miércoles, 19 de junio de 2019

UN ARTÍCULO DE LORIS ZANATTA,


El inquietante parentesco entre populismo y tecnocracia

Loris Zanatta
La crítica de Bolsonaro a las humanidades oculta el rechazo a la mediación política, propia de la democracia, de quienes ponen al "pueblo" o a la ciencia como fuente de autoridad absoluta
BOLONIA.- El ataque de Jair Bolsonaro al estudio de las humanidades ha provocado reacciones vehementes en Brasil y en la comunidad académica mundial. Es el intento de un gobierno "fascista", se ha dicho y repetido, de pisotear "el pensamiento libre" en nombre de la "tecnocracia", del infame "neoliberalismo". Dejando de lado los términos "fascista" y "neoliberal", siempre utilizados sin que venga al caso, la protesta está cargada de razón. Y lo está porque el gobierno brasileño ha pretendido imponer un ucase ideológico, desatar una caza de brujas para destruir al "enemigo", purgar la escuela y excomulgar a los herejes.
Lo mismo ocurre con todos los populismos. Movidos por su furia redentora, con el pretexto de encarnar Deus acima de todos, de representar el pueblo elegido, reducen la complejidad del mundo a dos opciones: nosotros o ellos, bien o mal, verdad o error. De ahí que en nombre de la paz desaten la guerra; en nombre del amor, el odio. Los jóvenes han hecho bien en salir a la calle, a pesar de sus argumentos a menudo infantiles e inconsistentes, porque la política no se hace así; no es así como funciona la democracia.
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Dicho esto, el episodio es instructivo y conduce a consideraciones más generales sobre la naturaleza del populismo, sus efectos, su relación con la tecnocracia, sus afinidades electivas. Lo primero que salta a la vista es que al invocar absolutos morales -Dios, el pueblo- o científicos -la eficiencia, la producción- el populismo pretende imponer, ante la dialéctica política, una verdad preestablecida, un axioma indiscutible. Así, transforma lo que debería ser un debate racional entre una multiplicidad de actores en una guerra religiosa entre los que creen poseer la verdad y los que la niegan.
Ese es el primer efecto obvio del populismo; de hecho, es el populismo mismo. Es eso que impide hablar del tema de forma pausada y racional, como correspondería hacerlo. En Europa se ha hecho durante décadas, porque es conocida y debatida la tendencia de los jóvenes de los países latinos a cultivar los estudios humanísticos y de los jóvenes de los países nórdicos a dedicarse a los estudios técnicos y científicos. Hoy en día, por ejemplo, muchos países debaten cómo incentivar a más chicas a que elijan las ciencias duras. ¿Significa esto que un joven danés o alemán tiene menos espíritu crítico que un brasileño o un español que hayan estudiado sociología o filosofía? Tengo mis dudas. Pero el punto es que en democracia se habla, se debate, se exponen criterios y argumentos y las posiciones nunca son dos: son muchas. La decisión final recompensará a aquellos que hayan recibido más apoyo, que hayan sido más convincentes. O resultará del compromiso entre diferentes aportes. Bolsonaro, al contrario, se condujo como lo que es: un elefante en un bazar. Afortunadamente, en Brasil la gente se puede manifestar, hay una prensa libre, hay un Congreso: ¡de qué fascismo hablan! En algo ya ha tenido que dar marcha atrás.
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Esta reflexión lleva a otra: ¿qué tienen en común el populismo y la tecnocracia? Para muchos, son los polos opuestos de nuestro mundo: el populismo sería la absolutización de la política, la politización absoluta de la soberanía popular; la tecnocracia, a la inversa, sería la negación de la política en nombre de la ciencia y de sus leyes. ¿Será así? En absoluto: estos términos y conceptos son, en realidad, gemelos diferentes que comparten rasgos genéticos fundamentales. El más evidente de esos rasgos es el rechazo de la mediación política, típica de las democracias liberales: el pueblo o la ciencia otorgan al poder una autoridad absoluta e indiscutible que ninguna institución intermedia tiene derecho a limitar o disputar. Como tal, tanto el poder populista como el poder tecnocrático pretenden apoyarse en un absoluto moral previo al pacto político: la soberanía del pueblo, la verdad de la ciencia. Ambos poderes se consideran un todo que trasciende las partes. De ahí sus impulsos antipolíticos: la política, entendida como el terreno neutral donde los diferentes miden fuerzas e ideas, como un escenario cuyas reglas y procedimientos aseguran a todos la igual dignidad y libertad, es para ellos un obstáculo indebido para la afirmación de la verdad y de la voluntad general. Como tales, ambos son también enemigos de la democracia liberal, que tiene su fundamento en su naturaleza procedimental y en su negación de todo dogma apriorístico.
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Todo esto puede sonar abstracto, abstruso, fundado en el aire. Mejor será explicarlo comparando el pensamiento de Bolsonaro con su opuesto: el castrismo. Bueno, ningún régimen como el de Castro, un caso de populismo real, ha adoptado medidas tan similares a las que hoy pretende imponer el gobierno de Bolsonaro en nombre de la tecnocracia: ¡cuántas afinidades entre un populismo tecnocrático y una tecnocracia populista! ¿Curioso? ¿Casual? ¿Extravagante? De ninguna manera: lógico. Ambos sistemas esquivan la política en nombre de una verdad absoluta: la escuela burguesa, decía el viejo Fidel, da "mil explicaciones, o sea ninguna"; la escuela cubana debe enseñar "la verdadera explicación" de todos los problemas; evangelizar.
Como ningún Congreso ni prensa libre le ponía límites, Fidel superó con creces a Bolsonaro: el sistema escolar, dijo tan pronto llegó al poder, debe cambiarse "por completo": necesitamos técnicos, no humanistas. Y así lo hizo: impuso a los cubanos los estudios universitarios que reclamaba "la patria".
No se trata de que los cubanos tengan más vocación que otros para la medicina, la ingeniería o la biotecnología, sino que generaciones enteras fueron obligadas a comer lentejas o dejarlas. ¿Las ciencias humanas? A Fidel nunca le interesaron excepto como instrumento de catequesis ideológica: odiaba a los intelectuales. Descuidó las humanidades, las postergó, las reprimió; pocos en el mundo se dieron por enterados. 
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Como para Bolsonaro, para él también la parte debía estar 
subordinada a la totalidad, el individuo a la comunidad, la pluralidad a la unanimidad. No se puede vivir "por la libre", decía; "hay que ser algo de algo". ¿Su finalidad? "Crear el productor"; doce grados escolares debían servir para aprender "cómo usar las máquinas", no para sembrar pájaros en las cabezas. Bolsonaro no podría decirlo mejor. Un día, podrían cantar a coro: "El gobierno de las personas será reemplazado por la administración de las cosas"; Engels dixit. Adiós a la política, adiós a la democracia.

Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia

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