Vida, ambición y batallas del hombre que derrumbó el Imperio Azteca
Jorge Fernández Díaz dio inicio leyendo un texto de
Alfredo Serra que narra la apasionante vida del conquistador español Hernán Cortés.
“Espantárose los isleños de ver aquella flota y metiéronse al monte, dejando desamparadas sus casas y haciendas. Entraron algunos españoles la tierra adentro y hallaron cuatro mujeres con tres criaturas y trajéronlas a Cortés (…) y cuando vio Cortés que ya estaban asegurados y contentos, comenzó a predicarles la fe de Cristo (…) mandó a la lengua (la intérprete) que llevaba, que les dijese que les quería dar otro mejor Dios que el que tenían. Rogóles que adorasen la Cruz y una imagen de Nuestra Señora, y dijeron que les placía. Llevólos a su templo y quebrantóles los ídolos y puso en lugar dellos cruces e imágines, lo cual todo tuvieron los indios por bueno”.
Así cuenta Prudencio de Sandoval, en “Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V”, un instante clave de la vida, obra, ambición, sangre guerrera y decisión de conquista por persuasión o a sangre y fuego, de Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano (1485–1547), I marqués del Valle de Oaxaca.
No fue noble: apenas hijo de un matrimonio “de menor hidalguía”. Estudió en la Universidad de Salamanca –máximo punto de la cultura del siglo XVI–, pero no se graduó: prefirió arrumbar los libros y afilar la espada.
Sin embargo –talento natural–, dominaba el latín, las lenguas romances, la Historia, y hablaba y escribía “con soltura y atildado estilo” (coinciden sus biógrafos), y por si poco fuera, además de su fama de gran amante, aprendió el oficio de escribano.
Pero todo eso es adenda… Lo único que guió su vida fue la aventura. Y de ella, la conquista del colosal Imperio Mexica, “del que se hablaba como el más rico de la Tierra junto a la mar océana”, y de la que Cristóbal Colón fue Gran Almirante…
Para ello, el audaz extremeño –nació en Medellín, en la región de Extremadura– empezó con abierta desobediencia. Llegado a Cuba como capitán de la tercera expedición a tierra firme, el gobernador, Diego Velázquez de Cuéllar, que lo odiaba, a última hora le prohibió partir. Pero Cortés levó anclas… ¡y a otra cosa!
Corría el año 1518. Navegó corto de bastimentos, pero se aprovisionó en el puerto de Trinidad (y otros), hasta formar su temible Armada: 11 naves, 11 capitanes, 518 infantes, 16 jinetes, 13 arcabuceros, 32 ballesteros, 110 marineros, 32 caballos, 10 cañones de bronce, 4 falconetes… y 200 hombres, entre indios y negros, como auxiliares de tropa…
La fortuna estuvo de su lado. La península de Yucatán, antes una fortaleza, se había roto y convertido en 16 pequeños estados, cada uno con su propio gobernante, y constante conflicto. Ergo, Cortés no necesitó “dividir para reinar”, el célebre consejo de Nicoló Maquiavelo…
En marzo de 1519 llegó cerca de la ciudad de Potonchán, del grupo maya–chontal y gobernada por Taabscoob. Y muy pronto estalló la batalla de Centla.
Según el historiador López de Gomara, “Cortés se adelantó haciendo señas de paz, les habló por medio de Jerónimo de Aguilar, rogándoles los recibiesen bien, pues no venían a hacerles mal, sino a tomar agua dulce y comprar de comer, como hombres que andando por el mar, tenían necesidad de ello. Por tanto, que se lo diesen, que ellos se lo pagarían muy cortésmente”.
Les dieron agua y comida. Pero Cortés apuntaba sus cañones mucho más allá: quería entrar con su tropa a la ciudad.
Los indios se negaron: no querían trato con gente que no conocían, y menos recibirlos en sus casas, “porque parecían hombres terribles y mandones”, y que si querían agua que hicieran hoyos en la tierra… como ellos.
Cortés apeló al poder de su Dios, “el mayor señor del mundo”, diciéndoles que él lo mandaba. Pero el jefe indio no se dejó embaucar: “Si no se marchan de aquí le mataremos a él y a cuantos con el iban”, arengó a su gente.
