lunes, 28 de agosto de 2023

INFANCIAS ROBADAS



NIÑOS ADICTOS Y REDES NARCO EN EL AMBA
Consumen desde los 10 años, los usan para el narcomenudeo y les roban sus infancias
Texto:María Ayuso
Doce años tenía Emanuel la primera vez que probó marihuana. Lo demás llegó todo junto y “demasiado rápido”, cuando después de escapar de una casa arrasada por la violencia empezó a curtir la calle: cocaína, “creepy” y “nevados” (cigarrillos “armados con marihuana y merca”), pastillas y hasta jalar pegamento. A los 15, en la villa de San Martín donde vivía, le ofrecieron trabajar en una casilla “chapeada” como un kiosquito. Vendía droga. Con un arma, controlaba “que nadie se mandara ninguna”. El día que cumplió 16 años se miró al espejo y se preguntó “cómo carajo” había llegado a ese punto. Apenas comía y ya no podía ni jugar al fútbol. Puro hueso. “Me puse a pensar: 'Por qué lo estoy haciendo'. Me acuerdo que dije: 'Yo puedo con esto, no tengo que dejar que me ganen los malos pensamientos'”, cuenta. Hoy, tiene 17 y está sentado con dos amigas, Ayelén (16) y Jaqueline (17). Ellas se conocieron en un hogar porteño. Una tarde saltaron juntas el muro y se fueron corriendo. Seis años tenía Aye, los dientes de leche y el pelo hecho una maraña porque nadie la peinaba, cuando su padrastro la entregó a una familia desconocida. La hacían vender droga en la misma casa donde vivía, detrás de una reja: “El paquetito salía 100 pesos”, recuerda. Tenía 15 y Jaqui 16 cuando se fueron del hogar y empezaron a parar por la villa 31 de Retiro. En la zona que llaman “la arenera”, donde se juntan los camioneros. Uno de ellos le ofreció a Jaqui un plato de comida a cambio de su cuerpo. “Yo ya había pasado por eso a los 9 años, con un tío. Le dije que sí y empecé a trabajar con él en la calle: me pagaba cada dos semanas y me daba la merca para que estuviera despierta toda la noche. Lo hice por la Aye, por las dos: teníamos que comer”, recuerda Jaqui. La siguiente pregunta la responde antes de que se la haga: “¿Infancia? No tuvimos infancia. Ojalá la hubiésemos tenido: el mundo sería más lindo”.Conversó con una docena de chicas y chicos de CABA, la zona sur y oeste del conurbano cuyas infancias se vieron atravesadas por las adicciones y la venta de drogas. Son testimonios que echan luz sobre un drama que en la Argentina crece a la par del narcotráfico: el aumento de niñas, niños y adolescentes que empiezan a consumir a edades cada vez más tempranas y son captados por redes narco en villas y asentamientos. Lo confirman por lo menos 20 referentes territoriales, médicos, trabajadores sociales, psicólogos y psiquiatras, especialistas en adicciones y funcionarios entrevistados para esta nota. Cuando se escarba en las historias, las similitudes saltan como figuritas repetidas: el haber sido víctimas de todo tipo de violencias; la ausencia de referentes afectivos; la deserción escolar; la pobreza; la adicción en sus madres, padres o hermanos mayores; el abandono; la situación de calle, y la búsqueda desesperada por anestesiar el dolor. Desde la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación (Sedronar), reconocen que la pulseada contra el narcotráfico les exige una respuesta que apunte específicamente a las niñas y los niños. “Recién se está construyendo, porque empieza a ser un problema que te excede”, admite Gabriela Torres, su titular. Antes, la “iniciación” en el consumo de alcohol, marihuana, cocaína y sus derivados de menor calidad (como el paco) solía darse en la adolescencia, a los 15 o 16 años. Hoy, varios especialistas coinciden en que es a partir de los 10 o 12, e, incluso, en barrios como la villa 31 de Retiro hay niños de 7, 8 y 9 en consumo. El abanico de vulneraciones que pulveriza sus niñeces los convierte en carne de cañón para el narcotráfico. Los reclutan para hacer tareas en el subsuelo de la pirámide del narcomenudeo: como “kiosquitos ambulantes” que circulan por los pasillos, cuidadores armados o vendedores en búnkers, responsables de vigilar esquinas para alertar con un silbido sobre una presencia no deseada. Además de la explotación laboral, es frecuente que tanto a varones como a chicas los sometan