Dormir en la calle e ir a la escuela: la odisea cotidiana de los más vulnerables
Más de 27.000 menores porteños están en la indigencia; habitan hasta en “ranchadas”; un centro educativo de San Telmo recibe y educa a 80 de estos chicos
Lorena Oliva
Jugar, educar e incluir, parte de la tarea que desarrolla el centro Isauro Arancibia
El Isauro Arancibia, el centro educativo que Susana Reyes había fundado a fines de los 90 para alfabetizar a quienes estaban fuera del sistema, tuvo, desde el principio, una impronta inclusiva. Apenas se corrió la voz sobre este espacio para jóvenes y adultos, comenzaron a ir niños y niñas en situación de calle. Fueron principalmente sus alumnos los que empezaron a llegar a clase con sus hermanitos o con sus hijos. Y Reyes entendió que debía hacerles lugar también a ellos.
El problema era que el Isauro estaba orientado a mayores de 14 años. ¿Por qué simplemente no los ayudaron a que esos niños consiguiesen una vacante en una escuela común? “Porque antes había que preparar a esos chicos y chicas para la primaria”, explica Reyes. Así reconstruye cómo nació en el Isauro el curso de nivelación que les permite a los chicos que no están escolarizados prepararse para cursar en una escuela primaria común.
El espacio fundado por Reyes está en San Telmo. Tiene un jardín maternal, una primaria para adultos, una secundaria y talleres de oficios. En total son unos 800 estudiantes de contextos vulnerables. Muchos de ellos se levantan de la calle para ir a estudiar.
Si la calle no es un lugar para vivir, mucho menos debería serlo para un niño o una niña. Las infancias que están en esta situación quedan expuestas a todo tipo de peligros, como quedó demostrado, hace pocas semanas, con la muerte de la beba de 3 meses, que dormía con su melliza y sus padres muy cerca de la Casa Rosada. Son menores que corren en desventaja si hablamos de acceso a derechos básicos, como alimentación, vivienda, salud o educación.
Cuando un menor duerme en la calle, el invierno es más frío, la noche es más peligrosa y la escuela no es la opción natural al llegar a los 6 años. ¿Qué espacio tiene la escuela tradicional para chicos como Dylan, de 9 años que a fin del año pasado se quedaba dormido en clase porque el miedo no le permitía dormir de noche? Después de que a él y su familia lo desalojaran del conventillo en el que vivían no encontraron más opción que instalarse en la calle. “Tenía miedo de que alguien viniera y me robara, que me sacara los órganos”, dice, con una naturalidad que estremece.
Reyes cuenta la solución que encontró para darles un lugar a chicos y chicas que, por diversos motivos, necesitan un apoyo intensivo previo a ingresar a una escuela primaria común. Es un curso que los prepara para el colegio tradicional y que les aporta los contenidos necesarios para ingresar al grado que les corresponda por su edad. “Para estas situaciones en varias escuelas existen los grados de nivelación. Lo que hicimos fue articular con una escuela de la zona para que ese grado de nivelación funcione en el Isauro”, explica. La motivación es una: impedir el fracaso escolar de quienes viven en condiciones de extrema vulnerabilidad.
Dylan es uno de los 20 alumnos que cursan este grado de nivelación, orientado a menores de entre 6 y 13 años. La propuesta del Isauro se completa con un jardín maternal que tiene 60 niños más, que asisten de 9 a 16, mientras sus padres o hermanos mayores cursan la primaria, la secundaria o aprenden un oficio. Y se suma una jornada de actividades los sábados; asisten 70 menores.
Alejandra Solo es trabajadora social y coordina las actividades para los más chicos. Cuenta que, de esos 80 niños y niñas, entre el curso de nivelación y jardín maternal, cerca de 10 viven en la calle: para ir a estudiar se levantan de un colchón dispuesto en una vereda, un cajero de un banco, una plaza o debajo de un puente. El resto vive en hoteles o en los centros de inclusión del gobierno porteño, que brindan albergue y comida.
“Son familias que, cuando tienen algo de plata, pagan un hotel. Cuando se les corta la changa o se pelean con el encargado del hotel, vuelven a la calle. Y están así un tiempo, hasta que el gobierno los lleva a algún parador. Y ahí, el ciclo empieza de nuevo. Si bien sólo hay algunos que están plenamente en calle, de alguna manera, todos lo están”, puntualiza.
“Huella muy difícil”
Según cifras del gobierno porteño, el 7,7% de sus habitantes estaba en situación de indigencia en diciembre de 2022; equivale a 237.000 personas. Los datos surgen del informe “Condiciones de vida en la Ciudad: indigencia y pobreza por ingresos y estratificación”, de la dirección porteña de Estadísticas del Ministerio de Finanzas.