La tropa atacó la ciudad por dos flancos, y estalló la batalla de Centla. Se derramó mucha sangre de indios: peleaban desnudos. Cortés buscó oro –la razón primera y última de sus aventuras–, pero nada encontró: sólo maíz, algodón… y gallipavos. Pero se apoderó de la ciudad.
La derrota sometió a los indios hasta la humillación. Le ofrendaron al extremeño víveres, joyas, tejidos, y veinte esclavas que fueron repartidas entre los jefes y la soldadesca.
Pero entre ellas había una muy distinta: Malintzin. Los españoles la llamaron Marina. Se la conocía también como La Malinche, y fue crucial en la historia de la conquista de México.
Era inteligente, dominaba varias lenguas indígenas –intérprete clave–, conocía profundamente las costumbres y la manera de pensar de los suyos, y no tardó en unirse, con fidelidad, a los españoles. Consejera y amante de Cortés, el conquistador tuvo con ella uno de sus once hijos: Martín.
Hasta hoy, en el México moderno, La Malinche es la quintaesencia de la traición a su pueblo. La llaman “La chingada”, y uno de los peores insultos es “hijo de la chingada”.
Cortés planeó el asalto al gran botín: Tenochitlán, la capital del Imperio Mexica, y Moctezuma, su emperador. No era presa fácil. Habría de correr mucha sangre. Pero la fatalidad se puso de su parte.
En 1519 estalló una epidemia de viruela, sin duda contagiada por los españoles, que en las siguientes décadas diezmó al 97 por ciento de la región: sin ese desastre, tal vez la conquista de México estaba condenada al fracaso.
En la primera etapa logró –hábil diplomático– la alianza entre los toltecas y los tlaxcaltecas, pueblos indígenas sometidos por los aztecas.
Próximo trofeo: Moctezuma y su reino. Pero advirtió cansancio, desánimo y enfermedades en muchos de sus hombres, y tomó la más audaz y riesgosa de todas las decisiones de su vida: hundir sus naves, barrenado los cascos, para que fuera imposible dar marcha atrás.
El episodio suele aludirse como “quemar las naves”, pero se trata de una metáfora: no hubo fuego…
Llegado a Tenochitlán y deslumbrado por su riqueza, su inmenso mercado, el trazado de sus calles, desfiló con aires de triunfo, y aprovechó el clima de tensión creado por un confuso complot interno para apresar a Moctezuma y hacerlo su rehén: trofeo de valor político insuperable…
Pero el conflicto Cortés–Moctezuma es una extraña página aparte. Primero, por la velocidad de la conquista: Cortés desembarcó en las costas de Veracruz en 1519, apenas con 500 hombres, y apenas dos años más tarde, la derrota del imperio era ya inevitable… e inminente.
Moctezuma II el Joven, bisnieto del primer, creador y poderoso Gran Señor de Tenochitlán, fue una figura trágica.
Dueño de una personalidad avasalladora, un fuerte espíritu religioso y un impulso guerrero avalado no por la ceguera de sangre sino por la sabiduría… ¿por qué extraña razón se enfrentó a Cortés como un enemigo débil, indeciso y hasta cobarde?
La explicación más creíble es el desgaste que sufría por las rebeliones internas –muchos pueblos no se sometían a la autoridad central, Tenochitlán–, y además por una serie de extraños sucesos que los augures y los astrólogos no anticiparon: sequías devastadoras, cometas, eclipses… y el desembarco de Cortés y su tropa, que Moctezuma imaginó como un castigo enviado por el dios Quetzalcoalt…
Eso decidió la caída.
Y el triste final. El 8 de noviembre de 1519, Cortés se enfrentó a Moctezuma en la maravillosa Tenochitlán.
Temiendo por su vida, Cortés lo secuestró. Y unos meses más tarde, el emperador murió sin que la causa jamás fuera aclarada. Versiones: lo mató una pedrada lanzada por su propia gente… o lo asesinaron los españoles.
