuando Trump se negó a ratificar la cláusula de defensa colectiva mutua. Esa doctrina, consagrada en el artículo 5 del Tratado de la Alianza, tiene una importancia crítica para sostener la credibilidad de la estrategia de disuasión, en relación con Rusia.
La reciente cumbre de Helsinki entre el propio Trump y Vladimir Putin mostró una asimetría sin precedente a favor de Moscú. Irónicamente, en un documento liminal firmado por el propio presidente en diciembre de 2017, la Estrategia de Seguridad Nacional, dice que "Rusia tiene como objetivo debilitar la influencia de Estados Unidos en el mundo y dividirnos de nuestros aliados y socios. Rusia considera la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Europea (UE) como una amenaza". El papelón más notable tuvo como epicentro el escándalo por el involucramiento ruso en las elecciones norteamericanas. Es la primera vez que un presidente contradice a sus servicios de inteligencia para apoyar a una potencia extranjera sospechada de agresión. Bastante similar a lo que hizo Cristina Fernández de Kirchner con el memorándum con Irán.
En el mundo de la realpolitik es concebible que potencias como China y Rusia quieran promover un mundo antitético con los valores y los intereses de Estados Unidos. Pero la geografía del poder internacional actual es más compleja y difusa. Por ejemplo, durante la reciente cumbre de líderes de China y la Unión Europea celebrada en Pekín los representantes de ambas partes rechazaron las políticas proteccionistas de Trump, que llevaron a la guerra comercial actual, abogando por una reforma pactada de la Organización Mundial de Comercio (OMC) que evite un caos en el sistema político y económico internacional. Es que más allá de las habituales diferencias sobre aranceles, inversiones, acceso a mercados o derechos de propiedad, se están desarmando las bases que sostienen el orden comercial mundial.
Lo mismo ocurrió en el encuentro entre Trump y el líder norcoreano Kim Jong-un en Singapur el pasado mes de junio: reconocer a un rogue state (Estado canalla) que apuesta a la carrera nuclear implicó de hecho el abandono de los esquemas y objetivos globales de no proliferación, lo que abrió, en simultáneo, la puerta para que otros Estados, como Japón, Egipto o Arabia Saudita, reconsideren sus planes al respecto.
¿Cuáles son hoy los valores e intereses estadounidenses? ¿La libertad comercial, la democracia política, los derechos humanos? Todos ellos parecen estar pereciendo, más por la mano de los gobiernos en Washington, Roma y otras capitales europeas que por el avance de las opciones no liberales. La era de la Pax Americana parece agotada: estamos experimentando un punto de inflexión histórico. La crisis actual del sistema internacional implica la agonía del acervo de reglas y organizaciones para la gobernanza global. Uno de ellos es el G-20, que se reúne en estas horas en Buenos Aires, y cuya cumbre a fines de este año tanta expectativa genera en el gobierno del presidente Macri.

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