El trabajo no especifica cuántas de estas personas tenían menos de 18 años, pero según el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, en el tercer trimestre de 2022, el 3,8% de los niños, niñas y adolescentes porteños vivía en la indigencia, lo que equivale a 27.245.
Para el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat porteño, en 2022 había solo 33 chicos en situación de calle; 21 eran menores de 14 años. Las cifras oficiales siempre fueron cuestionadas por las organizaciones civiles. En 2019, un grupo de ONG organizó un censo que contabilizó a más de 7000 personas en situación de calle en la Capital; 871 eran menores. Aunque el relevamiento no se repitió, las organizaciones involucradas no dudan de que, pospandemia, la cifra de personas que viven en la calle aumentó.
“El desprecio social y la violencia institucional que padecen estas personas deja una huella muy difícil de borrar, por más amor que les des. Los pibes llegan acá con la muerte latente. Les cuesta imaginarse vivos más allá de los 30. A veces, ellos mismos se quitan la vida”, se lamenta Reyes. “Muchos de los niños y niñas que están en situación de adoptabilidad en la Ciudad, son hijos de nuestros alumnos”, dice con crudeza.
El grado de nivelación del Isauro está dividido en dos grupos. Los menores de 10 años van a uno y quienes tienen entre 11 y 13 años, van al otro. Es frecuente que vayan grupos de hermanos. “Ahora, por ejemplo, hay un grupo de siete y otro de tres”, cuenta Alejandra.
Dividirlos es también una manera de sacarles a los más grandes la carga del cuidado de los más chicos. “Al principio, es un desafío hacerles entender que, al menos mientras están acá, no tienen que cuidar ni retar a los hermanitos si se portan mal; para eso estamos las y los docentes”, agrega. Y explica que se trata de chicos que, en su gran mayoría, no tienen problemas cognitivos, sino que les falta ritualidad escolar. “A diferencia de otros chicos de su edad, les falta la casa con la taza de leche caliente al empezar el día”, grafica esta asistente social carismática a la que grandes y chicos se le acercan para resolver sus necesidades.
Si bien en el Isauro desayunan, almuerzan y toman la merienda, los que están en mayores condiciones de vulnerabilidad traen un recipiente por si queda comida y pueden llevarse para la noche. “Tenés que verles la cara cuando, por algún motivo, el táper queda vacío. Son chiquitos y cargan con la responsabilidad de conseguir comida. Muchas veces, porque a los adultos les resulta más difícil lograr que alguien les dé”, contextualiza Soto. “O cuando conseguimos ropa o calzado y justo las zapatillas que les gustaron les quedan muy grandes. Te dicen: ‘Me van re bien, seño’. Son chicos que nunca estrenan nada”, agrega.
Por la vida que llevan, Soto nota que al principio es difícil lograr que se queden sentados y quietos y que entiendan que la violencia verbal no es la forma de resolver problemas.
Las puestas en común grupales, en donde se cuenta lo que cada uno hizo o se habla de los miedos y los sueños, tienen connotaciones específicas de la vida que les tocó. Es frecuente que los chicos relaten situaciones de violencia a las que estuvieron expuestos o que le den vueltas a un tema que, para otros chicos es natural pero que, para ellos, parece inalcanzable: tener un lugar estable en donde vivir. Una casa.
“Las familias son las que tienen que conseguir una casa para sus hijos. Pero a veces no pueden porque no tienen trabajo y no consiguen el dinero”, explica Dylan mientras baja la mirada, tal vez porque en pocos días su familia tiene que dejar la pieza que alquila en un conventillo de La Boca . Es muy probable que tengan que volver a la ranchada en la que vivieron el año pasado: un espacio tomado por varias familias en plena calle en el que cada una tiene su propio colchón. Para animarlo, Alejandra le habla de su cumpleaños, que sería justo el día siguiente a esta charla con la nacion. “Es la segunda vez que festejo mi cumple. Pero es la primera en la que todos los chicos me caen bien”, reconoce. Su madre le va a traer una torta.
Rita Mendoza, su madre, se muestra agradecida con el Isauro. Además de Dylan, tiene a Dayla, de 11 años. Los dos empezaron la escuela el año pasado. “Primero fui a la supervisión, pero no me daban una solución, hasta que alguien me conectó con este lugar. Acá los chicos comen y aparte se llevan la leche y las galletitas. Además hacen talleres. A Dylan le encanta el de música y a Dayla, pintar. Veo que avanzan, pero nosotros no. Les estamos fallando”, dice y se pone a llorar. Esta vez no llora de emoción, como cuando vio a su hijo tocar el chelo en el acto de cierre del último año.
