martes, 25 de septiembre de 2018

SANTIAGO KOVADLOFF,

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Santiago Kovadloff
En un viaje intercontinental no se está más expuesto a lo incierto que al subir a un colectivo en la esquina de siempre. Pero la familiaridad, a fuerza de abusiva, termina enmascarando los riesgos que se corren también donde habitualmente se reside.
Siempre hay algo excitante en lo imprevisible, así como algo que sugiere ser cautos ante la presunción de creer que, porque hemos planificado nuestro viaje, sabemos cómo se desarrollará. No en vano, al partir, se nos desea suerte. Hay también en ese buen deseo una inseguridad velada.
Esta imponderabilidad última, no obstante, rara vez resulta disuasiva y en nada afecta la multiplicación aluvional de quienes, en el último siglo, viajaron y viajan impulsados por el anhelo de ir hacia lo que no se conoce aún.
He viajado mucho, lo sigo haciendo con frecuencia y siempre con interés. Y no solo con interés por el sitio hacia el que voy. También atraído por el viaje en sí, por el traslado, por la partida, por esa suspensión entre dos puntos que infunde al viaje su rasgo propio.
Viajar es ocupar un espacio paradójico: nada en él es perdurable. La palabra pasajero lo expresa todo. Quien viaja, como suele decirse en los aeropuertos y a bordo de los aviones, está en tránsito. En un "entre" donde la fugacidad gana un protagonismo que la vida cotidiana disimula.
El reverso del aplauso con el que los pasajeros acostumbran coronar un buen aterrizaje es esa tensión que suele embargarlos al partir. Ese instante en el que braman los motores del avión y la máquina se lanza a la carrera como un toro desbocado. El silencio espeso que se palpa a bordo y que a veces solo altera el llanto de un bebé en brazos de su madre, corresponde al momento álgido de esa suspensión, de ese estar pendientes de algo que va a pasar. Finalmente, la nave gana el cielo y cede la inquietud que invariablemente embarga al dejar tierra firme.
Viajé en barco con alguna frecuencia siendo joven. Y volví a hacerlo, recientemente. Nada me agrada más que prolongar esa estadía en el océano, familiarizarme con cada rincón de la nave, aspirar la noche marítima. Nada me agrada más que acompañar, en el día que nace, la metamorfosis del agua bajo la luz cambiante, la danza de sus olas, la presencia de súbitas gaviotas incansables y, a veces, el espectáculo repentino de sus habitantes profundos en la superficie del mar. Todo eso me despierta, sostiene mi emoción, me arranca al ensimismamiento, me abisma donde nada es usual.
Zarpar es para mí muchísimo más que atracar, aun en puertos desconocidos. La partida ensancha sin límite mi horizonte. Y, mar adentro, me encanta recorrer la cubierta azotada por el viento, sentir en la cara las gotas que ascienden y estallan; saborear, mientras anochece, un whisky en la placidez de un salón pequeño y apartado donde es posible leer sin verse interrumpido y hasta donde llega, amortiguado, el temblor tenue de la sala de máquinas y el manso vaivén de la nave.
Los largos viajes en tren cautivaron mi infancia y siguen haciéndolo ahora. En especial, los trenes con camarotes y salón comedor, que atraviesan el día y la noche haciendo oír una, dos, tres veces su silbato, ese gemido que parece rasgar el aire y sumir en la desolación los paisajes que van quedando atrás. Adormecerse en esas cuchetas altas era mi deleite de niño sintiendo el traqueteo rítmico de la marcha rápida. O escuchar, sin despertarme del todo, el chirrido de los frenos al alba cuando el tren se iba deteniendo hasta inmovilizarse en una estación casi desierta para volver luego, poco a poco, a ponerse en marcha, pesadamente primero y luego más y más rápido hasta convertirse en un bólido devorado por la oscuridad.
Y están, ni que decirlo, las múltiples formas del viaje interior. Esas inmersiones, reflexivas o pasionales, o ambas cosas a la vez, de incursionar en el recuerdo, en un balance de lo que se hace o se ha hecho, en la ponderación de quien nos importa o en las razones por las que alguien o algo ha perdido nuestro interés. ¿Qué es meditar sino un viaje interior?