Pero aun faltaban capítulos…
El 30 de junio de 1520, los aztecas contraatacaron como un alud sobre el distraído Cortés y su gente. La batalla, brutal, dejó 600 españoles muertos: la mitad de la fuerza.
El episodio entró en la historia como “La noche triste”. Largas horas, hasta el amanecer, velando a los caídos, orando, y en estremecedor silencio…
Pero pocos días después, la revancha. La batalla de Otumba. Feroces guerreros (Jaguar y Águila) cayeron por sorpresa sobre los conquistadores, pero –buen estratega– Cortés logró ordenar a sus hombres y lanzar un ataque arrasador y triunfal de la caballería.
Otro factor clave en la caída del imperio fue el odio interno entre los pueblos nativos.
Los aztecas gobernaron con crueldad. La política de terror implicó miles de muertes en enfrentamientos, y no menos sacrificios humanos en la piedra de los degollados…
Por supuesto, en todas las etapas de la conquista –pero mucho más en la última–, los españoles ejercieron la Ley del Saqueo: cada hombre tuvo derecho a robar riquezas y tener un séquito de mujeres, criados y esclavos.
Hacia abril de 1521 empezó el asedio final a Tenochitlán. La población, diezmada por la viruela, y sofocada por sequías y otras calamidades, pagó uno de los pecios más altos de la historia de la conquista. En el último asalto murieron cien españoles… ¡y cien mil aztecas!
Cortés no cesó en sus expediciones y descubrimientos hasta 1540.
Murió el viernes 2 de diciembre de 1547 en Castilleja de la Cuesta, mientras planeaba otro viaje hacia sus posesiones en América.
Lo sepultaron en el monasterio de San Isidoro del Campo, en la cripta familiar del duque de Medina Sidonia, bajo el altar mayor. Su hijo Martín, segundo Marqués del Valle, escribió este epitafio: “Padre cuya suerte impropiamente / Aqueste bajo mundo poseía / Valor que nuestra edad enriquecía, /Descansa ahora en paz, eternamente”.
Pero es cierto (y leyenda) que murió “caminando por la calle de la amargura” –dicho español– por no haber conseguido el título de Virrey. Vivió su marquesado como una limosna…
“Espantárose los isleños de ver aquella flota y metiéronse al monte, dejando desamparadas sus casas y haciendas. Entraron algunos españoles la tierra adentro y hallaron cuatro mujeres con tres criaturas y trajéronlas a Cortés (…) y cuando vio Cortés que ya estaban asegurados y contentos, comenzó a predicarles la fe de Cristo (…) mandó a la lengua (la intérprete) que llevaba, que les dijese que les quería dar otro mejor Dios que el que tenían. Rogóles que adorasen la Cruz y una imagen de Nuestra Señora, y dijeron que les placía. Llevólos a su templo y quebrantóles los ídolos y puso en lugar dellos cruces e imágines, lo cual todo tuvieron los indios por bueno”.
Así cuenta Prudencio de Sandoval, en “Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V”, un instante clave de la vida, obra, ambición, sangre guerrera y decisión de conquista por persuasión o a sangre y fuego, de Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano (1485–1547), I marqués del Valle de Oaxaca.
No fue noble: apenas hijo de un matrimonio “de menor hidalguía”. Estudió en la Universidad de Salamanca –máximo punto de la cultura del siglo XVI–, pero no se graduó: prefirió arrumbar los libros y afilar la espada.
Sin embargo –talento natural–, dominaba el latín, las lenguas romances, la Historia, y hablaba y escribía “con soltura y atildado estilo” (coinciden sus biógrafos), y por si poco fuera, además de su fama de gran amante, aprendió el oficio de escribano.
Pero todo eso es adenda… Lo único que guió su vida fue la aventura. Y de ella, la conquista del colosal Imperio Mexica, “del que se hablaba como el más rico de la Tierra junto a la mar océana”, y de la que Cristóbal Colón fue Gran Almirante…
Para ello, el audaz extremeño –nació en Medellín, en la región de Extremadura– empezó con abierta desobediencia. Llegado a Cuba como capitán de la tercera expedición a tierra firme, el gobernador, Diego Velázquez de Cuéllar, que lo odiaba, a última hora le prohibió partir. Pero Cortés levó anclas… ¡y a otra cosa!