sexualmente. “No podemos ser necios y decir: 'esto no aumentó'. No solo crecen los consumos sino que vemos que arrancan antes”, admite Mariana Moreno, directora nacional de Salud Mental y Adicciones. Coincide Itatí Cánido, directora general de Gestión de Políticas y Programas del Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescente de CABA: “No hay información estadística del impacto de los consumos problemáticos en los chicos: es una deuda. Pero lo que vemos, además de la baja en la edad, es un cambio en la modalidad y el tipo de consumo”. “Cuando en los barrios los adultos jóvenes están presos o muertos, los más chicos se vuelven una opción tentadora para las organizaciones narco, y son fácilmente captables por la urgencia económica de sus familias, sus escasas oportunidades laborales formales y las conexiones con las redes del delito y consumo”, reflexiona Hernán Flom, politólogo, especialista en violencia y narcotráfico. En ese contexto, plantea que “el narcomenudeo promete en el corto plazo beneficios materiales y simbólicos fuertes”. Es un fenómeno que se extiende en toda la región, desde Brasil a México, “donde existe alta segmentación socioeconómica, privaciones e historias intergeneracionales de vínculos con las economías delictivas”. En nuestro país, la problemática lleva al menos una década y media en alza. Los referentes advierten que tomó impulso al calor de la pandemia. Cuando el Estado se replegó, el mundo narco no dejó pasar la oportunidad: lo que se abandona, se conquista. “Rosario siempre estuvo cerca”, resume un hombre de mucha trayectoria social en Fuerte Apache, para dar cuenta de la tendencia que crece en los grandes centros urbanos.


“Empecé a consumir a los 12 y a estar en una ranchada. Me quedaba en la calle a dormir. Y a los 15 me ofrecieron trabajar en una casilla donde se vendía droga”.
“Un día me desperté, me miré al espejo y me puse a pensar: 'Por qué lo estoy haciendo'. Sentí que nada de eso llenaba el vacío”.
EMANUEL, 17 AÑOS
Cuando Ema y su compañero estaban de turno en el “kiosquito”, tenían un código: “A los guachines no se les vende”. Él consumía desde los 12 y sabía cómo empezaba, seguía y terminaba eso. “Los pibitos todos rechupados queriendo comprar una bolsita que se les iba en dos o tres aspiradas”, cuenta con seriedad de acero. Dice que en su familia los problemas eran muchos. Cuando se fue de la casa, nadie preguntó nada. “Empecé a estar en una ranchada, me quedaba a dormir en la calle”, cuenta. Fue un amigo quien le propuso lo del “kiosquito”. “El padrastro de su novia le ofreció trabajar ahí y empezamos. Yo estaba con el arma mirando la jugada. Una vez la policía tocó la puerta pero como no salió nadie, se fueron. Gracias a Dios, porque si no alguno terminaba en cana o muerto”, dice. A su barrio lo pinta “todo infectado de transas, droga y junta en cada esquina”. Y sigue: “Lo que hay es bandas nomás: todo bandas”. ¿Era una tentación formar parte? “Exactamente. En ese momento pensaba que me gustaba, pero después me miré y entendí que tenía que buscar algo mejor. Vine acá por la oportunidad de ir a la escuela”, sostiene. El “acá” de Ema es el Hogar Madre Teresa. Pegado a la villa 31 de Retiro, es un centro de día para chicas y chicos de hasta 17 años. Forma parte de la Familia Grande del Hogar de Cristo, la obra de la Iglesia Católica que suma 220 dispositivos en barrios populares del país. Trabajan en la prevención y el acompañamiento de personas atravesadas por las adicciones. “Vienen entre 20 y 25 chicos, según el día. El más pequeño tiene 7 años. Hay otros de 8, 10 y 11”, cuenta Mariana López, directora del hogar, y sigue: “Hay muchísima más cantidad de chicos en situación de calle y consumo. Acá no solo recibimos pibes del barrio: el tren trae a muchos de lugares como Pilar, Grand Bourg o Polvorines”. Emanuel llegó a Madre Teresa hace cuatro meses. “Me gustó. Los talleres, el compañerismo, volver a la escuela”. Hoy vive en otro hogar que también depende de la capilla Cristo Obrero. −¿Pensás en el futuro? −Sí, cuando volví a estudiar empecé a flashear que podía, pero entendí que si quiero cambiar, antes tengo que mejorar yo, mental y físicamente.
