miércoles, 13 de junio de 2018

HABÍA UNA VEZ.....


Era el final del amor. Ella a veces pensaba si sería posible que hubiera otro.
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Él nunca llegó a saber quién era ella, con quién había pasado una parte tan larga de su vida. Luego de más de quince años juntos, ella un día cerró la puerta suavemente y se fue, sabiendo que él nunca supo quién verdaderamente era ella. Como si nunca la hubiera visto. Su mirada hacia ella fue siempre leve. Los últimos años, de noche antes de dormirse, ella repasaba con detalles su historia con él. El deseo de sus encuentros cuando comenzaron. Sus alabanzas.
Él siempre le había dado indicios de su levedad, desde el primer día. Algo que ella tapó entre los arrebatos de la juventud, la alegría de los festejos, el roce de pieles y lo que por delante parecía un espacio infinito de días, meses y años. Pero fueron oportunidades marchitas.
Esa misma intrascendencia fue apagando el deseo, y sobre el final el sexo había sido reducido a un hecho higiénico, un meneo silencioso de dolor.
Se subió al auto y manejó por la ciudad sin destino. Estacionó cerca del mercado callejero y sacó su canasta, la tenía siempre en el baúl. Recorrió la feria varias veces, ida y vuelta, mirando todo. Se detuvo y compró habas, arvejas, dos limones y una enorme botella de aceite de oliva.
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Era cierto que ella había evolucionado mucho, ya no era aquella niña que solo contenía luz, esperanza y ahínco. Le entristecía ver que él nunca hubiera visto sus cambios, su evolución hasta convertirse en la mujer que era. Hizo caso omiso a observar, siempre la trató igual. Se había tornado insoportable el vacío de no poder compartir sus pensamientos, ideas, proyectos. Pero este era su nuevo día: celeste y rosado, pensó, por los hijos que no había tenido.
Hacía mucho tiempo que había dejado de vestirse para él, cuando compraba su ropa no lo pensaba. Seis meses antes de irse todo cambió, comenzó a arreglarse y a pensar en cada detalle de su cuerpo. Se encendió como una única bellísima vela iluminando un enorme salón de un palacio imaginario. Él no se dio cuenta. Igual, a los treinta y cinco años, la vida parecía ser mejor que nunca, y su nueva libertad la llenaba de ilusión.
Al entrar a su casa nueva todo estaba prístino, hacía meses que la preparaba para ese momento. El día anterior había puesto flores. Se dirigió a la cocina y puso música francesa. Se sentó en el sillón de la cocina y con un perol de madera entre sus piernas se puso a pelar habas y arvejas. Cada vez que abría una vaina encontraba la semilla lustrosa, prístina. Las habas las volvía a pelar, y al sacarles esa última cáscara llegaba a ese color verde tan puro, agraciado, consumado.
Cuando puso habas y arvejas a cocinar a fuego muy bajo dentro de un sautoir con muy poco aceite de oliva, pensó: quince años de espera fueron suficientes. Tantas veces había intentado explicarle todo lo que le pasaba. Él siempre parecía naufragar con respuestas evasivas.
Antes de irse le había escrito una carta breve, explicaba lo único que había por decir, la escribió sin enojo con notas de cariño, no sentía ningún resentimiento.
No se llevó nada, solo su ropa, que esa mañana, cuando él se fue trabajar, guardó prolijamente en cajas y envió a una fundación de beneficencia.
Empezaba de nuevo, ningún objeto de ayer. No era por enterrar el pasado, más bien un deseo por revalorizar el presente.
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Se sentó a comer sus habas y arvejas, estaban deliciosas con un poco de cáscara de limón y jugo, con tostadas de pan negro.
Sí, esa noche al irse a dormir se sintió sola.
Pero sabía -estaba absolutamente segura- que al comenzar el día, a la mañana siguiente, todo tendría una luz diferente.
Podía comenzar a compartir su vida; entera y llena de significado con ella misma.

F. M.

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