Corría el año 1518. Navegó corto de bastimentos, pero se aprovisionó en el puerto de Trinidad (y otros), hasta formar su temible Armada: 11 naves, 11 capitanes, 518 infantes, 16 jinetes, 13 arcabuceros, 32 ballesteros, 110 marineros, 32 caballos, 10 cañones de bronce, 4 falconetes… y 200 hombres, entre indios y negros, como auxiliares de tropa…
La fortuna estuvo de su lado. La península de Yucatán, antes una fortaleza, se había roto y convertido en 16 pequeños estados, cada uno con su propio gobernante, y constante conflicto. Ergo, Cortés no necesitó “dividir para reinar”, el célebre consejo de Nicoló Maquiavelo…
En marzo de 1519 llegó cerca de la ciudad de Potonchán, del grupo maya–chontal y gobernada por Taabscoob. Y muy pronto estalló la batalla de Centla.
Según el historiador López de Gomara, “Cortés se adelantó haciendo señas de paz, les habló por medio de Jerónimo de Aguilar, rogándoles los recibiesen bien, pues no venían a hacerles mal, sino a tomar agua dulce y comprar de comer, como hombres que andando por el mar, tenían necesidad de ello. Por tanto, que se lo diesen, que ellos se lo pagarían muy cortésmente”.
Les dieron agua y comida. Pero Cortés apuntaba sus cañones mucho más allá: quería entrar con su tropa a la ciudad.
Los indios se negaron: no querían trato con gente que no conocían, y menos recibirlos en sus casas, “porque parecían hombres terribles y mandones”, y que si querían agua que hicieran hoyos en la tierra… como ellos.
Cortés apeló al poder de su Dios, “el mayor señor del mundo”, diciéndoles que él lo mandaba. Pero el jefe indio no se dejó embaucar: “Si no se marchan de aquí le mataremos a él y a cuantos con el iban”, arengó a su gente.
La tropa atacó la ciudad por dos flancos, y estalló la batalla de Centla. Se derramó mucha sangre de indios: peleaban desnudos. Cortés buscó oro –la razón primera y última de sus aventuras–, pero nada encontró: sólo maíz, algodón… y gallipavos. Pero se apoderó de la ciudad.
La derrota sometió a los indios hasta la humillación. Le ofrendaron al extremeño víveres, joyas, tejidos, y veinte esclavas que fueron repartidas entre los jefes y la soldadesca.
Pero entre ellas había una muy distinta: Malintzin. Los españoles la llamaron Marina. Se la conocía también como La Malinche, y fue crucial en la historia de la conquista de México.
Era inteligente, dominaba varias lenguas indígenas –intérprete clave–, conocía profundamente las costumbres y la manera de pensar de los suyos, y no tardó en unirse, con fidelidad, a los españoles. Consejera y amante de Cortés, el conquistador tuvo con ella uno de sus once hijos: Martín.
Hasta hoy, en el México moderno, La Malinche es la quintaesencia de la traición a su pueblo. La llaman “La chingada”, y uno de los peores insultos es “hijo de la chingada”.
Cortés planeó el asalto al gran botín: Tenochitlán, la capital del Imperio Mexica, y Moctezuma, su emperador. No era presa fácil. Habría de correr mucha sangre. Pero la fatalidad se puso de su parte.
En 1519 estalló una epidemia de viruela, sin duda contagiada por los españoles, que en las siguientes décadas diezmó al 97 por ciento de la región: sin ese desastre, tal vez la conquista de México estaba condenada al fracaso.
En la primera etapa logró –hábil diplomático– la alianza entre los toltecas y los tlaxcaltecas, pueblos indígenas sometidos por los aztecas.
Próximo trofeo: Moctezuma y su reino. Pero advirtió cansancio, desánimo y enfermedades en muchos de sus hombres, y tomó la más audaz y riesgosa de todas las decisiones de su vida: hundir sus naves, barrenado los cascos, para que fuera imposible dar marcha atrás.