El Isauro Arancibia, el centro educativo que Susana Reyes había fundado a fines de los 90 para alfabetizar a quienes estaban fuera del sistema, tuvo, desde el principio, una impronta inclusiva. Apenas se corrió la voz sobre este espacio para jóvenes y adultos, comenzaron a ir niños y niñas en situación de calle. Fueron principalmente sus alumnos los que empezaron a llegar a clase con sus hermanitos o con sus hijos. Y Reyes entendió que debía hacerles lugar también a ellos.
El problema era que el Isauro estaba orientado a mayores de 14 años. ¿Por qué simplemente no los ayudaron a que esos niños consiguiesen una vacante en una escuela común? “Porque antes había que preparar a esos chicos y chicas para la primaria”, explica Reyes. Así reconstruye cómo nació en el Isauro el curso de nivelación que les permite a los chicos que no están escolarizados prepararse para cursar en una escuela primaria común.
El espacio fundado por Reyes está en San Telmo. Tiene un jardín maternal, una primaria para adultos, una secundaria y talleres de oficios. En total son unos 800 estudiantes de contextos vulnerables. Muchos de ellos se levantan de la calle para ir a estudiar.
Si la calle no es un lugar para vivir, mucho menos debería serlo para un niño o una niña. Las infancias que están en esta situación quedan expuestas a todo tipo de peligros, como quedó demostrado, hace pocas semanas, con la muerte de la beba de 3 meses, que dormía con su melliza y sus padres muy cerca de la Casa Rosada. Son menores que corren en desventaja si hablamos de acceso a derechos básicos, como alimentación, vivienda, salud o educación.
Cuando un menor duerme en la calle, el invierno es más frío, la noche es más peligrosa y la escuela no es la opción natural al llegar a los 6 años. ¿Qué espacio tiene la escuela tradicional para chicos como Dylan, de 9 años que a fin del año pasado se quedaba dormido en clase porque el miedo no le permitía dormir de noche? Después de que a él y su familia lo desalojaran del conventillo en el que vivían no encontraron más opción que instalarse en la calle. “Tenía miedo de que alguien viniera y me robara, que me sacara los órganos”, dice, con una naturalidad que estremece.
Reyes cuenta la solución que encontró para darles un lugar a chicos y chicas que, por diversos motivos, necesitan un apoyo intensivo previo a ingresar a una escuela primaria común. Es un curso que los prepara para el colegio tradicional y que les aporta los contenidos necesarios para ingresar al grado que les corresponda por su edad. “Para estas situaciones en varias escuelas existen los grados de nivelación. Lo que hicimos fue articular con una escuela de la zona para que ese grado de nivelación funcione en el Isauro”, explica. La motivación es una: impedir el fracaso escolar de quienes viven en condiciones de extrema vulnerabilidad.
Dylan es uno de los 20 alumnos que cursan este grado de nivelación, orientado a menores de entre 6 y 13 años. La propuesta del Isauro se completa con un jardín maternal que tiene 60 niños más, que asisten de 9 a 16, mientras sus padres o hermanos mayores cursan la primaria, la secundaria o aprenden un oficio. Y se suma una jornada de actividades los sábados; asisten 70 menores.
Alejandra Solo es trabajadora social y coordina las actividades para los más chicos. Cuenta que, de esos 80 niños y niñas, entre el curso de nivelación y jardín maternal, cerca de 10 viven en la calle: para ir a estudiar se levantan de un colchón dispuesto en una vereda, un cajero de un banco, una plaza o debajo de un puente. El resto vive en hoteles o en los centros de inclusión del gobierno porteño, que brindan albergue y comida.
“Son familias que, cuando tienen algo de plata, pagan un hotel. Cuando se les corta la changa o se pelean con el encargado del hotel, vuelven a la calle. Y están así un tiempo, hasta que el gobierno los lleva a algún parador. Y ahí, el ciclo empieza de nuevo. Si bien sólo hay algunos que están plenamente en calle, de alguna manera, todos lo están”, puntualiza.
“Huella muy difícil”
Según cifras del gobierno porteño, el 7,7% de sus habitantes estaba en situación de indigencia en diciembre de 2022; equivale a 237.000 personas. Los datos surgen del informe “Condiciones de vida en la Ciudad: indigencia y pobreza por ingresos y estratificación”, de la dirección porteña de Estadísticas del Ministerio de Finanzas.