Emanuel (17) llegó al Hogar Madre Teresa, en la villa 31 de Retiro, hace cuatro meses. En ese espacio conoció a Ayelén (16), que está embarazada, y a Jaqui (17), quienes se definen como “hermanas de calle”. Los tres adolescentes estudian, participan de talleres y proyectan un futuro en ese hogar.
Es imposible separar el aumento de estas problemáticas de la sociedad de consumo en la que vivimos. Los factores que influyen en que una chica o un chico sea captado por las redes del narcomenudeo o sienta “atracción” por ese mundo son variados: en contextos de ausencia de oportunidades, puede representar la posibilidad de un “ascenso social”, de tener esos símbolos que marcan identidad y pertenencia, más aún en la adolescencia. “Estos fenómenos hay que entenderlos como sistémicos. No solo hay que poner el foco en el pibe o su familia, sino en el valor social”, reflexiona Valeria Wittner, doctora en Psicología, investigadora y coordinadora académica de la carrera de Especialización en Psicología Clínica Sistémica de la UBA. “Cuando no tienen oportunidades, pero la tele les muestra que hay que tener las últimas zapatillas o cualquier bien que en algunas culturas representan un ascenso, eso también genera un impacto y tracciona”. “Somos hermanas de calle” Ocho años tenía Aye cuando unos vecinos la llevaron a un hogar de niños. No conoció a su mamá. La crió su padrastro y vivió con él en Villa Lugano, hasta que cuando cumplió los 6 la entregó a la familia que la hacía vender droga: “Me cagaban a palos”, cuenta. En el hogar de adolescentes en el que conoció a Jaqui, la violencia también circulaba entre las chicas. Hoy, el vientre de nueve meses le asoma a Aye por debajo de la remera, ineludible como un planeta. Cuando le mostró a Jaqui el test positivo, pensó que era una broma. Pero no, era real. Se abrazaron fuerte. En la calle, los vínculos que no se destruyen, se consolidan. El de ellas es así, un hilo invisible que las volvió familia. 13 años había cumplido Jaqui cuando su papá falleció. Su mamá tenía esquizofrenia y la crió una abuela, que le pegaba con lo que tenía a mano. “Mi único juego era barrer”, recuerda. A los 16, la llevó al hogar del que se escaparon con Aye. Cuando Jaqui conoció al camionero que la explotó sexualmente, vio que eran varias las chicas bajo su mando. La única menor de edad, era ella. Quienes pagaban “el servicio” también eran camioneros: a veces se la llevaban en viajes durante tres o cinco días. “Una vez la policía paró, se dio cuenta de que era menor y no les mentí. Cuando contás eso, se aprovechan: te ven indefensa y pasa lo que pasa”. −¿Sufriste abusos por parte de la policía? −Varias veces. Aye y Jaqui tenían 15 y 16 años cuando conocieron el Hogar Madre Teresa. “Nos recibieron con los brazos abiertos, como si nos conocieran: 'Vení, sentate, tomate un mate cocido, ¿te querés bañar?'. A partir de ahí no dejamos de venir”, cuenta Aye. Hoy, Jaqui está por cumplir los 18, alquila una pieza con su novio, a la mañana va a la secundaria y a la tarde a Madre Teresa. Aye, en cambio, vive en un hogar. “J” da patadas en su panza: en unos días, va a estar de este lado del mundo. “Le voy a dar a mi hijo todo lo que yo no tuve, lo que mi mamá no me pudo dar”, dice Aye. Terminó la primaria y cuando nazca J. va a empezar la secundaria. Jaqui quiere ser enfermera. “Es lo que más se necesita”, remata. “En el recreo, juegan a vender cocaína” La naturalización con que muchos chicos conviven con el consumo y la venta de sustancias se replica en su cotidianidad. Dos maestras de La Matanza cuentan que en el recreo vieron a un grupito jugar “a cortar” tiza como si fuese cocaína. Otros, cuando les preguntan qué quieren ser de grandes, responden “narcos”. “El juego para un niño es una forma de procesar la información y de expresar lo que ocurre en su casa. Refleja su contexto social inmediato, lo que muchas veces le valida el adulto en la crianza. Los niños aprenden a hacer en función de lo que ven”, explica Wittner. “Lo que sucede es que la familia tiene el rol de 'amortiguar': es el primer gran socializador, el mediador entre la cultura y el niño. Va modelado en función de su idiosincrasia y baja línea de acuerdo a eso”, amplía Wittner. Mientras algunos padres llaman la atención ante determinados juegos de los chicos, por diferentes motivos otros no lo hacen. La multiplicidad de sufrimientos que atraviesan las familias más vulneradas impactan en ese sentido y algunas encuentran en el narcomenudeo una posibilidad de subsistencia cuando todas las demás puertas se cierran.


