viernes, 22 de abril de 2016

AQUELLOS BUENOS, VIEJOS TIEMPOS


Basta echar una ojeada a la Redacción, invadida por una brisa fresca que se percibe en el murmullo de voces desconocidas y en el andar despreocupado de los más jóvenes, en el tintineo de las risas y en la complicidad con que se reúnen alrededor de los escritorios para compartir -ansiosos de que todo ocurra de golpe, jubilosos y anhelantes, deseando escribir en un par de horas una crónica crepitante que deje sin aliento al lector- las primeras impresiones que se han llevado tras llegar a un mundo desconocido adonde deben probarse, el temor de quien se mira en el espejo de autores consagrados temiendo no estar a la altura de su propio sueño.



Suelen llegar en el verano desde el máster de periodismo para realizar las prácticas de un oficio cuya maduración requiere paciencia y sabiduría, porque sólo el tiempo le concede a quien escribe la capacidad de sopesar un texto y entender cuál es la hojarasca que lo sofoca o cuál el adjetivo que apenas le es añadido trae una luz distinta que le confiere nuevos brillos. Sin embargo, todo ocurre en lo que dura un pestañeo. Es necesario tener ideas precisas, escribir aprisa y devorarse el mundo de un solo bocado. Es la fiesta del descubrimiento.
Cuando hace más de treinta años llegué a la Redacción las horas transcurrían muy lentamente. Si alguien me preguntase qué extraño de ese tiempo que parece remoto, no mencionaría en primer término el martilleo de las teclas en el carrete de las viejas Remington ni la densa humereda que, cerca de la medianoche, envolvía la Redacción.

 Lo que añoro más intensamente de aquellos años es la temperatura de las conversaciones, el modo en que los mayores se demoraban en ella como si estuviesen en una tertulia en una terraza asoleada. Yo era apenas un aprendiz cuyo único mérito era la curiosidad. En los archivos hay algunas viejas fotografías, que merecerían estar entre nosotros como testimonio de esa época, pero se han perdido en la premura de alguna mudanza o en la negligencia de la desmemoria, en las que decenas de personas están en el viejo comedor , al filo de la medianoche, con el diario abierto y leyendo los ejemplares que acababan de lanzar las máquinas impresoras ubicadas en el subsuelo. Un ordenanza llegaba al comedor con los diarios aún tibios y sobreentintados y le entregaba su ejemplar a cada miembro de la Redacción según un estricto rango jerárquico que jamás era traicionado. Yo era el último en recibirlo, desde luego.
Sentado a la larga mesa que muchas noches reunía a periodistas avezados en distintos temas, la fiesta para mí era escuchar a esos viejos maestros que, en charlas que a menudo se extendían hasta la madrugada, hablaban de política y de historia, de cine y de literatura, de música y de economía, casi siempre ignorándolo yo todo y extranjero cuando conversaban entre ellos con complicidad. Cierta tarde uno de ellos, especializado en música clásica y artes plásticas, me hizo tres o cuatro preguntas sin dejarme casi respirar: quería saber si había leído a Kafka, escuchado a Mahler o visto las pinturas de Klimt.

 Respondí que no con vergüenza a esos y otros interrogantes parecidos, desanimado y con culpa porque entendía que no merecía estar ahí, pero esa noche hurgué en la enciclopedia que tenía en casa en busca de información sobre ellos y al día siguiente me hice de La metamorfosis y la Quinta, cuyo adagietto había escuchado -sin saberlo, desde luego- cuando poco antes había visto Muerte en Venecia en un cineclub. Siempre recuerdo el gesto entre compasivo y risueño con que el viejo maestro acompañó este comentario: "¡Cuánto te envidio! Yo no podré ya disfrutar de esas obras como si fuese la primera vez".
Parte de ese deslumbramiento es lo que les espera a estos practicantes del oficio que ahora agitan el aire de la Redacción llenándolo con su bulliciosa vitalidad. Por fortuna, cada tanto esa energía de la juventud nos saca de cierta modorra, inevitable entre quienes ejercen una profesión durante muchos años, y nos recuerda por qué razón estamos aquí. Mientras el mundo siga su curso, siempre hará falta alguien que procure comprenderlo y desentrañar sus enigmas, o que eche una mirada al pasado en el afán de vislumbrar qué nos aguarda en el porvenir. Y como, pese a que lo hemos intentado, en cierto modo seguimos interrogándonos sobre el destino de los hombres en la misma caverna de nuestros antepasados, es bueno que sean nuevos los ojos y límpida la mirada de quienes -mañana- seguirán preguntándose sobre la misteriosa naturaleza de la condición humana.


Mientras escribí este texto escuché: Old Ideas, Leonard Cohen; Transformer, Lou Reed; Scenes From Childhood (Schumann), por Martha Argerich

V. H. G. 

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