miércoles, 26 de junio de 2019

MANUSCRITOS,


Penurias inconfesables de un outsider digital
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Mientras manejo, escucho en la radio acerca de la evolución de las monedas virtuales. Podrían ser un buen resguardo para los ahorros, dicen. Allí, según parece, no habría posibilidad de que un desaprensivo emita billetes a discreción y reduzca de la noche a la mañana el valor de tus activos. Ahí está Facebook con su nueva criptomoneda, libra, que garantiza una estabilidad a salvo de las pasiones humanas y de las necesidades de los funcionarios de turno. Una divisa con reserva real al margen de los Estados nacionales y regulada por los algoritmos. Las principales tarjetas de crédito y empresas de la economía online se han asociado al proyecto, que se lanzará en 2020. Tras la "internet de las cosas" llega el del dinero.
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Hay quienes seguirán prefiriendo "el físico", para ponerlo en cajas fuertes a las cuales adorar. Tuvimos aquí algún ejemplo reciente. Pero el dato de la expansión de las criptomonedas es algo más que un título en la sección económica de los medios: es otro síntoma del modo en que les vamos confiando a los algoritmos, en forma aparentemente indolora, porciones cada vez más amplias de nuestra vida. En todos los órdenes de la existencia, día a día, estamos migrando a la dimensión virtual. A medida que lo hacemos, la esfera de lo real se adelgaza y adopta la lógica que impera en el ciberespacio. La razón es sencilla. Los sujetos del cambio tecnológico somos nosotros, los seres humanos. La verdadera transformación se produce en las personas.
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El mundo está amenazado por el calentamiento global, pero lo cierto es que el espacio que habitamos se está enfriando día a día. Es una frialdad propia de lo mecánico, de lo maquinal, llevada a la enésima potencia. La dimensión virtual, con el procesamiento automatizado de infinidad de datos que se vuelven sin pausa sobre nosotros, acelera el ritmo de la vida y así exige de los seres humanos el olvido de buena parte de lo aprendido desde la Ilustración para incorporar recursos que permitan una asimilación más eficiente a la gran Gestalt online, que vende la promesa de un mundo más aséptico, más liso y brillante, más impersonal, dominado por la eficiencia de los números y la comodidad de las pantallas. Parece un cambio de forma, pero es de fondo. Ya no seremos los mismos. Ya no lo somos.
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Todo lo que el gran cuerpo eléctrico nos devuelve -a partir de lo que le damos- nos predetermina. La máquina no sabe de vacíos y huye de la indeterminación. Su objetivo es encasillarnos. Convertirnos en dato. Asimilarnos a su lenguaje. Eso supone ir cediendo todo aquello que no es medible, despojarnos del misterio que somos y de la potencia que esa zona imprecisa encierra. Me pregunto si es posible resignar este secreto que nos acompaña sin pagar un costo.
Como sea, la migración parece imparable y resulta cada vez más acelerada. En parte, está impulsada por las mismas fuerzas que mueven la economía. El procesamiento de datos de la inteligencia artificial nos envuelve en una red de consumo que trae a la pantalla aquello que supuestamente preferimos sin solución de continuidad, llevando la dinámica capitalista al paroxismo. ¿En beneficio de quién? ¿Quiénes están detrás de los algoritmos? Las grandes fortunas de la actualidad ofrecen una pista. No es idea mía. Respetados académicos que están lejos de renegar del liberalismo económico me han dicho que hoy, en las principales universidades del mundo, se analiza y se discute lo que a simple vista parece evidente: que la economía de plataformas, así como está, promueve una brecha creciente entre ricos y pobres. Un mundo más desigual.
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No es culpa de nadie. Zuckerberg quería crear una red virtual universitaria y hoy maneja una empresa con más de 2000 millones de clientes que está a punto de lanzar una moneda y desafía la supremacía de los Estados nacionales más poderosos. Corremos detrás del cambio sin saber hacia dónde nos dirigimos. Las regulaciones llegan tarde o no llegan. A unos pocos les conviene. A la inmensa mayoría, me temo que no.
Sin embargo, todos queremos estar allí. Migrar gregariamente a la virtualidad. Adaptarnos al cambio de era y sobrevivir. Incluso yo, lo confieso. Aunque sea en calidad de outsider de la dimensión digital. Por eso, aunque no tenga redes sociales, espero que el sistema acepte y asimile esta voz disidente e inofensiva. En secreto, y sin contárselo a nadie, seguiré pensando que la verdadera reserva de mi imperfecta humanidad está fuera de la computadora, en aquello que es irreductible al dato, en lo que no se puede medir, en eso que un algoritmo no llega a capturar y no puede ser llevado a una pantalla.

H. M. G.

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