“¿Cómo fue mi infancia? Dura. A los 8 me fui de mi casa. A los 11 probé la cocaína: primero por curiosidad, después se me hizo un hábito”.
"La primera vez que alguien se puso mal porque me vio consumir, yo tenía 15. Al principio no entendí lo que era el mambo de la ayuda".
LUCAS, 21 AÑOS
Ocho años tenía Lucas cuando se fue de su casa en Wilde, en Avellaneda. Pasó algunos días en la calle y después “de familia en familia”: en lo del padre de un compañerito de escuela, en lo del hermano mayor de otro. “Con la última persona que estuve fue con mi padre biológico, recién lo había conocido, pero se pinchó”, dice. A los 11, en una de esas casas, entre varios adultos, vio un plato de cocaína sobre la mesa. Le dio curiosidad, probó y se volvió un hábito. “El otro día fui a una villa y vi a un nene de 11 años que entró a comprar como si nada. Me quedé shockeado”, dice el jóven, que hoy tiene 21. Ese niño podría haber sido él. “Yo no consumía delante de nadie, ahora los pibitos van por la calle como si nada”, reflexiona. −¿Alguna vez te ofrecieron vender? −Sí. Tenía 15. Fue como: 'Eh, vos que se te nota en la cara que sos chorro, ¿no te animás a quedarte acá, fijarte si viene la gorra, te damos plata, te damos droga, te damos arma?'. Me re enojé: 'Yo soy consumidor final, mirá si voy a trabajar para vos, arruina guachos', les dije.
Leo (14) escucha música en su cuarto del Hogar Virgen de Luján, en Villa Centenario, Lomas de Zamora y después participa del cumpleaños de Ismael Fernández, uno de los cuidadores. Silvia Palavecino, asistente, abraza al pequeño M (4) hijo de una adolescente de 16 que también vive allí. Blas (remera blanca) va a la facultad y quiere ser neurocirujano.
A los 15 años conoció a Gabriela Salisio, directora de la asociación civil No seas pavote, que forma parte de Hogares de Cristo. Le dio hambre y se acordó que en la barrera del tren, a la vuelta de la escuela a la que seguía yendo aun estando en situación de calle, daban comida. Ahí estaba ella. −¿Fue un punto de quiebre? −Sí. Pero cuando la conocí a Gabi no entendía lo que era el mambo de la ayuda. Ella se enteró de que yo consumía y se puso mal: antes no me había pasado que alguien se pusiera mal por algo así. Me hizo ver cómo ayudaban a otros chicos y me conecté con ellos porque no me gustaría que pasen por lo que yo pasé. Hoy vive en el Hogar Virgen de Luján, en Villa Centenario, Lomas de Zamora. Tiene el plan de terminar el secundario y está trabajando como acompañante en el hogar de los más pequeños.


“Mi infancia la perdí. Fue difícil estar en la calle. A los 8 me abusaron y tuve varios intentos de suicidio. Antes no sabía expresarme, pero hoy puedo contar lo que me pasó”.
“Me gustaría ayudar a los pibes que están en la calle. Siempre les repito que ellos no tienen la culpa de estar en consumo: cada uno vivió una historia y sufre”.
TOBÍAS, 16 AÑOS
Cinco años tenía Tobías cuando su papá abandonó la casa donde vivía en González Catán. A los 8 ya estaba en la calle, donde pasó por violencias de todo tipo, incluyendo la sexual. “Mi infancia la perdí. Sufrí abusos: por eso los cortes”, dice y muestra sus antebrazos, donde las cicatrices los atraviesan como caminos en el mapa del abandono. A los 11 arrancó con el consumo. Buscaba comida en los tachos de basura para sobrevivir. Entró y salió de hogares de niños. Tenía 15 cuando lo llevaron a uno en La Plata y de ahí pasó al Hogar Virgen de Itatí, que depende de la parroquia San José y está en San Justo, La Matanza. “No conozco a ningún adicto que haya tenido una infancia feliz. Ni a uno. Nadie”, dice “Chapu” Gianera, su coordinador. “Trabajamos con la idea de que el consumo en sí es consecuencia de lo que te pasó. Y lo primero, es ponerlo en palabras, porque la palabra adicción viene justamente de callar”.