El episodio suele aludirse como “quemar las naves”, pero se trata de una metáfora: no hubo fuego…
Llegado a Tenochitlán y deslumbrado por su riqueza, su inmenso mercado, el trazado de sus calles, desfiló con aires de triunfo, y aprovechó el clima de tensión creado por un confuso complot interno para apresar a Moctezuma y hacerlo su rehén: trofeo de valor político insuperable…
Pero el conflicto Cortés–Moctezuma es una extraña página aparte. Primero, por la velocidad de la conquista: Cortés desembarcó en las costas de Veracruz en 1519, apenas con 500 hombres, y apenas dos años más tarde, la derrota del imperio era ya inevitable… e inminente.
Moctezuma II el Joven, bisnieto del primer, creador y poderoso Gran Señor de Tenochitlán, fue una figura trágica.
Dueño de una personalidad avasalladora, un fuerte espíritu religioso y un impulso guerrero avalado no por la ceguera de sangre sino por la sabiduría… ¿por qué extraña razón se enfrentó a Cortés como un enemigo débil, indeciso y hasta cobarde?
La explicación más creíble es el desgaste que sufría por las rebeliones internas –muchos pueblos no se sometían a la autoridad central, Tenochitlán–, y además por una serie de extraños sucesos que los augures y los astrólogos no anticiparon: sequías devastadoras, cometas, eclipses… y el desembarco de Cortés y su tropa, que Moctezuma imaginó como un castigo enviado por el dios Quetzalcoalt…
Eso decidió la caída.
Y el triste final. El 8 de noviembre de 1519, Cortés se enfrentó a Moctezuma en la maravillosa Tenochitlán.
Temiendo por su vida, Cortés lo secuestró. Y unos meses más tarde, el emperador murió sin que la causa jamás fuera aclarada. Versiones: lo mató una pedrada lanzada por su propia gente… o lo asesinaron los españoles.
Pero aun faltaban capítulos…
El 30 de junio de 1520, los aztecas contraatacaron como un alud sobre el distraído Cortés y su gente. La batalla, brutal, dejó 600 españoles muertos: la mitad de la fuerza.
El episodio entró en la historia como “La noche triste”. Largas horas, hasta el amanecer, velando a los caídos, orando, y en estremecedor silencio…
Pero pocos días después, la revancha. La batalla de Otumba. Feroces guerreros (Jaguar y Águila) cayeron por sorpresa sobre los conquistadores, pero –buen estratega– Cortés logró ordenar a sus hombres y lanzar un ataque arrasador y triunfal de la caballería.
Otro factor clave en la caída del imperio fue el odio interno entre los pueblos nativos.
Los aztecas gobernaron con crueldad. La política de terror implicó miles de muertes en enfrentamientos, y no menos sacrificios humanos en la piedra de los degollados…
Por supuesto, en todas las etapas de la conquista –pero mucho más en la última–, los españoles ejercieron la Ley del Saqueo: cada hombre tuvo derecho a robar riquezas y tener un séquito de mujeres, criados y esclavos.
Hacia abril de 1521 empezó el asedio final a Tenochitlán. La población, diezmada por la viruela, y sofocada por sequías y otras calamidades, pagó uno de los pecios más altos de la historia de la conquista. En el último asalto murieron cien españoles… ¡y cien mil aztecas!
Cortés no cesó en sus expediciones y descubrimientos hasta 1540.
Murió el viernes 2 de diciembre de 1547 en Castilleja de la Cuesta, mientras planeaba otro viaje hacia sus posesiones en América.
Lo sepultaron en el monasterio de San Isidoro del Campo, en la cripta familiar del duque de Medina Sidonia, bajo el altar mayor. Su hijo Martín, segundo Marqués del Valle, escribió este epitafio: “Padre cuya suerte impropiamente / Aqueste bajo mundo poseía / Valor que nuestra edad enriquecía, /Descansa ahora en paz, eternamente”.
Pero es cierto (y leyenda) que murió “caminando por la calle de la amargura” –dicho español– por no haber conseguido el título de Virrey. Vivió su marquesado como una limosna…
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