El trabajo no especifica cuántas de estas personas tenían menos de 18 años, pero según el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, en el tercer trimestre de 2022, el 3,8% de los niños, niñas y adolescentes porteños vivía en la indigencia, lo que equivale a 27.245.
Para el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat porteño, en 2022 había solo 33 chicos en situación de calle; 21 eran menores de 14 años. Las cifras oficiales siempre fueron cuestionadas por las organizaciones civiles. En 2019, un grupo de ONG organizó un censo que contabilizó a más de 7000 personas en situación de calle en la Capital; 871 eran menores. Aunque el relevamiento no se repitió, las organizaciones involucradas no dudan de que, pospandemia, la cifra de personas que viven en la calle aumentó.
“El desprecio social y la violencia institucional que padecen estas personas deja una huella muy difícil de borrar, por más amor que les des. Los pibes llegan acá con la muerte latente. Les cuesta imaginarse vivos más allá de los 30. A veces, ellos mismos se quitan la vida”, se lamenta Reyes. “Muchos de los niños y niñas que están en situación de adoptabilidad en la Ciudad, son hijos de nuestros alumnos”, dice con crudeza.
El grado de nivelación del Isauro está dividido en dos grupos. Los menores de 10 años van a uno y quienes tienen entre 11 y 13 años, van al otro. Es frecuente que vayan grupos de hermanos. “Ahora, por ejemplo, hay un grupo de siete y otro de tres”, cuenta Alejandra.
Dividirlos es también una manera de sacarles a los más grandes la carga del cuidado de los más chicos. “Al principio, es un desafío hacerles entender que, al menos mientras están acá, no tienen que cuidar ni retar a los hermanitos si se portan mal; para eso estamos las y los docentes”, agrega. Y explica que se trata de chicos que, en su gran mayoría, no tienen problemas cognitivos, sino que les falta ritualidad escolar. “A diferencia de otros chicos de su edad, les falta la casa con la taza de leche caliente al empezar el día”, grafica esta asistente social carismática a la que grandes y chicos se le acercan para resolver sus necesidades.
Si bien en el Isauro desayunan, almuerzan y toman la merienda, los que están en mayores condiciones de vulnerabilidad traen un recipiente por si queda comida y pueden llevarse para la noche. “Tenés que verles la cara cuando, por algún motivo, el táper queda vacío. Son chiquitos y cargan con la responsabilidad de conseguir comida. Muchas veces, porque a los adultos les resulta más difícil lograr que alguien les dé”, contextualiza Soto. “O cuando conseguimos ropa o calzado y justo las zapatillas que les gustaron les quedan muy grandes. Te dicen: ‘Me van re bien, seño’. Son chicos que nunca estrenan nada”, agrega.
Por la vida que llevan, Soto nota que al principio es difícil lograr que se queden sentados y quietos y que entiendan que la violencia verbal no es la forma de resolver problemas.
Las puestas en común grupales, en donde se cuenta lo que cada uno hizo o se habla de los miedos y los sueños, tienen connotaciones específicas de la vida que les tocó. Es frecuente que los chicos relaten situaciones de violencia a las que estuvieron expuestos o que le den vueltas a un tema que, para otros chicos es natural pero que, para ellos, parece inalcanzable: tener un lugar estable en donde vivir. Una casa.
“Las familias son las que tienen que conseguir una casa para sus hijos. Pero a veces no pueden porque no tienen trabajo y no consiguen el dinero”, explica Dylan mientras baja la mirada, tal vez porque en pocos días su familia tiene que dejar la pieza que alquila en un conventillo de La Boca . Es muy probable que tengan que volver a la ranchada en la que vivieron el año pasado: un espacio tomado por varias familias en plena calle en el que cada una tiene su propio colchón. Para animarlo, Alejandra le habla de su cumpleaños, que sería justo el día siguiente a esta charla con la nacion. “Es la segunda vez que festejo mi cumple. Pero es la primera en la que todos los chicos me caen bien”, reconoce. Su madre le va a traer una torta.
Rita Mendoza, su madre, se muestra agradecida con el Isauro. Además de Dylan, tiene a Dayla, de 11 años. Los dos empezaron la escuela el año pasado. “Primero fui a la supervisión, pero no me daban una solución, hasta que alguien me conectó con este lugar. Acá los chicos comen y aparte se llevan la leche y las galletitas. Además hacen talleres. A Dylan le encanta el de música y a Dayla, pintar. Veo que avanzan, pero nosotros no. Les estamos fallando”, dice y se pone a llorar. Esta vez no llora de emoción, como cuando vio a su hijo tocar el chelo en el acto de cierre del último año.
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