Betina Silvia, técnica en trabajo social, mira por una de las ventanas del Hogar Virgen de Itatí, en La Matanza. Los niños pequeños que viven allí son hijos o hermanos de padres y adolescentes en situación de consumo. Mateo y otros adolescentes conversan mientras lavan la ropa en el patio. Eliot (remera negra) es un “acompañante par”, figura clave en el Hogar de Cristo
Hoy Tobías tiene 16 y es el responsable de la cocina y depósito. Los que no fueron cuidados en su niñez, pero tuvieron oportunidad de serlo de más grandes, quieren cuidar a otros: ser enfermera, como Jaqui; o trabajar con personas que sufren adicciones, como Lucas y Tobías. “Mi infancia la perdí. Por eso me gustaría ayudar a los pibes que están en la calle. Siempre les repito que ellos no tienen la culpa de estar en consumo: cada uno vivió una historia y sufre”, dice Tobías, sentado en el patio del hogar. Los rayos del sol van perdiendo la cólera del mediodía y Luna, una de las perras del lugar, deja una rama a sus pies. Tobías la levanta y la arroja lejos. Ahí, él también aprendió a jugar. *Los nombres de las niñas, niños y adolescentes entrevistados para esta nota, fueron cambiados para preservar su identidad.


CÓMO PODÉS AYUDAR
• Hogar Madre Teresa (CABA) Necesitan ropa en buen estado para los adolescentes, jóvenes y adultos varones (abrigos, ropa interior, pantalones) que asisten tanto al hogar para menores de 17 años como al de adultos. Reciben donaciones en dinero: el alias es FILA.PILA.ALA (razón social: parroquia Cristo Obrero).
Para consultas, se le puede escribir al Padre Nacho a: nacho_bagattini@hotmail.com
• Hogar Virgen de Luján (Lomas de Zamora) Su principal necesidad son zapatillas nuevas y equipos electrónicos como computadoras y auriculares. Además, precisan un lavarropas nuevo. Se reciben donaciones en la cuenta corriente 191-049-007027/5 CBU: 1910049055004900702750. La web es noseaspavote.org.ar y el Instagram es @humanizarlacalle
• Hogar Virgen Itatí (La Matanza) Reciben donaciones de útiles escolares, ropa, zapatillas, artículos de limpieza y para el aseo personal. Se puede aportar en dinero al CBU 19101400-55014001371564. Número de cuenta: 191-140-013715/6. Titular: PARROQUIA SAN JOSE. La web de la parroquia San José es lavozdesanjose.com.ar.
Instagram: @lavozdesanjoseok. Facebook: ParroquiaSanJoseOK

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La lucha desesperada de las madres que rescatan a niños que consumen desde los 8 años: “Si el Estado no lo hace, alguien tiene que hacerlo”
Norma Galeano (centro) recorre un barrio de Villa Fiorito junto a vecinas y parte de su equipo
Recorren villas y barrios populares del Conurbano y CABA donde la presencia de redes narco naturaliza la circulación de droga; denuncian que a muchos chicos y chicas los usan para el narcomenudeo o la explotación sexual
Lorena Oliva
Una noche antes de la pandemia, Norma Galeano recibió un llamado. Era una mamá que estaba desesperada. Su hijo se había quedado con droga del transa del barrio y lo querían matar. Norma juntó a un par de compañeras y fue hasta la casa del chico. “Lo sacamos de ahí vestido de mujer”.
La escena transcurrió en un barrio del AMBA. Esa noche, el adolescente durmió en un galpón. “Al otro día, conseguimos un lugar para internarlo por su adicción”, relata esta mujer que tiene muchos más relatos angustiantes como este: lleva 23 años rescatando chicos y chicas de las drogas, cada vez desde edades más tempranas. Arrancó con su propio hijo.
Aunque ganó esa batalla personal hace años, Norma ayuda a otras mamás que, como ella alguna vez, no saben qué hacer con ese hijo que consume. Hace años fundó la agrupación Madres Territoriales (línea fundadora), que reúne a unas 100 mujeres: madres de adictos y exadictos que están en alguno de los destinos posibles para una persona que atraviesa esta problemática: la recuperación, la calle, la cárcel o el cementerio.