Es cierto que la introspección es una aventura viajera con menos prensa y quizás con menos usuarios que los viajes al exterior, sea éste lo que fuere. Sin embargo, esa aventura no es menos sustancial para quien la emprende y a veces más decisiva. "Lo que en mí siente está pensando", escribió Fernando Pessoa. La frivolidad, esa zorra siempre hambrienta que nos acecha, es enemiga de las incursiones interiores y, usualmente, nos propone viajar para olvidar, viajar para distraernos, viajar en suma para liberarnos de nosotros mismos y de todo aquello que en nosotros pide una mejor consideración crítica y autocrítica. El turismo interior no existe.
Conocí viajeros notables. De todos ellos quien más me impresionó fue el poeta Ricardo Molinari. Era hombre de pocos escenarios. Volvía siempre a los mismos sitios. No dejaba de descubrirlos. Veía, al mirar, de tal modo que desconocía la monotonía. Me recibió un día en su departamento. Yo tenía veinte años. Él se alejaba ya de los setenta. Alto y de tez oscura, su pelo blanquísimo era abundante y enmadejado. Había en sus ojos una expresión de tristeza franca que contrastaba con la vivacidad de su voz. Hablamos, en aquella ocasión, de dos de las presencias relevantes en su poesía: España y Portugal. No había otras para él, fuera de los cielos de su pampa argentina. Le pregunté si pensaba regresar próximamente a Portugal y España. Yo venía de allí. Había sido mi primer viaje a Europa. Desbordaba de fervor. Molinari me miró en silencio, como si dudara en decirme lo que finalmente me dijo: "Sí. En dos meses estaré por allí. Será la última vez. Voy a ir a despedirme de las cosas".
¡Viajar para despedirse de las cosas! ¡Viajar por última vez a los sitios que se ama! ¡Nunca podía suponerlo yo a los veinte años, en la plenitud de la inmortalidad! ¿Cómo pensar en cerrar puertas a esa edad en la que solo se busca abrirlas? No hay, a los veinte años, viaje postrero. No hay despedida. Pero las palabras de Molinari y el silencio que las precedió me despertaron para siempre. Había hablado un poeta. Había hecho estallar la obviedad y la inocencia. Viajar fue para él (y en un día no distante lo será para mí), ir al encuentro de todo lo que, si se lo ama, en algún momento hay que saber decirle adiós.
El viaje nos propone días y noches en los cuales quedan aplazados los problemas que dejamos irresueltos al partir. Ellos pierden poder de incidencia en nuestro estado de ánimo. Preocupaciones, apremios, ansiedades que suelen infundir su color a cada jornada, dejan de tener relieve en un viaje placentero.
Al viajar nos encontramos equidistantes del ayer y del mañana, del antes y el después. Suspendidos, se diría, entre uno y otro. Es que la magia del viaje priva al deber y a la inquietud de vigencia cotidiana. Los erradica del presente. Por eso, la aventura de partir se convierte en la ventura de no inscribirnos más que en el tiempo del deseo y la fruición. Nuestra íntima disponibilidad infunde a las horas un contenido nuevo: el de la gratuidad, el de la extinción de lo inaplazable.
Los días, al viajar, se suceden sin imposiciones. En sus horas, nuestras finalidades y propósitos recuerdan las gratas reglas del juego infantil.
Muchos -la mayoría- prefieren viajar sabiendo de antemano adónde irán. Otros en cambio, los menos, se lanzan sin más al encuentro de lo repentino y deciden, a cada paso, dónde estar, adónde ir. Aun así, tanto unos como otros, al sustraerse a la mal llamada vida diaria descubren un goce mayor: el de "perder" el tiempo. Y ese tiempo que se "pierde" es aquel que nos subordina y consume haciendo de nosotros vasallos del deber y mendicantes del disfrute. De modo que, con lo habitual que se extingue, nace al viajar lo inusual que alivia y entusiasma. Las cosas, entonces, despejadas por ese trato apacible que le brinda el viajero distendido, le entregan la calidez de su mejor presencia. Una calle, un monumento añejado por los siglos, un cuadro que le abre su secreto en un museo, un rostro inigualable en un café, ganan a la luz de esa disposición a frecuentarlas íntimamente un relieve conmovedor. Ese relieve basta para persuadirnos de que supimos estar donde aseguramos haber estado.
Viajar, partir, dejar atrás lo abusivamente cercano y celebrar, yendo, lo que no lo es. Fundar, aunque solo sea por unos días, un orden inédito. Frágil, sí, perecedero. Pero infinitamente luminoso como experiencia primero y como recuerdo después. Recorrer nuevos espacios, entablar nuevos vínculos. Redescubrirse en emociones insospechadas y hacer de lo desconocido un universo amigable.

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