domingo, 24 de abril de 2016

NUESTROS AMADOS SERES NO HUMANOS


Tienen, en general, cuatro patas mientras nosotros andamos en dos piernas. Donde tenemos narices, ellos muestran hocicos. Nuestra piel va desnuda, en tanto sus cuerpos están cubiertos de pelos. Carecen de dedo pulgar, herramienta evolutiva esencial y salto cuántico en la posibilidad de construir artefactos y usarlos. No hablan ni cuentan con gramática; maúllan, ladran, relinchan, gruñen. La corteza cerebral ocupa una buena porción de nuestro cerebro y nos permite reflexionar, intuir, calcular, operar matemáticamente, imaginar, deducir y percibir la propia individualidad; la de ellos es pequeña y apenas aplicable al ejercicio de la inteligencia práctica. Aun así establecemos con nuestras mascotas relaciones de empatía, afecto y comprensión. Llegamos a entendernos, a cooperar, a percibir los sentimientos del otro e incluso a anticiparnos a ellas. Nos reconocemos en la distancia y en la multitud demostrándonos cariño mutuo.


En la relación con los animales se manifiesta a menudo una capacidad de aceptar e integrar lo diferente y diverso que a veces cuesta encontrar en el vínculo entre personas. Quizás ellos existan para que no se nos atraganten para siempre, hasta intoxicarnos, esos sentimientos, esa predisposición, esa vocación de servicio, esa capacidad de resignar en favor del otro que suelen verse obstruidas, desvirtuadas y hasta reprimidas en las relaciones humanas. Una mascota en la vida de un chico le enseña a cuidar, a entender, a comunicarse, a empatizar. Es verdad. Pero también los adultos aprendemos y ejercitamos estos atributos con quienes San Francisco llamó nuestros hermanos menores.
Los humanos somos los únicos seres morales, porque, fruto de la conciencia y la razón, sabemos qué es bueno y malo en relación con la vida (esto es la moral) y en función de esos principios elegimos cómo actuar, sea al margen de ellos o alineados con los mismos (depende de la ética de cada quien). Esa condición moral no nos hace superiores (aunque a menudo actuemos como si lo fuéramos), sino que nos exige responsabilidad. Somos solo una de las especies que habita el planeta, recuerda el filósofo James Rachels (1941-2003) en su valiosa Introducción a la filosofía moral, y afectamos a otras con nuestras acciones y decisiones. A diferencia de esas especies, sabemos lo que hacemos. Por lo tanto, dice Rachels, nuestra comunidad moral debe ampliarse hasta incluir a los animales. Son vidas (hay quienes sostienen que son almas), valen como tales y merecen respeto y atención a sus necesidades. Los animales que criamos entran en la esfera de las cuestiones morales, apunta Rachels. Aun sin pensarlo tanto, basta con advertir nuestra preocupación ante su enfermedad, nuestra voluntad de atenderlos y el profundo dolor que nos produce el final de sus vidas para advertir que llevamos este conocimiento en el inconsciente colectivo.
Tenemos deberes hacia ellos, pero no son recíprocos. Al no ser morales, los animales no deben actuar de acuerdo con ciertos valores. Según la filósofa inglesa Mary Warnock en Guía ética para personas inteligentes, violar los derechos de otro ser humano es injusticia, mientras maltratar a un animal es crueldad. Respetarlos es tan obligatorio moralmente como respetar a otra persona. Recibimos el mundo y la naturaleza en concepto de depósito y tendremos que dar cuenta de cómo los tratamos. Quizás porque lo sabemos es que establecemos con estos hermanitos vínculos tan hermosos.
Así es que dedico esta columna a Luana, la Beagle que durante 14 años presenció, acompañó y embelleció nuestras vidas hasta que murió.Y a Fixin un gato callejero que me adoptó hace 15 años Gracias Luana y Fixin. Ambos descansan bajo un enorme y bello árbol en la casa del mar.
E. M Y S. V

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