Los primeros grupos de madres como el de Norma se hicieron conocidos hace 20 años, con la irrupción del paco en los barrios vulnerables. Buscaban visibilizar el drama mientras daban una respuesta inmediata de contención y asesoramiento. Hoy, su misión sigue en pie. Es frecuente que se las caracterice como una red. Eso son, justamente, cuando buscan contener a un chico que consume, sobre todo si otras redes (como la familia o la escuela) no lo consiguen, ya sea porque no existen o porque fallan.
Norma Galeano lleva 23 años haciendo trabajo territorial para sacar a chicos y chicas de las drogas: "El paco ya quedó viejo. Lo último es el crack, una droga que viene de Brasil y es mucho más adictiva
Al igual que en el caso de Norma, el intento desesperado de salvar a un hijo o una hija fue el germen de muchas de ellas. Por eso, exhiben su condición de madres ante todo: Madres contra el Paco y por la Vida, Madres del Ser, Madres en Lucha contra el Paco, Madres Guiando la Vida contra el Paco y Madres por un Futuro sin Droga, entre muchas otras.
Chicos de 7 años que entregan droga
Si se le pregunta a Norma por qué sigue haciendo lo que hace, responde categórica: “Porque si el Estado no lo hace, alguien lo tiene que hacer”. Y para justificar lo que dice, cuenta lo que ve cuando recorrer barrios del Conurbano y del resto del país:
“Vemos chicos adictos desde los 8 años. El paco ya quedó viejo. Lo último es el crack, una droga que viene de Brasil, es mucho más adictiva y se puede conseguir a cambio de una garrafa o de una llanta. El transa le dice al adicto qué necesita y el adicto va y lo roba para él a cambio de la droga. Además, antes, en los barrios, se compraba en los búnkers. Ahora usan a chicos chiquitos de 7 años en adelante para llevar la droga”, se indigna.
Su testimonio echa luz sobre un drama que en la Argentina crece a la par del narcotráfico: el aumento de niñas, niños y adolescentes que empiezan a consumir a edades cada vez más tempranas y son captados por redes narco en villas y asentamientos del conurbano. Lo confirman por lo menos 20 referentes territoriales, médicos, trabajadores sociales, psicólogos y psiquiatras, especialistas en adicciones y funcionarios entrevistados para una investigación publicada 
“Estar en el territorio” significa, para Norma, ser un poco la mamá de todos los chicos con los que se cruza. A veces, cuando es un barrio “picante”, la acompañan otros vecinos (suelen ser chicos o chicas recuperados de las adicciones gracias al trabajo de la red), como señal de respaldo ante las miradas recelosas.
Mientras Norma camina con paso rápido y seguro, los vecinos la ponen al día sobre los casos más preocupante del barrio: el adolescente que recayó y tuvo un intento de suicidio, el joven que dejó la comunidad terapéutica, la adolescente embarazada que está en consumo. Ella los busca, (“los encaro antes de que ellos me encaren”, dirá después), les habla, los invita a las reuniones que organiza en la iglesia más cercana.
Norma Galeano durante una de las recorridas que hace en diferentes barrios del Conurbano para rescatar a chicos y chicas del consumo a las drogas: "Antes se vendía en los búnkers; ahora usan a chicos desde los 7 años para vender"
“Estar en el territorio” es también ser testigo muda de situaciones extremas que, a fuerza de su repetición, se naturalizan. Es saber que una dosis de cocaína está entre 3000 y 4000 pesos. Y que por 2000 o 2500 pesos se puede conseguir paco.
“En los barrios más pobres, un chico puede ganar 5000 pesos por día trabajando para los narcos como soldadito o como delivery de droga, lo que por ahí gana el padre. En una familia con siete u ocho chicos, por ahí tenés a cinco o seis vendiendo. Al principio, muchos lo hacen por la economía familiar. Pero la mayoría cae en el consumo y empieza a trabajar a cambio de droga”.
La situación de las chicas, sostiene, es variable: “A veces se dedican a la venta pero también están las que se prostituyen para conseguir plata para comprar droga. A veces con los propios narcos. Pero cuando la adicción es profunda, hasta el narco la expulsa. Esa chica se queda en la calle.”.
