lunes, 17 de septiembre de 2018

OPINA LORIS ZANATTA


A la Iglesia le falta visión de futuro
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Loris Zanatta
La fuerte intromisión del Papa y de los obispos en la vida democrática muestra su dificultad para comprender el cambio social y respetar los límites entre política y religión
Bolonia.- Pobre Argentina, tan lejos de Dios y tan cerca del Papa. Siguiendo las crónicas del país y las vicisitudes de la iglesia universal, surge una pregunta: ¿qué le sucede a la Iglesia argentina? Es difícil encontrar iglesias tan agresivas, tan decididas a imponer su huella en la vida del país, tan mezcladas con partidos, sindicatos y movimientos hasta borrar las fronteras entre política y religión. Todo recuerda la revancha católica que culminó en el golpe de 1943. El enemigo jurado era entonces la ley de enseñanza laica. El ministro Martínez Zuviría la canceló: "el dedo de Dios" llamó a la pluma con la que firmó el decreto. La cruzada contra el aborto , hoy, parece animada por el mismo espíritu: trazar límites a los actores políticos, elevar a la Iglesia a tutora del orden social, imponer el mito de la nación católica.
Tan peculiar es el fenómeno, y tan abstruso en pleno siglo XXI, que merece reflexión. Entre otras cosas, porque hubo un tiempo, al final de la última dictadura, en el que parte de la Iglesia argentina se había distanciado de ese antiguo mito que tanto ha contribuido a erosionar la democracia. Varios obispos postularon entonces la necesidad de construir una sociedad abierta, plural y tolerante, en la que nadie invocara a Dios para imponer su opinión como verdad. Esa sociedad tal vez sería menos permeable a la influencia de la Iglesia, pero la fe se habría beneficiado y el país también: demasiadas veces la Iglesia había bajado a la arena política, demasiadas veces el cristianismo había sido blandido como una clava e invocado como "la ideología de la Nación". Sin embargo, hoy la involución de la Iglesia es evidente: el mito de la nación católica ha vuelto y ruge como alguna vez rugió el "Cristo vence": como un grito de batalla, más que de concordia.
Tomemos el caso del aborto: es obvio que para la Iglesia sea un tema tabú. Pero hay modos y modos de defender su causa: se puede hacer respetando las opiniones de los demás y dejando los puentes abiertos para reconciliarse o se puede hacer declarando una cruzada para ganar la guerra contra el infiel. Si la ley es aprobada, escribieron los obispos de Córdoba, la Argentina será una dictadura. Son palabras subversivas. ¿Quieren decir que las leyes son legítimas solo si se ajustan a la doctrina de la Iglesia? ¿Quieren el Estado confesional? ¿Suiza y Suecia son dictaduras horribles; Arabia Saudita e Irán, democracias espléndidas? Difícil de creer. El tema es tan polémico y delicado que la prudencia sería oportuna: abrir las heridas es fácil; cerrarlas, no. Sobre todo porque una cosa salta a los ojos: quienes piden la despenalización no sueñan con obligar a abortar a quienes no quieren, pero la Iglesia pretende imponer su moralidad a quienes no la comparten. Después de mover mares y montañas, de presionar como el poderosísimo lobby que es, de apostar como siempre al interior tradicionalista contra la Capital cosmopolita, ganó el partido y ahora lo celebra. Pirro también celebró.
Tomemos también el caso de la justicia social. El principio es el mismo: la Iglesia argentina habla y actúa como si tuviera el monopolio sobre tan noble principio, que suele agitar como un garrote contra los gobiernos de turno. En nombre de su doctrina y de su supuesta superioridad moral, intenta imponer medidas y prohibir otras, dependiendo de si son o no son coherentes con el plan de Dios, según ella lo entiende. Así hace desde 1943, a veces desde el ámbito del gobierno, otras apretando a los gobiernos menos afines a ella. Defiende a los pobres, dice. No dudo de su intención, pero ¿tiene la receta para eliminar la pobreza promoviendo el desarrollo? ¿Y es esa su tarea o la de los representantes elegidos por los ciudadanos? Yo, por ejemplo, creo que las ideas económicas y sociales de la Iglesia argentina son parte del problema. Y observo que los países que más han salido de la trampa de la pobreza son aquellos en los que la Iglesia se dedica a las cosas de la Iglesia y la política, a la política. La política económica y social no es un dogma de fe, sino un tema muy cuestionable. Sin embargo, en la Argentina es como si los gobiernos fueran obligados a pagar peaje a la nación católica adaptando a su dictamen los programas para los que fueron elegidos.
¿Tiene esto algo que ver con la decadencia del país? Un obispo culpó al neoliberalismo: en los años 70 había mucha menos pobreza que hoy en día, dijo, como si desde entonces la Argentina fuera el paraíso del libre mercado. Los famosos cuadernitos acaban de recordarnos qué tan libre es el mercado en el país. En lugar de dar clases, a la Iglesia no le vendría mal un examen de conciencia y un baño de humildad: erradicar la pobreza es un problema enorme y complejo sobre el que nadie tiene la exclusiva.
Pero ¿por qué la Iglesia se siente tan fuerte? Porque se escuda en un papa argentino, claro; y porque gobiernan "los ricos", "la oligarquía liberal", el eterno enemigo. Me pregunto si de verdad Francisco ha equiparado al Gobierno, como dicen las crónicas, con la llamada Revolución Libertadora y con el Proceso. Me cuesta creerlo: revelaría una incapacidad congénita para distinguir la democracia de la dictadura. Y mostraría a alguien empecinado en seguir mirando el mundo a través del prisma maniqueo del choque entre pueblo católico y antipueblo colonial. No me sorprendería que decidiera visitar la Argentina en el año electoral para dar un empujón.
Sin embargo, la fuerza de la Iglesia surge de una debilidad y oculta otra debilidad aún mayor. La debilidad es la implosión del movimiento peronista, el dechado político de la nación católica. Así, la Iglesia actúa sin filtro, se expone. Está tratando de recrear ese espacio, pero su activismo la pone en el cruce de los conflictos políticos, por enésima vez en la historia argentina: cuando se dice que la historia no enseña. La debilidad que ahora no se ve, pero le exigirá a la Iglesia un elevado peaje, es que la sociedad argentina está más secularizada de lo que supone el mito de la nación católica. ¿Qué habría pasado si la población entera hubiera decidido sobre el aborto y no los tres senadores de Salta o San Juan? ¿La nación católica estaría aún de pie?
Creo que a una Iglesia con visión de futuro le convendría acompañar una secularización dulce, gradual y cooperativa. Su revanchismo y nostalgia por un régimen de cristiandad, en cambio, la llevan a desencadenar una espiral conflictiva, que un día se le volverá en contra: los triunfos de hoy serán un búmeran mañana.

Ensayista y profesor de historia en la Universidad de Bolonia, Italia

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