La organización que dirige tiene referentes en todas las provincias. Ella encabeza el trabajo en zonas del Conurbano como Lanús, Lomas de Zamora, Monte Grande e Ingeniero Budge. Camina por calles y pasillos que no cuentan con ningún tipo de propuesta del Estado en materia de recuperación. “Muchos supuestos espacios ambulatorios son una fachada para hacer política nada más”, se enoja. Por eso, la agrupación coordina grupos de reflexión a los que van chicos y chicas en consumo. Si los chicos quieren, la organización los ayuda a encontrar un espacio para hacerlo.
“Chicos que nacen viendo a sus padres drogarse”
Marcela Monzón perdió la cuenta de la cantidad de veces que alguien vino a decirle: “En aquella casa venden droga, vayan y hagan algo”. “Pero esa guerra no la tenemos que dar nosotras. Lo único que podemos hacer es tratar de salvar a nuestros hijos”, se lamenta la líder de Madres en Lucha por una Juventud Despierta, una organización que nació en Merlo en 2017.
“Mi hijo empezó con marihuana a los 13, hace 20 años. Dos años después había consumido de todo. Lo interné varias veces. Con cada recaída, yo salía a buscarlo. He llegado a encontrarlo en situación de calle, comiendo de la basura, con barba, con olor. A veces me veía llegar y se escondía. Pero yo le decía: ‘No te voy a dejar morir así’”, dice con resignación.
Cada vez que salía a buscar a su hijo, Marcela se cruzaba con otros chicos a los que nadie buscaba. “El Estado no logra impedir que los chicos tengan acceso a la droga, pero no se hace cargo de su impericia: no promueve la prevención de las adicciones ni facilita su tratamiento. Hay chicos que nacen viendo a sus padres drogarse. Pero hay otras familias para las que la droga es algo ajeno. Por eso, no saben qué hacer con la adicción de sus hijos y los terminan expulsando”, explica esta mujer de 52 años, que además maneja un merendero en Merlo. “Si los chicos no tienen opciones sanas de contención, ya sabemos cómo terminan”, sostiene.
A medida que se hizo conocida en su barrio, Marcela empezó a recibir pedidos de ayuda de otras mamás. Así que se capacitó, fundó su organización y trabaja en red con madres de otras provincias. “Somos más de 30″, dice. La red da charlas sobre prevención, ayuda a gestionar espacios de desintoxicación y funciona como espacio de contención para las familias, especialmente para las madres.
Silvana da Silva: tiene 50 años y todas las mañanas, camino a su trabajo, le acerca el desayuno a chicos en consumo que se encuentra en situación de calle: "Desde Once hasta la Casa de Gobierno está inundado de chicos que fueron expulsados de sus casas; desde la pandemia, vemos cada vez más niños
Una noche de insomnio, hace ya varios años, Silvana Da Silva dio con la página de Facebook de la organización. Buscaba ayuda. Su hijo de 12 años había empezado a consumir. “Había empezado con marihuana, pero después experimentó con todo: cocaína, paco y crack en pipa, que es la droga que los está matando. Les quita el hambre, quedan como zombies, con los dientes rotos y la boca y los dedos quemados”, explica. Aquella noche, Silvana y Marcela hablaron por teléfono. El padecimiento de una exponía el de la otra. “Marcela me dijo ‘bienvenida’ y yo no sabía muy bien a qué. Pero me hizo sentir que ya no estaba sola”, recuerda Silvana.
Mientras batalla contra la adicción de su hijo, que ahora tiene 26 años y va a un grupo de Narcóticos Anónimos, todos los días, camino a su trabajo en el centro porteño, Silvana para varias esquinas de CABA donde sabe que hay chicos en situación de calles. Les lleva el desayuno y aprovecha para hablar con ellos. “Desde Once hasta la Casa de Gobierno está inundado de chicos y chicas adictos que viven en la calle. Fueron expulsados de sus casas”, denuncia la mujer, que asegura que desde la pandemia empezaron a ver chicos cada vez más chicos en la calle.
“Cuando les preguntás por qué están en la calle, la mayoría te habla de situaciones de abuso intrafamiliar. Algunos pasaron por hogares, pero se escaparon por malos tratos”, revela esta mujer de 50 años que vive en Morón. Cuenta que es frecuente verlos en grupo, durmiendo en el mismo colchón para protegerse de potenciales violaciones. “A veces se despiertan y descubren que los violaron, porque tienen los pantalones bajos”, dice con tristeza. Y agrega que es frecuente encontrarse con casos de HIV, lepra y tuberculosis.
Parte del equipo de Madres en Lucha por una Juventud Despierta en una de sus recorridas matinales por el barrio de Once: Marcela Monzón (adelante, centro), Ana María Barraza, Alejandra Elena y Silvana da Silva
“Nosotros estamos perdidos”, “No les importamos a nadie”, “Nos dan la droga porque quieren que nos matemos”, “Somos la escoria”. Esas son las frases que Silvana recibe con frecuencia cuando se les acerca con chocolatada caliente y bizcochuelo e intenta conversar con ellos. “Es clave la forma en la que les hablás. No tenés que tocarlos, sobre todo si están bajo los efectos del consumo. Tenés que hablarles y mantener el contacto visual”, explica.
Hace un tiempo, pudo entablar una conversación con un adolescente. “Charlamos y logré que comiera un sándwich. ‘¿Te puedo pedir un favor?’, me preguntó. ‘Hace días que no duermo porque me andan buscando. ¿Puedo dormir y vos me cuidás?’. Y me quedé ahí dos horas, con él durmiendo sobre mi falda, acariciándole la cabeza”, recuerda.
Tejer redes entre madres es también luchar contra los prejuicios de la sociedad sintetizados en frases como “la culpa es de los padres” o “si sigue consumiendo es por falta de voluntad”. También batallar contra el desentendimiento del entorno más cercano, como padres que no se implican en el problema o familiares que aconsejan con liviandad: “Dejalo solo, así aprende”.
Norma Castaño fue conocida hace 20 años como "Madre Coraje" al infiltrarse en las redes narcos que le vendían droga al mayor de sus hijos para denunciarlos ante la Justicia: "Muchas veces la gente pierde de vista que esto es una enfermedad en la que muchos chicos se inician experimentando"
“A veces sentís que sólo otra mamá puede entenderte. Muchas veces la gente pierde de vista que esto es una enfermedad en la que muchos chicos se inician experimentando”, dice Norma Castaño, fundadora de Madres Solidarias, una agrupación de Santa Fe con miembros en todo el país.
Hace 20 años, a Norma se la conoció como “madre Coraje” porque se había infiltrado en la red que le vendía droga a su hijo de 19 años. Con toda la información que obtuvo, denunció en la Justicia la presencia narco en su ciudad con la esperanza de frenar ese avance. A la luz de las noticias que llegan desde Rosario, hoy no sólo sabemos que Norma tenía razón, sino también que la problemática se profundizó a niveles alarmantes, con réplicas en diferentes zonas del país, como el AMBA.
La mujer asegura que, si hace 20 años, en los barrios con presencia narco de cada 10 chicos consumían dos, ahora la proporción se invirtió: de cada 10, consumen ocho. “Sabemos de chicos de 10 años que salen a robar para consumir. De chicas de 12 que se prostituyen con ese fin. Las podés ver en avenidas de Rosario y Santa Fe, aunque también se les ofrecen a los narcos”, alerta.
Norma Castaño junto a Belén Marinacci y Natacha Isla, integrantes de su organización
En estas dos décadas, la organización llegó a tener dos sedes en las que recibían, por día, a decenas de madres. “En Santa Fe no hay espacios gratuitos de desintoxicación. Eso complica mucho las cosas”, se queja. La última sede la tuvieron que cerrar. “Los dueños del local que alquilábamos, recibieron amenazas y dejaron de alquilarnos”. Hoy el trabajo en red se hace vía zoom, en espacios de otras agrupaciones o en la sede temporaria de la organización: su propia casa.
“Somos una asociación civil que no tiene ayuda del Estado. Así que, para llevar adelante nuestra tarea, nos valemos del trabajo voluntario de médicos, abogados y hasta bioquímicos”, explica Norma, quien casi adivinando el desconcierto de esta cronista ante el último punto de su enumeración amplía: “Cada vez que empieza a circular una sustancia, investigamos cómo está compuesta. Ahora dicen que hay una droga nueva. La tengo que mandar a comprar para que alguien la analice”.

Cómo colaborar
Si querés contactar a alguna de las organizaciones o colaborar con ellas, podés hacerlo de la siguiente manera:Madres Territoriales tiene página de Facebook y un WhatsApp de contacto: 11-6812-0366
Madres en L
ucha por una Juventud Despierta tiene página de Facebook y cuenta en Instagram; también atiende mensajes al 11-5475-8540
Para hablar con Madres Solidarias, de Santa Fe, se puede llamar al: 3424-27-7876 o escribirles por su página de Facebook

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA


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